Sobre santos, beatos y otras zarandajas

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Por Itaca, 21.02.2007


Vaya por delante que toda esa parafernalia que rodea el encumbramiento de una persona ya fallecida al honor de los altares me parece superflua y, en cierta medida, contraproducente. También confieso que me importa un bledo conocer en qué lugar de los espacios siderales, sean éstos físicos, metafísicos o ideales, se encuentran aquellos que me precedieron en la existencia; tengo otros temas para mí más vitales sobre la mesa. Pero como la turbosantidad de Escriba es un tema recurrente en estas páginas y muchas argumentaciones sobre el “carisma” del Opus Dei y de su fundador se anclan en ella, me entran ganas de hacer algunas consideraciones al respecto.

En culturas y civilizaciones que nos son próximas encontramos en su Panteón, al lado de los dioses que lo son, por decirlo así, “por derecho propio”, personajes de origen humano que han sido encumbrados a la dividad o semidivinidad por sus méritos: los héroes. Hércules es el prototipo. Digamos que una cierta perversión de este hecho se dio en Roma con la divinización de los emperadores, que venía ya avalada por prácticas semejantes en los imperios orientales.

En el cristianismo primitivo eran “santos” los cristianos miembros de una comunidad o ciudad determinada, y así los denomina san Pablo; más tarde, con motivo de las persecuciones, se denominaron “santos” aquellos que habían sufrido el martirio por la fe; el término se amplió luego a los confesores, que habían atestiguado su fe pero sin llegar a morir por ella, a los ascetas, etc.

A lo largo de los siglos se fue creando así una verdadera legión de santos, con dos fenómenos concomitantes: 1. fabulación y exageración de su vida y sus actos; 2. absorción de personajes de origen pagano al santoral cristiano, con un adecuado cambio de nombre y/o de circunstancias. Si queréis reíros un rato, os recomiendo los capítulos iniciales de La isla de los pingüinos de Anatole France.

Recuerdo que en 1969, siguiendo un mandato del Concilio, se publicó un nuevo Santoral del que “cayeron” algunos santos muy conocidos y famosos, como san Jorge, por la escasa fiabilidad de su biografía. Muchos católicos pusieron el grito en el cielo y la Iglesia, madre prudente, permitió que se les siguiera dando culto, al menos en los lugares donde tuvieran gran arraigo. Recuerdo que otro “caído” fue Carlomagno, con culto sólo en la capilla de Aquisgrán. Fue éste un intento, frustrado en gran parte, de poner orden en un Martirologio Romano contaminado por fabulaciones de todo tipo; digamos que “estaban” más que los que “eran”.

El proceso por el cual la Santa Sede –y el papa como su cabeza- declara la santidad de un personaje es desde hace siglos un proceso jurídico: se constituye un tribunal, se presentan unos testimonios, acuden unos testigos, y, finalmente, el magistrado dicta sentencia que es ratificada solemnemente por el Papa. ¿Qué pasaría si se presentan unos testimonios amañados, si sólo se aceptan las declaraciones favorables, si se ocultan pruebas o se manipulan los hechos? Pues que el Tribunal sería llevado a engaño y dictaminaría conforme a derecho, pero erróneamente. Pasa lo mismo que en un juicio de nulidad matrimonial: si los testigos mienten, si los hechos aportados son falsos, el tribunal puede acabar dictando una sentencia legal a los ojos de los hombres pero injusta a los ojos de Dios. Un proceso de estas características no pone en duda la inerrancia de la Iglesia; lo que resalta es la maldad de los hombres, capaces de mentir al propio Espíritu Santo. Si, pasado un tiempo, salen a la luz datos verídicos y objetivos que ponen en duda la rectitud del proceso, éste puede y debe ser revisado, en nombre del honor de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.

La “turbosantidad” de Escriba presenta numerosos puntos oscuros, denunciados en su momento por personas a las que no se puede atribuir, por principio, mala fe; estos puntos oscuros permiten, como mínimo, suspender el juicio y no dar por cerrado el tema: se puede, con conciencia recta, no acatar esta santidad por considerarla viciada de origen. Y sin que ello suponga una desobediencia a la Iglesia.

Pero bueno, después de esta perorata, ¿dónde está Escriba? ¿En qué círculo de La Divina Comedia gira sin fin? Eso, amigos míos, como he dicho al principio, me importa un bledo.



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