Ser mujer en el Opus Dei/Tiempo de reflexiones

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SER MUJER EN EL OPUS DEI


CAPÍTULO 8. TIEMPO DE REFLEXIONES


¿Qué tipo de mujer se apunta hoy al Opus Dei?

Cada vez son más los que se hacen estas preguntas: ¿Qué aporta, en la actualidad, el Opus Dei a las mujeres del Norte, es decir, a las que viven en los países desarrollados?, ¿y a las del Sur, a las mujeres que sufren los peores consecuencias del subdesarrollo?

Es cierto que, como afirma el sociólogo Pierre Bourdieu, continuamos viviendo en una sociedad occidental "neomachista", pero en la que no podemos negar que se ha conseguido romper lo que la histórica feminista Betty Friedan llamó la "mística de feminidad"; la famosa trilogía de madre, esposa y ama de casa. Hoy las mujeres están, con matices, en la Universidad al 50 por 100; se plantean su trabajo fuera del hogar como lo más lógico y natural del mundo, lo que es asumido por las parejas; el acceso fácil a los anticonceptivos les ha liberado de la obsesión del embarazo; tienen independencia económica para decidir sobre sus bienes; se anulan, se separan, se divorcian o conviven en pareja, pasando o no pasando por la vicaría; pueden denunciar a sus jefes por acoso sexual y hasta ser madres más allá de la menopausia.

Bueno, es cierto que todo esto ocurre en medio mundo, en el Norte, porque ¿qué pasa en el otro medio? En África, en gran parte de Asia y en Latinoamérica, la mujer sigue siendo un objeto de posesión, sin acceso a la educación, al trabajo remunerado, a los anticonceptivos; un objeto de explotación y de marginación a los que son sometidas por unas culturas patriarcales y machistas que convierten a sus mujeres en las más pobres de entre los pobres.

¿Qué enseña el Opus Dei a esas mujeres del Sur, que ahora empiezan a luchar por llegar a ser seres humanos, y a esas otras mujeres, hipotéticamente cultas, libres y ricas, del Norte? Son millones las mujeres que hoy disfrutan de educación, sanidad, información y derecho a decidir el número de hijos que desean tener, y millones también las mujeres a las que todo esto les está vedado. ¿Qué les aporta el Opus Dei, a unas y a otras?

En un reciente estudio sobre la Obra (el análisis más amplio que se ha llevado a cabo sobre esta Institución -también es cierto que es tan amplio porque recopila un montón de trabajos realizados por otros-), su autor, J. Ynfante, hace especial hincapié en que cuando las mujeres han pasado a trabajar masivamente fuera de casa, la ruptura del modelo de familia burguesa, que consistía en un padre de familia trabajador y una madre ama de casa, ha afectado negativamente a las captaciones de mujeres en el Opus Dei, y asegura que a medida que la mujer adquiere más protagonismo en el mundo contemporáneo, las posibilidades de crecimiento son menguantes para la sección de mujeres, sometida totalmente a los varones.

El citado autor añade que en la sección femenina de la Obra las salidas y abandonos son hoy extremadamente abundantes, y que de las mujeres que se han atrevido a abandonar la Institución provienen además los testimonios más impresionantes sobre la férrea dictadura interna. "El recelo de la casta sacerdotal dirigente -escribe- es generalmente mayor hacia las mujeres que hacia los hombres y se acentúa cuando abandonan el Opus Dei. El "peligro femenino", junto con el temor al proceso de disgregación y de atentado a la unidad de la Obra, resulta muy inquietante y provoca reacciones desmesuradas por parte de los sacerdotes que ocupan exclusivamente los puestos directivos de la organización" [JESÚS YNFANTE, Opus Dei, p. 461].

¿Qué puede aportar la Obra a las jóvenes del siglo XXI? Te lo pregunto a ti, como veinteañera inquieta y abierta que eres. ¿Piensas que te puede ayudar a humanizarte, a hacerte más persona, a amar más y mejor al prójimo, a vivir los valores cristianos en la vida cotidiana? Medítalo a fondo, y cuando te venga bien, me dices algo. Espero tu respuesta con todo interés. Por mi parte, me remito de nuevo a los argumentos de Ynfante, cuando afirma que con sus presupuestos difícilmente podrá encontrar el Opus Dei amplia acogida entre las mujeres, si continúa siendo además una organización que sólo busca obediencia y no reflexión. De ahí que en los últimos años la captación de mujeres va dirigida a las muchachas de catorce o quince años, ya que las más mayores son difíciles de convencer. "Las mujeres en el Opus Dei -concluye- son seres sometidos a una esclavitud inimaginable a las puertas del siglo XXI y el regreso a la Edad Media es más patente en la sección femenina".

Al releer los Evangelios, sorprende observar cómo Jesús, en medio de una sociedad en la que las mujeres no contaban para nada, puso especial empeño en liberarse de la costumbre que imponía la segregación de la mujer. Pero más asombroso resulta comprobar que el fundador del Opus Dei y sus seguidores más próximos, han hecho tan poco caso al ejemplo original, a pesar de lo mucho que el entorno ha cambiado en veinte siglos de historia.

En la sociedad que Jesús vivió, las mujeres no contaban para nada, y éstas debían evitar al máximo la compañía masculina. Hasta con la propia mujer se aconsejaba hablar poco, y absolutamente nada con la extraña. Las mujeres vivían en lo posible retiradas de la vida pública; en el templo sólo tenían acceso hasta el patio de las mujeres, y respecto a la obligación de la plegaria estaban equiparadas a los esclavos. Los Evangelios, sin embargo, no tienen reparos en hablar de las relaciones de Jesús con determinadas mujeres. En ninguna ocasión muestra desprecio por ellas, sino que las trata con sorprendente naturalidad: unas mujeres lo acompañan a él y a sus discípulos desde Galilea a Jerusalén (Mc. 15, 40 Y ss.); él mismo siente un afecto personal hacia algunas mujeres (Lc. 10, 38-42); unas mujeres asisten también a su muerte y sepultura (Mc. 15,47). La situación, jurídica y humanamente tan precaria, de la mujer en la sociedad de aquel tiempo, hubo de resultar considerablemente revalorizada al prohibir Jesús el divorcio por parte del marido, a quien sólo bastaba presentar el libelo de repudio (Lc. 16, 18).¿Por qué ese empeño en no seguir la pauta claramente apuntada ya en los inicios del cristianismo?

¿Se detectan signos de decadencia?

No son pocos los observadores y estudiosos del fenómeno Opus Dei que, a pesar de las apabullantes cifras de militancia -en torno a los 80.000 socios-, se atreven a hablar de signos de decadencia, no sólo en lo que se refiere a la sección de mujeres -que ya hemos comentado-, sino en la totalidad del montaje.

Mientras que la gran masa de militantes de la Obra vive la euforia y el orgullo de pertenecer a la que consideran la asociación más firme y ortodoxa de la Iglesia Católica -la mimada y preferida por el actual papa Juan Pablo II, y la más fiel a los mandamientos, leyes y costumbres-, hay analistas serios que hablan sin titubeos de síntomas de decadencia de la institución.

La calidad de una máquina se mide por su rendimiento, pero también hay que analizar el estado del aparato y, en este punto concreto, la Obra ha sufrido un desgaste interno considerable -según observa J. Ynfante-. El mismo autor añade que un dato revelador de la decadencia en la que se encuentra sumida -entendiendo decadencia como principio de debilidad o de ruina-, es el número de miembros electores que participaron en el Consejo General que eligió el tercer Padre del Opus Dei. Si en el año 1975 fueron 172 miembros electores quienes intervinieron en la elección de Alvaro del Portillo como segundo Presidente del Opus Dei, casi 20 años más tarde, en 1994, eran 140 miembros electores en el Congreso que eligió a Javier Echevarría como tercer Presidente de la Obra, puesto que las mujeres electoras, con mera función consultiva, nunca participan con su voto en Congresos electivos. De esos 140 hombres, 32 fueron designados por Portillo y los 108 restantes fueron nombramientos realizados por Escrivá antes de 1975, lo cual permite afirmar que las más importantes funciones directivas en 1994 se hallaban en manos de ancianos. Se advierte además que disminuye su número, una señal inequívoca de decadencia en el vértice de la pirámide, sobre todo, cuando este fenómeno ocurre en un aparato fuertemente burocratizado.

Resulta, pues, previsible que aumentarán los signos de decadencia en el vértice de la pirámide burocrática del Opus Dei con la ancianidad y la ausencia de renovación burocrática desde la base. Además, la pérdida de seducción externa ya constatable, cuando los mecanismos internos de obediencia automática están desgastados o funcionan deficientemente, hace prever que el cuarto Padre de la Obra puede salir elegido por una exigua mayoría después de interminables escrutinios y que pueda desaparecer también el llamado "carisma fundacional".

J. Ynfante apunta que la diversidad de factores que han configurado desde sus orígenes el Opus Dei está generando lentamente un proceso de disgregación en su propio seno, dejando entrever grietas en el aparato burocrático, lo cual representa una tragedia para una organización férrea como es la Obra y la arrastra a una decadencia de dimensiones insospechadas.

Como un importante factor de decadencia, destaca la competencia que sufre el Opus Dei dentro de la Iglesia, desde hace unos 20 años, con la creación de nuevos grupos, que forman parte del magma recristianizador de los movimientos laicos católicos, que gozan también de la predilección del papa Juan Pablo II. Estos nuevos grupos ofrecen el mismo tipo de militancia católica sin los compromisos férreos y obediencias absolutas que deben mantener internamente los miembros de la Obra. Considerable competencia para el Opus Dei son, o pueden ser, los Legionarios de Cristo -en México-, Comunión y Liberación -en Italia-, y las comunidades neocatecumenales, las asociaciones de voluntariado de los jesuitas y pequeños grupos como Lumen Dei -en España-.

Finalmente, se apunta como otro factor importante de decadencia para el Opus Dei, el abandono, en las sociedades modernas, del modelo calcado del yuppy, que ha entrado en declive a finales del siglo XX. Ya no se trata de perder la vida tras el dinero, el éxito y el poder, sino que son el tiempo para el ocio, el gusto por lo natural y una estética más relajada las claves de una tendencia en las sociedades occidentales que marcan un nuevo estilo de vida y del cual participan hasta los últimos movimientos católicos.

Trabajo, éxito, competitividad, agresividad y dinero, dinero y poder, poder a cualquier precio, han sido y siguen siendo las señas de identidad del militante masculino modelo del Opus Dei. Los elementos más significativos del cambio sociológico, que agrava la decadencia del Opus Dei, son que el nuevo prototipo humano es menos acelerado, menos ansioso de alcanzar cimas y de buscar inmediatamente otras más altas; no se trata de personas agobiadas por el trabajo, sino que se plantean el disfrute de la vida y alcanzar mayores cotas de desarrollo personal y de preparación intelectual. Así, el nuevo prototipo busca menos ansiosamente el éxito y, junto con un cierto hedonismo, prefiere un sosiego natural y una mayor realización personal. Es decir, el modelo opuesto de lo que impone a sus militantes el Opus Dei.

1975 se apunta como el año en que los desajustes y los signos de cansancio comenzaron a ser evidentes y visibles en las filas del Opus, coincidiendo con la fecha de las muertes de Escrivá y de Franco. La fuerte expansión mantenida hasta la década de los setenta comenzó a estancarse con los comienzos de los años setenta, coincidiendo en España con el final de la dictadura. También desde entonces, la fuerte cohesión del aparato interno viene desintegrándose lentamente; buena muestra de ellos son los abandonos, que producen un claro estancamiento de los efectivos.

Los estudiosos del tema puntualizan que el principal problema del Opus Dei no es la disminución real del número de admisiones, porque abundan los ingresos, sino su estabilidad en las vocaciones ya conseguidas, porque de igual manera que abundan las captaciones también abundan los abandonos, convirtiéndose la Obra en una organización de paso donde los militantes ingresan muy jóvenes en gran número, pero muchos la abandonan con una edad más madura. También entre las bajas reales pueden contabilizarse los miembros "durmientes", que son aquellos que sin abandonar completamente la Obra dejan de ejercer apostolados corporativos y se dedican a ocupaciones personales. Esta especie es frecuente entre los numerarios de edad avanzada, que prefieren permanecer en la pasividad antes que llegar a una ruptura total.

Nuevo sentido de la trascendencia

En tu última carta reconoces que por un momento -momento que tal vez ha durado un año-, los miembros de la Obra con los que te relacionas, llegaron a convencerte de que gracias a ellos sigue habiendo Iglesia; que de su tarea de apostolado y proselitismo depende el futuro de nuestra religión; que vienen a ser como el "resto de Israel"... El oír frases de este tipo, una y otra vez, te fue calando de forma que tú también llegaste a pensar que era así. Pero, ¿por qué han de tener esa exclusiva, cuando hay otros muchos grupos de individuos seriamente preocupados y ocupados por el presente y el futuro de sus creencias, de la trascendencia, de la religión? Si agrandas un poco el círculo de tus relaciones verás que, desde hace ya varias décadas, no son pocos los que piensan, que en medio de este mundo tecnológico, urge un liberador rebasamiento de las situaciones vigentes mediante la elección de un nuevo estilo de vida. Cada vez son más los convencidos de que hay que desarrollar nuevas facultades, una nueva independencia y responsabilidad personal, la sensibilidad, el sentido estético, la capacidad de amor, la posibilidad de vivir y trabajar unos con otros según nuevas formas. Para conseguirlo reflexionan sobre la religión y la ética.

La existencia, o coexistencia, de muchas doctrinas diversas y hostiles entre sí no es necesariamente una calamidad. La variedad es a menudo una manifestación de vigor. El hecho de plegarse a una concepción única y unificada no creo que sea buena solución. También es cierto que la variedad llevada más allá de los límites tolerables puede ser una manifestación de frivolidad o de testarudez, e igualmente cierto es que el exceso de proliferación de opiniones puede llevar a que muchas se neutralicen entre sí.

Con el fin de salir del laberinto, pueden adoptarse las posiciones siguientes: 1. La que concluye que sólo una de las doctrinas, métodos y concepciones presentadas es admisible, siendo las demás incorrectas, defectuosas o absurdas. Esta posición es la "actitud dogmática". 2. En segundo lugar colocamos la "actitud ecléctica", que es aquella que declara que todas las doctrinas, métodos y concepciones son admisibles, porque cada una dice algo verdadero, importante o significativo. 3. La "actitud escéptica" podemos situada en tercer lugar, y es la que proclama que ninguna de las doctrinas, métodos o concepciones es admisible, y que, además, no puede encontrarse ninguna otra -doctrina, método o concepción- que lo sea. 4. Finalmente topamos con una cuarta posición que es la "actitud dialéctica", la que asume que, aunque todas las doctrinas, métodos o concepciones son admisibles en algunos aspectos, son defectuosas en algunos otros, de modo que urge bosquejar una "gran síntesis", que abarque y a la vez supere todas las particulares y limitadas doctrinas. Esta cuarta posición me parece que es, sin duda, la más animante.

"Hay que emplear el movimiento en busca de la sabiduría humana y el reposo o la meditación en busca de la sabiduría divina", decía hace más de dos siglos el pensador francés Joseph Joubert. Esta profunda máxima sigue siendo válida para aquellos que no están dispuestos a dejarse arrastrar sin más por el mundo que nos rodea.

Si volvemos la vista atrás, comprobamos que en la primera parte del siglo que se acaba, algunos desearon, esperaron y proclamaron el fin de la religión. Pero nadie ha podido dar pruebas fundadas de tal deseo, esperanza y proclamación. Y el anuncio de la muerte de Dios tampoco se hizo más verdadero por el hecho de haberse repetido una y otra vez. El teólogo Hans Küng, después de profundizar en el tema, afirma que, al contrario: "La insistente repetición de esta profecía, que evidentemente no se ha cumplido, ha sembrado en muchos de entre los mismos ateos la duda de que pueda en absoluto producirse el fin de la religión".

Ya sé que tu pregunta inmediata va a ser que exprese lo que entiendo por religión, y me adelanto a responder a tu pregunta con la definición que en su tiempo dio el historiador británico A. J. Toynbee, pues me convence: "Por religión entiendo la superación del egocentrismo, tanto en los individuos como en las colectividades, a base de entablar relación con la realidad espiritual allende el universo y poner nuestra voluntad en armonía con ella".

Los más prestigiosos expertos en sociología de la religión, desde Max Weber y Emile Durkheim hasta los contemporáneos, están de acuerdo: siempre habrá, al igual que arte, también religión. Y la religión seguirá siendo, pese a todos los cambios, de capital importancia para la humanidad.: sea preferentemente como factor de integración en la sociedad (pertenencia a una comunidad), en el sentido de Durkheim; sea más como elemento de orientación y valoración racional (instalación en un sistema interpretativo), en el sentido de Weber; sea directamente en favor de las relaciones personales e interhumanas, pero con formas sacrales, como apuntan Thomas Luckmann y Peter Berger; sea indirectamente en favor de las instituciones y estructuras sociales conservando sus formas sacrales, como señalan Talcott Parsons y Clifford Geertz; sea, en fin, que desempeñe una función orientadora e integradora a base de formar una elite de avanzadilla en las sociedades pluralistas, como plantea Andrew Greeley [HANS KONG. Ser cristiano, p. 70].

Ante el fenómeno de la sociedad actual, cada vez más secularizada, los sociólogos de la religión hablan, más que del ocaso de la religión, de su cambio de funciones. Hans Küng observa que es el control extensivo de la religión lo que ha remitido: la religión ejerce cada vez menos influencia directa en los ámbitos de la ciencia, la educación, la política, el derecho, la medicina y el bienestar social. Pero, ¿puede deducirse de ahí que el influjo de la religión en la vida del individuo y de la sociedad en general ha remitido en la misma medida? En lugar de control y tutela extensivos puede darse un influjo moral más intensivo e indirecto.

"Humanismo secular no es igual a ateismo secularista, mundanidad no se identifica con impiedad", dice Küng con fundado optimismo, al referirse al paradigma moderno.

Por una parte, el sociólogo americano de la religión Talcott Parsons, piensa que en el proceso de secularización no se trata tanto de un descenso general ni, mucho menos, de un ocaso de la religión, sino en primer lugar de un cambio de función. Pues en una sociedad que va haciéndose cada vez más compleja y diferenciada hay que desistir de la primitiva identidad de religión y sociedad. La religión cobra otro significado social y una nueva valoración individual. Y esto significa para la religión, no precisamente su ocaso, sino una nueva oportunidad. Las eternamente nuevas preguntas del hombre por el sentido de la vida, el dolor y la muerte, por los valores supremos y normas últimas para el individuo como para la sociedad, porque el "de dónde" y "adónde" del hombre y del cosmos, no solamente siguen en pie, sino que, a raíz de las catástrofes políticas y por el descenso de la fe en el progreso -más que descenso, desencanto-, se han agudizado enormemente. Desde hace más de dos décadas nos encontramos en vías de experimentar un nuevo cambio de época: de la modernidad a la posmodernidad, reconocible en que las fuerzas absolutizadas de la ciencia, la tecnología y la industria se relativizan progresivamente. Cada vez son más las personas que anhelan una auténtica trascendencia en la teoría y en la práctica: una auténtica superación cualitativa de la unidimensionalidad del pensar, hablar y obrar modernos hacia otra alternativa real, en la cual la relación del hombre con la naturaleza, con el prójimo, con la sociedad y, en suma, con la realidad última encuentre una realización nueva y más esperanzada. No podemos echar al olvido que las consecuencias de la posmodernidad son aún desconocidas en su totalidad. Sin embargo, algo que sí es palpable es que cada vez son más los creyentes que piensan con ilusión en una "tercera vía" en la que la religión no conserve todas las funciones de la religión tradicional, pero sí sus funciones centrales como son: conferir sentido, fundamentar normas, formar comunidad.

¿Sigues pensando en la posible existencia de una institución o de un grupo que sea el salvador, el "resto de Israel", el futuro único de la religión? No te quedes sólo con un punto de vista; escucha otras voces, ensancha tus horizontes. No te agarres a ninguna versión exclusiva. La fe cristiana es apertura, comprensión, entrega y confianza en el mensaje de la caridad, las bienaventuranzas, las obras de misericordia. Este mensaje es la única exclusiva.

Y volviendo a la tan temida, y parece ser que irreversible, secularización.¿Decir fenómeno de secularización es lo mismo que decir pérdida de la religiosidad? Bueno, podemos decir que tal fenómeno significa el proceso mediante el cual el pensamiento, la práctica y las instituciones religiosas pierden significado social.

No es ésta una situación insólita en la historia de las religiones sino que, con frecuencia, al desintegrarse una estructura religiosa, es sucedida por otra. No creo que me pase de optimista al pensar que lo que a lo largo de estas últimas décadas hemos vivido en la sociedad occidental es como una prolongada fase de transición entre un modelo de religión fuertemente institucionalizada y otro no tan institucionalizado, pero que no ha de entenderse como la desaparición final de todo interés religioso.

En su estudio de la religión y secularización, "Religion in secular society", Bryan Wilson insiste en un tema que me parece clave. "En la actualidad -dice, un sistema religioso no puede ser emocionalmente reconfortante, si no es intelectualmente satisfactorio". Es evidente que todos y cada uno, deseamos hallar un sistema de valores coherente y significativo, pero también son muchos quienes son contrarios a la ortodoxia eclesiástica por la debilidad de la teología cristiana tradicional. Y es que es cierto que las respuestas de los teólogos conservadores han sido siempre primordialmente casuísticas, evasivas y poco convincentes. En consecuencia, B. Wilson observa, que quienes hoy aceptan el cristianismo tradicional lo suelen hacer por razones distintas de la coherencia de su teología, o bien porque necesitan algún tipo de refugio contra el nihilismo y el secularismo, o porque están atados a la Iglesia por lazos personales o familiares.

Al hablar del fenómeno de secularización, me parecen especialmente interesantes las sugerencias que plantea Harvey Cox en su libro, "The secular city". El autor dice que, de hecho, lo que está ocurriendo en el Occidente moderno es la liberación por parte de la religión de los modos de pensamiento y acción mitológicos y cuasi mágicos, a la vez que la vida y la práctica religiosas se están despojando también de las formas eclesiásticas en las que habían quedado encerradas. Según su opinión, la "secularización" debe distinguirse del "secularismo", vocablo portador de una ideología o una cuasi religión de carácter dogmático, exclusivista e intolerante como suelen ser todas las ideologías. La secularización, por el contrario, es un término por el que se describe lo que está ocurriendo con la religión convencional en el mundo moderno y que, apunta Cox, es una continuación del proceso comenzado en la religión bíblica, mediante el cual la vida del hombre se va liberando de las tiranías sociales y de las falsas opiniones sobre el mundo.

Hay quienes afirman que la desaparición de la Iglesia en sus formas presentes constituiría la tragedia final de la vida religiosa de las personas; o que la religión llegaría a desaparecer si su organización no se apoya sobre la base de una sólida autoridad eclesiástica y dogmática. Tal opinión podrá ser muy consistente, pero demuestra una considerable, o total, falta de fe en el Dios que se proclama como "vivo". Si tal cosa ocurriera, podría ser entonces precisamente el final de la religión.

Fariseos de hoy en día

Como movimiento laico de varios miles de adeptos, con considerable influencia en una población total de medio millón de personas aproximadamente, los fariseos vivían mezclados entre los demás, pero organizados en comunidades compactas. Se consideraban a sí mismos los piadosos, los justos, los temerosos de Dios. Políticamente, los fariseos en tiempos de Jesús eran moderados, y en el cumplimiento de la ley gozaban de gran reputación.

Las prescripciones de pureza cultual y la obligación de los diezmos, para sustento del templo y de la tribu sacerdotal de Levi, tenían valor de precepto. Pero los fariseos, más allá de los preceptos, hacían voluntariamente otras muchas cosas. Se trataba de obras en sí no preceptuadas ni requeridas, sino complementarias, que podían capitalizarse para el momento en que al hombre le fuese tomada cuenta de sus culpas, para que así la balanza de la justicia divina se inclinase a su favor. Obras de penitencia, ayuno voluntario, limosna, puntual observancia de tres horas de oración cada día dondequiera que se estuviese, etcétera, eran medios especialmente aptos para equilibrar la balanza moral.

¿Hay muchas diferencias entre estas prácticas y lo que determinados grupos presentan hoy como lo genuinamente cristiano -salvando las distancias-? Sin embargo, Jesús, según parece, no dejó de tener conflictos con esta moral piadosa, en la que se toman los mandamientos tan al pie de la letra, con tan escrupulosa minuciosidad, que en torno a esos mandamientos divinos se tiene que levantar toda una entramada de ulteriores mandamientos para precaverse de los pecados que amenazan por doquier, para aplicados a las cuestiones más pequeñas de cada día, para decidir en cualquier momento de duda lo que es pecado y lo que no lo es. Uno debe saber exactamente a qué atenerse: hasta dónde es lícito caminar en sábado, qué se puede transportar, qué trabajos se pueden realizar, si se puede comer un huevo puesto en sábado, etcétera.

Se acumulan mandamientos sobre mandamientos, prescripciones sobre prescripciones, llegándose a crear un sistema moral capaz de abarcar la vida entera del individuo y de la sociedad. y un celo por la ley cuyo reverso de la medalla no podía ser más que un continuo temor al pecado, que por todas partes acecha.

Y es importante sobremanera, en todo momento -comenta Hans Küng-, el magisterio de los escribas, que se ocupan de la complicada aplicación de todos y cada uno de los mandamientos y están en situación de sentenciar lo que el hombre sencillo tiene que hacer en cada caso y en cada momento. Se trata, en suma, de una atomización, un empaquetado de cada uno de los momentos del día, de la mañana a la noche, en envolturas legales. "Casuística" es el nombre que más tarde se dio a esta técnica que tan bien manejaban los fariseos, quienes pensaban que se trataba de una técnica humanitaria, con la que realmente pretendían ayudar. Querían hacer practicable la Ley mediante una habilidosa acomodación al presente. Querían descargar la conciencia, dar seguridad. Su intención era definir exactamente hasta dónde se podía llegar sin pecar. Querían ofrecer salidas donde parecía imposible encontradas, excavar un túnel en la montaña de mandamientos acumulada por ellos mismos entre los hombres y Dios.

En algún momento de nuestra larga correspondencia te conté cómo en la primavera de 1974, a propósito de haberse publicado la carta del Fundador del Opus Dei, conocida como "El campanazo", los sacerdotes encargados de leerla y comentarla a los socios de la Obra, repetían una y otra vez, como una lección bien aprendida:

"La gente busca seguridades, y nosotros vamos a dárselas" (¿no puede ser esto un modo de ayudar a la mayoría a no ver lo que no quiere ver?). Y también ellos, como los fariseos de tiempos de Jesús, se mostraban implacables contra los que no observaban o no aceptaban las normas o directrices al pie de la letra, por considerar que éstos eran los que retardaban el advenimiento del Reino de Dios.

Jesús, sin embargo, no era ningún fanático de la Ley, a pesar de que él la recrudeció, como prueban las antítesis del Sermón de la Montaña: la simple ira ya era asesinato, el simple deseo adúltero ya es adulterio... (Mt. 5,21 s.).

Es cierto que el Jesús histórico vivió enteramente sujeto a la Ley en líneas generales, pero igualmente es cierto que nunca vaciló, cuando le pareció oportuno, en actuar de forma contraria a la Ley. Sin abolirla, se situó, de hecho, sobre la Ley.

Siguiendo los pasos de los exégetas más críticos, H. Küng destaca tres datos concretos de los Evangelios; tres situaciones puntuales en las que Jesús se sitúa sobre la Ley:

-Ninguna tabulización ritual: nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que mancha (Mc. 7,15; Mt. 15,11). Jesús no está interesado en la limpieza cultual y la corrección ritual. La limpieza ante Dios sólo la da la limpieza del corazón. Lo que, en definitiva, pone en tela de juicio es aquella distinción que servía de base al culto veterotestamentario y a todo el culto antiguo en general: la distinción entre un orden profano y otro sagrado.

-Ningún ascetismo basado en el ayuno: mientras el Bautista no come ni bebe, Jesús come y bebe (Mc. 2,19; Le. 18,12,14). Jesús no otorga especial valor a la mortificación, a la penitencia de autocorrección para ganarse la benevolencia de Dios y acumular méritos.

-Ningún escrúpulo ante el sábado: Jesús viola manifiestamente el descanso sabático (Mc. 2,23; Lc. 13,10-17). No se trata tan sólo de que admita excepciones a la regla; es que pone la misma regla en tela de juicio. Atribuye a los hombres una libertad radical frente al sábado con esas palabras, sin duda auténticas: el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc. 2,27). Para Jesús, ya no es el sábado objetivo religioso en sí; es el hombre el objetivo del sábado. Con lo cual, en definitiva, es al hombre mismo a quien de principio compete determinar cuándo guarda o no guarda el sábado. Y este criterio se extiende también a la observancia de los otros mandamientos. No se combate la Ley, pero sí se convierte al hombre, de hecho, en medida de la Ley.

A los fariseos del tiempo de Jesús se les echa en cara que pagan el diezmo de las especias, pero ignoran las grandes exigencias de Dios en pro de la justicia, el buen corazón y la lealtad: filtran el mosquito y se tragan el camello (Mt. 23,33). Que cumplen minuciosamente las prescripciones de purificación, mientras su propio interior está sucio: sepulcros bien encalados por fuera, pero llenos de huesos de muerto por dentro (Mt. 23,25-28). Que alardean de un gran celo misionero, pero corrompen a los hombres que ganan para su causa: prosélitos que, por doble motivo, se hacen dignos del averno (Mt. 23,15). Y, finalmente, que dan dinero a los pobres, que observan escrupulosamente las horas de oración, pero que toda su piedad únicamente está al servicio de su afán de prestigio y de su vanidad: una teatralidad que ya ha recibido su paga (Mt. 6,1-18).

En buena parte, también valen para los fariseos -los de ayer y los de hoy- los reproches que Jesús dirige a los escribas: buscan honores, títulos y reverencias (Mt. 23,5-12). Alzan mausoleos a los profetas del pasado y matan a los del presente (Mt. 23,29-36). Y, finalmente, llegamos a plantearnos la pregunta clave: ¿qué tiene en el fondo Jesús contra este tipo de religiosidad? La respuesta es que él no anuncia un reinado de Dios que el hombre pueda instaurar, edificar, organizar o imponer mediante una observancia exacta de la Ley. Jesús anuncia un reino instaurado por la acción liberadora y letificante de Dios.

Jesús no se muestra partidario de la casuística farisea, porque, con esta técnica cada pecado queda aislado: en lugar de las falsas actitudes, tendencias y convicciones de fondo, se trata en primera línea de las desviaciones morales concretas (una moral de formulario). Los actos singulares son registrados y catalogados: en cada mandamiento, faltas graves y leves, pecados de debilidad y pecados de malicia. La dimensión profunda del pecado no sale a la luz.

Jesús elimina la casuística, apuntando directamente a la raíz: no sólo es asesinato el acto de matar, sino el propio sentimiento de ira; no sólo es adulterio el acto de adulterar, sino que basta el deseo adúltero; no sólo es perjurio el acto de jurar en falso, sino una palabra no verdadera. Jesús no tiene ningún interés en catalogar los pecados y, en definitiva, no reconoce más que uno solo: el pecado contra el Espíritu Santo (Mc. 3,28). Sólo es imperdonable el rechazo del perdón (Mt. 11,20-24).

También los fariseos tenían muy presente la idea del mérito, por medio del cual el pecado queda compensado: al peso del pecado se contrapone el peso de los méritos, pudiendo éstos llegar incluso a anular el primero. "En esta compensación de pérdidas y ganancias, lo que en definitiva importa -comenta con ironía Küng- es que al final no se cause déficit, sino que se haya capitalizado para el cielo la mayor cantidad posible de méritos."

Volviendo a los Evangelios, para Jesús no hay mérito (Lc. 17,10). El cómputo de méritos no desempeña ningún papel, como drásticamente muestra la parábola de los jornaleros de la viña (Mt. 20,1-15). Lo decisivo son las reglas de la misericordia divina, la cual, da a cada uno lo máximo; siempre más de lo que merece. El hombre debe así olvidar lo bueno que ha hecho (Mt. 6,3). Incluso se le recompensará aun cuando piense que él no ha merecido nada (Mt. 25,37-40). El profundo sentido del discurso sobre el salario es que Dios recompensa realmente. Quien habla de mérito mira a su propio rendimiento; quien habla de recompensa, a la fidelidad de Dios.

Por la casuística y el concepto del mérito se minimiza el pecado, y quien lo practica se vuelve acrítico consigo mismo: pagado de sí, autosuficiente, presuntuoso. Y en consecuencia: hipercrítico, injusto, duro y despiadado con los otros; los "pecadores", los que no son como él. De ahí el reproche de hipocresía que Jesús dirige continuamente a los fariseos. Es su alambicado moralismo y su sofisticada técnica de piedad lo que se interpone entre Dios y los hombres. No son los publicanos deshonestos quienes encuentran mayores dificultades de conversión, sino los piadosos, los seguros de sí mismos. Ellos fueron los peores enemigos de Jesús, y a ellos, no a los "pecadores", se aplican la mayoría de los discursos condenatorios de los Evangelios.

Como en tiempos de Jesús, en la actualidad podemos comprobar que también hay dos tipos posibles de religión: la religión ontológico-cultualista y la ético-profética. La salvación que ofrece el primer tipo es individual; los individuos se pueden salvar por vía mistérico-litúrgica, mediante la identificación cultual con un Dios. El segundo tipo exige del hombre una realización de justicia y amor. El puesto que en las religiones de misterios tiene el culto, lo tiene aquí el amor que hace la justicia. San Pablo habla claro de "la fe que activa por la caridad" (Gálatas 5,6). Por eso, una religión ontológico-cultualista, que no es primordialmente ético-profética, no es religión verdadera.

En la concepción de un cristianismo genuino, el culto es para el amor y la justicia, y no al contrario. El culto es expresión del amor y la justicia vividos, o son plegaria a Dios en demanda de la "gracia" que convierta nuestro corazón al amor y a la justicia. No se puede amar a Dios invisible, si no se ama al hombre visible, con las obras patentes del amor.

Manga ancha en las finanzas, una constante

En el transcurso de nuestra correspondencia, ya hemos hablado, al menos en una ocasión, del tema de las finanzas en el Opus Dei, dejando claro que, allí dentro, la inmensa mayoría no teníamos ni idea de qué iba el asunto. Pero como, aproximadamente, cada década salta a la palestra un nuevo escándalo financiero en el que destacados miembros de la Obra aparecen como protagonistas, de nuevo planteas el asunto; esta vez lo haces a propósito del último gran affaire de la década de los noventa, que ha sido el de la Fundación General Mediterránea.

"El Opus siempre ha utilizado una opaca estructura de sociedades financieras -asegura J. Ynfante, el autor que más ha hurgado en el tema de los dineros del Opus-, a través de las cuales ha movido el dinero de las empresas o sociedades que controlan o gestionan miembros del Opus Dei. La red llegaría a estar tan enmarañada que incluso los propios miembros desconocían donde terminaban las ramificaciones".

Según el mismo autor, la Obra llegó a crear durante los años cincuenta y sesenta hasta tres estructuras financieras diferentes al servicio de sus empresas patrimoniales o "sociedades auxiliares". La primera de ellas estaba relacionada con su banco más conocido, el Banco Popular Español. La segunda era, la creada al calor de los movimientos de fondos de Esfina y sus ramificaciones financieras, abarcaban desde el Banco Atlántico y Bankunión al Banco Latino y llegaban a desembocar en la Fundación General Mediterránea y Rumasa. Finalmente, una tercera trama financiera era la que. permanecía más oculta y que correspondía al aparato interno de la Obra, cuyos hilos se movían desde Roma, estando situada en el extranjero, preferentemente en Suiza y en otros países considerados como paraísos fiscales, llegando a utilizar también el Instituto para las Obras de Religión, que ejerce funciones como Banco oficial del Vaticano. [JESÚS YNFANTE, Opus Dei, pp. 274 y 275.]

Ynfante dice que, cuando llegaron los escándalos financieros, como los provocados por sociedades como Matesa o Rumasa, después de descubrirse una cadena ininterrumpida de apropiaciones indebidas, malversaciones de caudales públicos y estafas, las investigaciones judiciales reconocieron que las finanzas internas del Opus Dei se asemejaban a un iceberg sin fronteras donde la parte sumergida quedaba cada vez más fuera del alcance de las jurisdicciones nacionales, con una estructura parecida a la de una multinacional con sucursales múltiples

El último escándalo financiero, que afectó a más de un centenar de sociedades pertenecientes al Opus Dei, es el de la FGM (Fundación General Mediterránea). Desde noviembre de 1992 comenzaron a surgir graves problemas de tesorería en este grupo financiero en España. Aunque está todo interpenetrado, no se trataba del Banco Popular Español sino del tentáculo financiero montado durante los años sesenta a partir del Banco Atlántico y de Bankunión. Era la FGM, que se encargó durante algún tiempo de las actividades "artísticas" del Opus Dei, es decir, que se ocupó de la colecta y de donaciones en obras de arte, con casi un centenar de sociedades dependientes, la que se encontraba al borde de la ruina.

La FGM se había reciclado en las finanzas paralelas. Junto con el charitable trust inglés The Kranek Foundation y de la fundación suiza KW Stiftung, la Fundación General Mediterránea se dedicó a actuar clandestinamente como banco dentro del grupo financiero del Opus Dei recaudando fondos, sin ningún control por parte de las autoridades monetarias, por medio de imposiciones de capital a plazo de tres meses, seis meses y un año, además de un 7,5 por 100 de interés fijo sin retenciones ni deducciones fiscales. Cuando ya no bastaron las imposiciones a plazo fijo, a medida que aumentaron las demandas de liquidez por parte de las sociedades del grupo, éstas fueron convertidas en documentos que reflejaban compras de las mismas sociedades del grupo, con igual opacidad fiscal y los mismos intereses pactados. Pero aquellas maniobras no podían durar demasiado tiempo; la situación financiera llegó a ser insostenible, al borde del descalabro.

Se trataba de una crisis de liquidez que amenazaba a la FGM con el cierre. El agujero patrimonial se calculaba a finales de 1992 en unos 20.000 millones de pesetas aproximadamente.

Para evitar el escándalo que suponía declarar una suspensión de pagos, los miembros del Opus Dei responsables, decidieron en agosto de 1993, ceder la gestión del grupo FGM en quiebra a José María Ruiz Mateos y dos años más tarde, en abril de 1995, los propios miembros del Opus Dei presentaron en el juzgado una demanda contra Ruiz Mateos, una "hábil maniobra jurídica que ayudaba a enterrar el caso judicialmente", según comenta Ynfante.

Pero un numeroso grupo de accionistas de las sociedades del mencionado grupo reaccionó en julio de 1995 presentando una querella criminal por los delitos de estafa, apropiación indebida, encubrimiento con ánimo de lucro y alzamiento de bienes no sólo contra J .M. Ruiz Mateos sino también, entre otros, contra Pablo Bofill Quadras, numerario del Opus Dei, a quien consideraban el principal responsable.

El quebranto causado por estos escándalos en el prestigio e imagen de la Obra resulta incalculable. La querella criminal menciona textualmente "que el reconocimiento y consideración de buena parte de los perjudicados hacia la organización católica conocida como Opus Dei fue determinante para obtener la confianza ciega de los mismos". Es decir, que en las maniobras financieras realizadas por la FGM, al margen de la legalidad vigente, en la búsqueda desesperada de fondos para sufragar los cuantiosos gastos causados por el propio funcionamiento del aparato burocrático del Opus Dei, existía ánimo de lucro y voluntad de engañar, como ha podido constatarse en 1995, actuando de víctimas propiciatorias quienes creyeron en las saneadas finanzas de la Obra.

Me causa profunda impresión el releer la especie de premonición que Yvon Le Vaillant escribió en mayo de 1966 en Le Nouvel Observateur refiriéndose a destacados miembros de la Obra: "Estos hombres son los nostálgicos de una sociedad teocrática: quisieran ser los caballeros, la aristocracia de una nueva "cristiandad", es decir, de una sociedad cuya organización total, política, económica, etcétera, se hiciera en función de su religión. Pero hay mucha gente que piensa que el fin de esta aventura será estruendoso y risible. La mística, si alguna vez la ha tenido, se degrada con la política y las finanzas, y la fe ingenua de los primeros días se ha convertido extrañamente en una especie de integrismo a la americana".

En esta misma línea, dos años antes de que el periodista francés lanzara esta "premonición", Urs von Balthasar, en un artículo publicado en 1964, hacía a los miembros de la Obra una pregunta a la que, en aquel entonces, no se dignaron responder, y que se les podría seguir formulando hoy, treinta y tantos años después, porque el mismo interrogante sigue en pie: "¿En qué consiste vuestra espiritualidad?", preguntaba el teólogo suizo, y a continuación, se hacía la siguiente reflexión: "Cuan terriblemente importante resulta contestar en la actualidad a la misma, dado que una nueva forma de vida de "comunidad universal" ha sido reconocida y autorizada por la Iglesia, una forma de vida que ha de servir de ejemplo al mundo en asociar lo que parecía inconciliable, ser totalmente espiritual y totalmente del mundo, vivir ante la Iglesia y ante el mundo los consejos evangélicos y estar totalmente orientado hacia el mundo. Vosotros representáis el mayor de estos Institutos. Por ello, las miradas convergen sobre vosotros".

¿En esto consiste -pregunto yo- el ser totalmente espiritual y totalmente del mundo, o como decíamos en mis tiempos, "ser contemplativos en medio del mundo"? Y es que no podemos echar al olvido que en el fondo, no son ni tan siquiera los políticos quienes nos gobiernan (la política, las más de las veces, es la intriga, la conspiración, el pequeño escándalo). Quienes nos gobiernan realmente son los financieros; el poder económico y financiero es el poder real, el que gobierna y dirige las políticas de los Gobiernos. El único poder organizado es el poder financiero y económico, a quien en el fondo todo le da igual: religión, ideología, cultura, idiomas, costumbres, todo.

Y los miembros del Opus Dei que participan en las altas esferas del poder económico y financiero, ¿hacen algo que sea distinto de lo que hacen los otros, los que no se consideran "totalmente espirituales"? ¿Acaso, han transformado, en lo más mínimo, este máximo poder? Por esto digo, que después de treinta y tantos años, la pregunta del teólogo suizo, sigue en pie: ¿En qué consiste, o mejor, en qué se traduce vuestra espiritualidad?

La norma suprema

Me reprochas, con cierto tono escandalizado, que en mis últimas cartas cite en reiteradas ocasiones al teólogo Hans Küng, cuando se trata de un personaje desautorizado por el actual poder eclesiástico, debido a que su pensamiento se acerca demasiado en algunos puntos al de los protestantes. De acuerdo que Küng pretende volver a una especie de democracia de la fe, de la participación y que, en definitiva, aboga por una vuelta a los orígenes, planteamiento que viene a ser hueso duro de roer para una institución cuya tradición secular está hecha justamente de lo contrario. Pero nadie puede negarle que ha ayudado a muchos creyentes a profundizar en la fe y en el compromiso cristiano.

¿Traiciona H. Küng el depósito de la fe y se abandona a la demagogia, como algunos, a su vez demagogos, dicen? La verdad es que su libro, "Ser cristiano", me parece un trabajo profundo, serio y lleno de gancho; idéntica impresión tuve con la lectura de "¿Dios existe?", y lo mismo tengo que decir de "El cristianismo y las grandes religiones". A pesar de que en un principio comencé a leer a Küng con cierta prevención, ya que en los finales de los sesenta y comienzos de los setenta me habían inculcado que este profesor suizo era el máximo provocador en la animación de los teólogos para que prescindieran del magisterio de la Iglesia y adoptaran posturas contestatarias a tope. Y es que, de hecho, es cierto que en los comienzos de los setenta escandalizó con su libro "¿Infalible?", en el que cuestionaba la infalibilidad pontificia, y en 1971 levantó ampollas en el mundo católico con su "¿Por qué sacerdotes?", en el que ponía en cuestión la necesidad del ministerio sacerdotal en nuestro tiempo.

Resumiendo, he de decirte que, de acuerdo, que la postura de Küng se ha ido radicalizando gradualmente. Sin embargo, y a pesar de los pesares que queramos apuntar, hay que reconocer que sigue siendo uno de los más prestigiosos y conocidos teólogos católicos del mundo, porque lo que dice en sus libros, artículos y conferencias continúa siendo válido para todos aquellos que desean abrir perspectivas de ascenso y perfectibilidad humanas; para todo aquel que aspire a ser profundamente moral.

¿Resulta escandaloso que se acuse al Sumo Pontífice de emplear métodos "absolutistas medievales", de haber dilapidado la "imagen de misericordia" inherente al papado, y además, anime a los obispos a que desobedezcan y se rebelen contra las consignas de un Papa "convertido al absolutismo pontificio medieval"? Sólo se me ocurre responder que, así y más duros han sido en no pocas ocasiones los profetas, aunque también reconozco -supongo que por lo mismo-, que su postura es impactante.

Los cristianos proféticos, es decir, los que han configurado nuevos movimientos en la Iglesia, normalmente han encontrado una oposición dentro de ella; han causado conflictos y ellos mismos han sido los primeros que los han sufrido. Lo único que diferencia al profeta del "hereje" es que el primero se mantiene dentro de la Iglesia, y desde dentro de la misma motiva la contradicción clarificadora. La historia del profetismo dentro de la Iglesia muestra que el cuerpo eclesial no avanza sin que en un primer momento exista una negación de algo intraeclesial. El que la Institución pueda integrar ese nuevo avance motivará que el profetismo no se convierta en herejía. Y como ejemplo evidente te recuerdo el caso de Teresa de Ávila (Santa Teresa de Jesús), las 55 religiosas que votaron por ella y Juan de la Cruz. Todas ellas y él tuvieron el valor, por espacio de 12 años, de mantenerse erguidos contra Roma, a riesgo de un anatema y de la excomunión, antes de que fuese aceptada su Reforma del Carmelo.

Y es que, si echamos una rápida ojeada a la historia, vemos que el fenómeno de la condena de los precursores es una constante en todas las sociedades y también, por supuesto, en la Iglesia.

"El considerado hereje es -apuntaba el maravilloso Jean Guitton-, aquel que se adelanta a su tiempo, el que tiene razón demasiado pronto." Visto desde nuestros días, por descender al caso concreto, el modernismo condenado por el papa Pío X en la encíclica "Pascendi" como una herejía, aparece en el Concilio Vaticano II como la doctrina y el método de la Iglesia. Dicho de otro modo: los modernistas de 1906 son como los precursores de los años sesenta.

"Pero entonces, ¿a qué atenerse?" Recupero esta insistente pregunta de una de tus recientes cartas, para responder que, la "regla de oro" se encuentra en las lúcidas palabras del Sermón de la Montaña (Mt. 7,12; Le. 6,31): "Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos". Como verás, la atención y la respuesta de Jesús se centra en el singular hombre concreto.

La voluntad de Dios es la norma (Mt. 26,42; Le. 22,42). El que cumple la voluntad de Dios, ése es el hermano suyo y hermana y madre (Me. 3,25). No decir "¡Señor, Señor!", sino poner por obra el designio del Padre, eso lleva al Reino de los cielos (Mt. 7,21; Mt. 21,28-32). Todo el Nuevo Testamento lo confirma: la norma suprema es la voluntad de Dios.

Hacer la voluntad de Dios. Siguiendo la reflexión del citado Küng, la verdadera radicalidad de la expresión sólo se capta si se reconoce que, la mencionada voluntad de Dios, no se identifica con la ley escrita y muchísimo menos con la tradición interpretativa de la Ley. [HANS KÜNG, op. cit., p. 304].

Si es cierto que la Ley puede expresar la voluntad de Dios, también lo es que puede convertirse en un modo de parapetarse tras ella en contra de la voluntad de Dios. La Ley conduce fácilmente así a una actitud de legalismo.

No cabe duda de que toda ley otorga seguridad, ya que cada cual sabe con ella a qué atenerse, que no es otra cosa que lo exactamente establecido: se trata de hacer sólo lo que está mandado, y lo no vedado está permitido.

Las ventajas del legalismo son innegables, y por eso es fácil de comprender que muchos hombres prefieran atenerse a una ley antes que tomar una decisión personal; que deseen contar con límites bien trazados. Así, por ejemplo, si el adulterio está legalmente prohibido, no por ello está prohibido todo lo que al adulterio conduce. Y si también lo está el perjurio, no por ello lo están las distintas formas de insinceridad. Lo que pienso en mi interior, lo que quiero en mi corazón, es cosa mía.

Es a esta actitud legalista a la que Jesús asesta el golpe de gracia. El hombre no se encuentra respecto a Dios en una relación jurídica codificada en la que su propio yo pueda mantenerse al margen. No debe situarse el hombre ante la ley, sino ante Dios mismo: ante lo que Dios quiere personalmente de él.

Lo que constituye la religión es un sentido de comunión con la divinidad, junto con el respeto, temor y adoración que ella inspira. La humanidad niña o débil necesita imágenes con que vestir esa visión, y así crea ritos y acepta dogmas, mitologías y teologías. Pero la religión verdadera es algo más profundo, fundado en la roca inconmovible de la experiencia directa.

A este tomar radicalmente en serio la voluntad de Dios es a lo que tiende el sermón de la montaña, sermón que a lo largo de la historia no ha cesado de constituir un reto para los cristianos y no cristianos. ¿Cuál es el sentido de estos aforismos en los que Mateo y Lucas reúnen las exigencias éticas de Jesús?

El mensaje de Jesús no es una suma de preceptos. La donación, el regalo, la gracia preceden a la norma y la exigencia. Todos están llamados, a todos les brinda la salvación sin méritos previos y las promesas de bienaventuranza son para los desventurados. También dice Jesús que no hay conversión sin cumplimiento de la voluntad de Dios, sin buenas obras, sin actos de amor: corazón y acción no se pueden separar. Las exigencias de Jesús, como el amor al prójimo, están motivadas fundamentalmente por la voluntad y esencia de Dios. En el Sermón de la Montaña no se piden actos extraordinarios, heroicos, sino actos muy corrientes de amor. Los provocativos ejemplos de este famoso Sermón (Mt. 5,39-41) no quieren marcar una acotación legal. Las exigencias de Dios apelan a la liberalidad del hombre, apuntan a un más, o sea, a lo incondicionado, a lo ilimitado, al todo. No sólo reclama lo exterior, lo controlable, sino lo interior, lo incontrolable, el corazón del hombre. No sólo espera sanos frutos, exige el árbol sano (Lc. 6,43 sigui.; Mt. 7,16-18). No sólo el obrar, también el ser. San Agustín lo expresó en sus tiempos de madurez con su tan citada frase: "Ama y haz lo que quieras". En nuestro siglo, el escritor Albert Camus apunta hacia lo mismo cuando dice: "Hace falta haber encontrado antes el amor que la moral".

Las sorprendentes antítesis del Sermón de la Montaña, poniendo la voluntad de Dios frente al derecho, no quieren significar más que esto, que no solamente van contra la voluntad de Dios el adulterio, el perjurio y el asesinato consumado, sino también el deseo adúltero, el pensamiento insincero y la actitud hostil, cosas todas ellas que la Ley no puede abarcar. El mensaje clave, en fin, es que con la mirada puesta en lo definitivo y último -el reinado de Dios-, se espera del hombre su transformación radical; una integral orientación de la vida del hombre hacia Dios, un corazón indiviso que no sirva a dos señores, sino a un único Señor.

Espero que esta honda reflexión ayude a dar respuesta válida a tu pregunta: "Pero entonces, ¿a qué atenerse?".

Humanidad, sobre todo

A pesar de haberte repasado y meditado el Sermón de la Montaña, sigues considerando difícil llegar a descubrir la voluntad de Dios para contigo. ¿No será que te has acostumbrado a que sean otros quienes te digan en qué consiste esa voluntad de Dios, pero que tú nunca te has puesto, de verdad, a descubrirla? Antes de continuar mi carta te recuerdo que, aprender a andar es comprender que quien no se obedece a sí mismo es gobernado por otros. Es más fácil, mucho más fácil, obedecer a otro que gobernarse a sí mismo. Lo que uno tiene que plantearse en serio es si quiere gobernarse a sí mismo o si desea que sean otros quienes le gobiernen.

¿Has leído con calma el Nuevo Testamento? Ahí Jesús nos lo deja todo bien claro, siempre que abramos generosamente los ojos para ver, la cabeza para entender, el corazón para sentir. Podemos darle un repaso y comprobarás que la voluntad de Dios se manifiesta inequívoca y con toda claridad.

En primer lugar vemos que Dios no desea otra cosa que el beneficio del hombre; su verdadera grandeza, su auténtica dignidad. La voluntad de Dios, de la primera a la última página de la Biblia, apunta a la "salvación" de los hombres. Es una voluntad que salva ayudando, sanando, liberando. Dios quiere, la vida, la libertad, la paz, la salvación, la gran felicidad última del hombre, en cuanto a individuo y en cuanto a colectividad. En ningún momento Dios es visto sin el hombre, ni se ve al hombre sin Dios, de lo que hemos de deducir que no podemos estar a favor de Dios y en contra del hombre; que no se puede querer ser piadoso y comportarse de forma inhumana.

"Ve primero a reconciliarte con tu hermano, vuelve entonces y presenta tu ofrenda" (Mc 5,23). ¿Qué se encierra en esta frase? Que la reconciliación y el servicio cotidiano al prójimo tiene prioridad sobre el servicio divino y la observancia del calendario cultual. Que el propio hombre pasa a ocupar el lugar del ordenamiento absolutizado de la Ley: humanidad en lugar de legalismo, institucionalismo, juridicismo, dogmatismo.

Las indicaciones de Dios no quieren más que ayudar y servir al hombre. Nadie puede, por tanto, tomar en serio a Dios y su voluntad si no hace lo mismo con el hombre y su bien. La ofensa a la humanidad del hombre cierra el paso al verdadero servicio de Dios. La humanización del hombre es presupuesto del verdadero servicio de Dios.

El amor al prójimo está continuamente presente en el mensaje de Jesús, y como en el amor es más importante el obrar que el simple decir, no son las palabras sino las acciones las que demuestran si existe el amor. "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente; éste es el mandamiento principal y el primero" (Mt. 22,37). Y, ¿cuánto debo amar al prójimo? Jesús da una respuesta lapidaria y absoluta: "Como a ti mismo" (Mt. 22, 39). Este doble mandamiento asocia el amor a Dios y el amor al hombre en unidad indisoluble. Desde entonces resulta imposible jugar la carta de Dios en contra del hombre y viceversa.

Para nosotros, egoístas por naturaleza, esto significa un giro radical: asumir el punto de vista del otro, tratar al prójimo como quisiéramos ser tratados por él (Mt. 7,12). Se trata, ante todo, de enderezar el propio yo hacia el otro, de estar vigilante, abierto y dispuesto a favor del prójimo, de estar pronto a ayudarle sin condición de ningún tipo. Y ante la propuesta de, ¿quién es mi prójimo? Jesús responde que no es mi prójimo solamente quien está cerca, desde un principio, más cerca de mí: los miembros de mi familia, de mi círculo de amigos, de mi clase social... Prójimo puede serio también el extraño, el más extraño, todo el que llega. Bien claro lo dice el relato del buen samaritano: prójimo es todo el que en este momento me necesita (Lc. 10,29-37). En la parábola se insiste en la urgencia con que de mí se espera el amor en el caso concreto, en la necesidad del momento, más allá de las reglas convencionales de la moral. La parábola reclama un comportamiento activo y creador, una acción decidida y espontánea.

Jesús aparece en los Evangelios como un hombre verdaderamente amoroso: que toma en brazos a los niños (Mc. 10,13,16), que se deja ungir con perfume por mujeres (Lc. 7,36-50), se siente especialmente ligado por amor a Lázaro y a sus hermanas (Lc. 10,38-42) y a sus discípulos los llama amigos (Jn. 15,13-15). Su amor no es un amor egoísta, que sólo busca el propio provecho, sino un amor verdaderamente humano, fuerte, que busca el bien del otro con alma y cuerpo, de palabra y de obra. En el amor verdadero todo deseo se hace don, no posesión.

Jesús lo muestra así en las acciones más corrientes de la vida cotidiana: el puesto que uno escoge en el banquete (Lc. 14,7-11), el que no condena sino que juzga con misericordia (Lc. 6, 36 sigui.; Mt. 7,1), el que se cuida de decir la verdad sin reservas (Mt. 5,37).

Después de meditar a fondo los Evangelios, el heterodoxo Hans Küng sintetiza el mensaje de amor de Jesús en tres frases programáticas que me parecen fundamentales: "Amor quiere decir perdón, amor quiere decir renuncia y amor quiere decir servicio".

-La disposición al perdón sin límites -el perdón suelta todos los nudos y deja la historia abierta para nuevas ascensiones es una nota característica de Jesús: siete veces, no; setenta veces siete. Es decir, siempre, hasta el infinito (Mt. 18,22; Lc. 17,4). Hay que perdonar siempre, por principio.

-La renuncia voluntaria sin contrapartida es nota característica de Jesús. Renuncia a ciertos derechos en favor del otro: acompañar dos millas al que me fuerza a caminar una (Mt. 5,41). Renuncia al poder a propia costa; dejar también la capa a quien me quite la túnica (Mt. 5,40). Renuncia a la réplica violenta: volver también la mejilla izquierda a quien me abofetea la derecha (Mt. 5,39).

-También es nota característica de Jesús el servicio desinteresado. Es significativo que la recomendación de Jesús sobre el servicio sea siempre la misma, aunque transmitida con diferentes formulaciones: el que sea el primero, sea el servidor de todos (Mc. 10,43 y ss.). Es una llamada al servicio, tanto de los superiores hacia los inferiores como al revés, es decir, el mutuo servicio de todos.

Todo el comportamiento de Jesús responde a su predicación, y con su palabra y su acción siempre se volvió hacia los débiles, los enfermos, los abandonados, y con su fortaleza, a todos ellos les brindó una oportunidad de ser hombres. Estuvo al lado de los que realmente son pobres: de los que pasan hambre, de los que se quedan cortos, de los que están al margen, de los que andan retrasados, de los rechazados y oprimidos de este mundo.

A los ricos, que amontonan riquezas que la polilla y la carcoma echan a perder, a esos ricos que ponen su corazón en las riquezas, los juzga Jesús de detestables (Mt. 6,19-21). El éxito, la elevación social, no tiene sentido para él: a todo el que se encumbra lo abajarán y al que se abaja lo encumbrarán (Le. 14,11). Es menester decidirse, no se puede tener dos dioses.

Dondequiera que los bienes se interpongan entre Dios y el hombre, donde quiera que uno sirva al dinero haciéndolo su ídolo (Mt. 6,24), ahí se aplica el "¡ay de vosotros, los ricos!". Pero también advierte que el pequeño criado puede ser tan duro de corazón como el gran rey (Mt. 18,23-35). Jesús no propaga el desposeimiento de los ricos. No reclama la venganza contra los explotadores, la opresión de los opresores, la expropiación de los expropiadores, sino la paz y la renuncia a la fuerza. Ni tan siquiera exigió a todos sus seguidores la renuncia a sus propios bienes. Algunos de sus más próximos -Pedro, Marta y María- tenían casa propia, él mismo aprueba que Zaqueo reparta sólo la mitad de sus bienes (Lc. 19,8), y lo que pide al joven rico para poder seguirle, no lo pide a todos de manera sistemática y en cualquier situación (Mc. 10,17-22). Sin embargo, lo que sí pide a todos es la "pobreza de espíritu", que es la actitud fundamental de una vida sobria, sin pretensiones, sin arrogancia ni presunción, sin inquietud desmedida por lo económico y material. La pobreza de espíritu es la libertad interior de los bienes propios, que debe realizarse de distinta manera en las distintas situaciones. Pero, eso sí, siempre de tal modo que los valores económicos no sean los valores supremos, que rija una escala de valores en la que impere "primero el Reino de Dios y luego todo lo demás" (Mc 6,33). Y cuando este punto de referencia comienza a estar claro, también empezamos a vislumbrar que todo hombre se encuentra siempre ante Dios y ante los hombres como un "pobre pecador", como mendigo que necesita misericordia y perdón.

Si crees, sinceramente, que el Opus Dei puede ayudarte a descubrir y vivir la voluntad de Dios tal y como indican los Evangelios, tira para adelante, no lo dudes. Por mi parte, he de decirte que identificar la voluntad de Dios con tanto mundo de apariencias, reglamentos, normas, órdenes, directrices y ciegas obediencias, me fue imposible; me cortaban la respiración, me ahogaban.

Pienso que la educación espiritual tendría que ocupar, seguir ocupando, un lugar importante. Pero no como una educación religiosa "orientada", o mejor dicho, "teledirigida" -que es lo que trato de criticar-, sino más bien destinada a abrir al individuo a las grandes corrientes universales de la espiritualidad. Estoy convencida de que un pensamiento religioso es auténtico, cuando es universal por su orientación.

Los distintos Cristos y el Cristo real

Como de ser limitados no nos escapamos nadie, a la hora de dar cuerpo a nuestras creencias, cada uno, según sus entendederas, ofrece su propia versión, a veces muy distintas una de otra. Recuerdo a una numeraria -dejó de serio después de 20 años de militancia-, que comentaba con cierta desesperación, al referirse al grueso de las numerarias que la rodeaban: "Lo que me une a estas mujeres es el amor a Jesucristo, y a veces pienso que amo a otro distinto". Efectivamente, en la práctica del cristianismo podemos distinguir distintos Cristos. H. Küng habla, entre otros, de los Cristos siguientes: el de la piedad, el del dogma, el de los "entusiastas", el de los literatos y, por fin, el Cristo real. Contando con nuestra limitación, tal vez lo importante sea dar con el Cristo que mejor nos vaya para nuestro desarrollo personal y humano.

Las experiencias cristianas del único Cristo pueden ser muy distintas. Hay cristianos que desde muy pronto han conocido a Cristo como el piadoso y siempre amable divino Salvador. Otros lo han conocido como el gran Caudillo. Otros se han sentido tocados por su dulce y humilde corazón, hasta el punto de hacer del Corazón de Jesús el nombre propio de Cristo. Para muchos, el nombre de Jesús no evoca, durante toda su vida, otra cosa que los días de Navidad. Otros, finalmente, sólo piensan en el Hijo divino de una madre virgen, amabilísima, mucho más humana y cercana a nosotros.

¿Cuál de las imágenes de Cristo es la verdadera?

El Cristo del dogma, lleva a adorar a Dios como divinidad más que a imitarle como hombre terreno; el Cristo de los "entusiastas", del movimiento pentecostal y de los carismáticos, lleva al canto de alabanza y al pietismo; el Dios de los literatos y de los poetas, descubre horizontes del lenguaje y de la imagen que permiten traducir, transponer y comprender de forma nueva el acontecimiento de Jesús. Pero, ¿cuál es el Cristo real? Küng responde:

"En realidad, el Cristo de los cristianos es una persona muy concreta, humana, histórica: el Cristo de los cristianos no es otro que Jesús de Nazaret. Es por esto por lo que el cristianismo se basa esencialmente en la Historia, y la fe cristiana es esencialmente una fe histórica".

La fe cristiana es una entrega incondicional y un abandono confiado del hombre entero, con todas las fuerzas de su espíritu, al mensaje cristiano y al que en él viene anunciado; es decir, un acto de entendimiento, de la voluntad y del sentimiento, una confianza que incluye una aceptación intelectual.

Küng concluye diciendo que "sólo un creer y saber conjuntos, es decir, un saber creyente y un creer sapiente, son hoy capaces de aprehender al verdadero Cristo en toda su amplitud y profundidad" .

Personalmente pienso que, cualquier medio -institución, dirección espiritual, comunidad, guru- que te ayude a acercarte a este Cristo real, es válido. Lo realmente importante es que tengas claro este punto de referencia de lo que el Cristo real es.

Conversión por el amor

No sé si el empeño es tuyo o si te lo han contagiado, pero de cualquier forma, me pregunto: ¿Por qué esa manía de querer poner puertas al campo? Y además, en tu última carta me repites tantas frases hechas ya por mí archiconocidas: que "gracias a su constante vigilancia en la Iglesia perdura la pureza de doctrina", que "sigue habiendo mucha confusión", que "en el terreno doctrinal no se pueden hacer concesiones", que "es preciso permanecer vigilantes y atentos"... ¿Pero es que nunca has detectado que toda esa pretendida y presumida perfección se convierte, a menudo, en una espada fría y peligrosa?

Si te notara totalmente convencida de lo que me dices, no me molestaría en escribirte, pero como te veo con ganas de contrastar opiniones para conseguir así aclararte, siguiendo el hilo de tu comunicación, te cuento mi modo de ver las cosas que me explicas.

Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia no define ya a la fe como un conjunto de verdades sobrenaturales y de preceptos positivos que vinieron en su día a completar, a superponerse a la llamada "religión natural", para construir así la religión cristiana. La constitución "Dei Verbum" del mencionado Concilio, reserva la palabra "revelación" para designar a la automanifestación directa de Dios en la Historia de la Salvación, con su culminación en Jesucristo; no se define exclusivamente como un cuerpo de doctrina. El corazón de la experiencia evangélica radica en la comprensión de la indisoluble unidad de los horizontes humano y divino del hombre. No hay superposición; ambos horizontes se confunden.

A raíz del Vaticano II los teólogos cobraron mayor conciencia de la alteridad del Dios revelado en el Evangelio: un Dios humilde, respetuoso con nuestras libertades y amante de la creación. Cualquier proselitismo que pretendiera imponer otra visión, falsificaría su verdadera imagen; imagen que se hace realidad viva a través de una simple presencia cristiana, respetuosa de los demás, que acepta a los otros tal y como son y en sus mismas diferencias, sin tratar de convertirlos más que a través del amor al prójimo.

El teólogo Karl Rahner critica de forma contundente esas actitudes religiosas que tienden a la idolatría, a la deificación de las "causas segundas", a dar la fuerza de una ley divina a determinados preceptos morales. El Dios del Evangelio es completamente Otro. Lo que nos aporta, no es una moral, es Él mismo. El misterio consiste precisamente, en que Él ha sido hombre y ha vivido en nuestro mismo horizonte. [KARL RAHNER, Lo dinámico en la Iglesia].

"Id y enseñad a todos los pueblos", fue la última consigna de Jesús. Enseñar a vivir en su presencia y a comprender que el cristianismo consiste en que Dios vive en la humanidad y la humanidad en Dios. La consigna de Jesús no significa: enseñad a los pueblos mis principios, mis soluciones o mis teorías -el Dios del Evangelio no es un Dios-Solución-. Creo que la consigna significa, simplemente: enseñad a los pueblos quién soy yo, viviendo a sus ojos en la fidelidad evangélica; algo que se consigue en un clima de oración y de docilidad al Espíritu. Sólo bajo la acción del espíritu nos encontraremos a nosotros mismos, y acertaremos a encontrar el camino del mayor y mejor servicio a Dios, a la Iglesia y a la ayuda y el bien de los otros.

Me gusta recordar que si Cristo es el mediador del Padre, el Espíritu es quien desencadena historia, el Señor y dador de vida, es quien renueva la faz de la Tierra para que esa Tierra renovada sea la meditación del misterio de Dios.

El cristianismo doctrinal, desde su postura de estatismo dogmático, da pocas facilidades al Espíritu para que se manifieste. En sus formas de hacer sólo caben dos actitudes: Autoritaria o paternalista. Sus gestos siempre son crispados o de desolación. Vive en actitud de asedio y, ante tanta adversidad no cabe más respuesta que la rigidez. En su moralismo estrecho no hay lugar ni para la confianza ni para la auténtica disponibilidad, es decir, el clima que todo diálogo requiere.

Por el contrario, el cristiano que, sencilla y llanamente, intenta seguir a Jesús, duda, tropieza, se equivoca, pero si consigue que el espíritu evangélico -Cristo- esté presente de alguna forma en el mundo que le rodea, puede sentir toda la alegría, ya que esta presencia constituye, en definitiva, su única razón de ser. Su actitud es de disponibilidad y de aceptación del entorno, guardándose de separar la cizaña del grano. Cualquier postura hecha de rechazo, de ruptura o de anatema, es diametralmente contraria a la ética que quiere y hace por vivir.

Sus reglas, sus normas, han de traducirse en una gran exigencia de libertad interior, en un constante crecer de la capacidad de autodirigirse y en un ejercer el juicio de la conciencia iluminada, con el fin de liberarse de todo sectarismo y poder así ejercer la tolerancia, la comprensión y, en definitiva, la caridad en todo su despliegue de valores humanos; valores que abarquen a todas las capas sociales, desde las menos favorecidas a las más cultivadas.

¿Y qué es entonces el pecado?, te preguntas. Pecado es todo aquello que da muerte al hombre. El pecado consiste en participar, hacer posible y eficaz el pecado en el mundo. Todo lo limitado y creado debe medirse en último término por un sólo criterio: si produce vida o muerte. El verdadero creyente es aquel que invocando a Dios da vida a los hombres. Aquel que invocando a una divinidad da muerte al hombre es un idólatra. En el testimonio en favor de la vida creo que está la raíz más profunda.

La caridad cristiana no es purísima doctrina, desde luego, tampoco se traduce solamente en activismo para combatir las múltiples miserias materiales, físicas y morales, desigualdades, opresiones, injusticias..., porque como apuntaba con amplia visión el padre Arrupe en su discurso ante la Congregación de Procuradores, del 5 de octubre de 1970: "Todos estos problemas no tienen solución más que a niveles superiores y como resultado de un conocimiento científico profundo y preciso". Y por eso consideraba imprescindible formar cristianos con una sólida preparación científica que llevaran a cabo un auténtico "apostolado social" que no se limite a la tentación puramente activista.

¿Te das cuenta ahora de por qué insisto en que no hay que poner puertas al campo? Hay mucho campo abierto en el que actuar; en el que es preciso actuar, pero sin ponerle puertas. De acuerdo con que todas las religiones, y también todas las disciplinas científicas, se transmiten por inculcación, por adoctrinamiento, pero eso no quiere decir que, por fuerza, hay que caer en el sectarismo. Lo que define al sectario, así, a simple vista, es su incapacidad para superar el nivel de inculcación; ese tope que ha de tener todo adoctrinamiento. Cuando una doctrina no transmite, junto a sus contenidos, los medios para fundamentarlos o cuando se inmuniza contra todas las críticas, está funcionando como una secta.

El cristiano doctrinal, con su rigidez, se empeña en poner puertas al campo. El cristiano que, sencilla y llanamente, intenta seguir a Jesús, necesita campo abierto en el que hacer realidad su conversión por el amor.

Aunque han pasado casi 40 años desde la celebración del Concilio Vaticano II, en la Iglesia católica -al menos en sectores hoy decisivos-, continúa sonando a novedoso el hecho de que la primera línea que divide o aglutina no es la línea de autoridad, y correlativamente de la obediencia, sino la línea de la comprensión y praxis de la fe.

¿Que tienes miedo a equivocarte?

¿Que temes dar un paso en falso, tanto si apuntas a un lado como hacia otro? Bueno, tomar una decisión -cualquiera que sea-, implica asumir un riesgo. Si optas por caminar, siempre has de tener un pie en el aire, no hay otra forma de avanzar. Pero te sigues preguntando: "¿Y si fuera cierto lo que dicen, una y otra vez, que de ellos depende un saneado futuro de la Iglesia?.." Y otra razón de innegable peso te parece que es el reiterado visto bueno del actual Papa.

Que con el apoyo incondicional de Juan Pablo II, la Obra se ha ido haciendo, gradualmente, con parcelas cada vez más amplias del Gobierno del Vaticano, no cabe la menor duda, como tampoco cabe dudar de que su meta consiste en llegar cada vez más a una mayor conquista. Sin embargo, también hay que contar con que en la cabeza de la Iglesia católica existen los movimientos pendulares, y si durante las décadas de los ochenta y los noventa el Opus Dei, gracias a su aceptación plena por parte del papado, está en el candelero, también cabe la posibilidad de que no lo esté tanto, o hasta deje de estado, si en la política vaticana llegan a soplar vientos más liberales con la elección de un nuevo pontífice.

Si echamos un vistazo a la historia de la cristiandad, descubrimos que existen siglos de pequeña comunidad y siglos de gran organización, siglos de minoría y siglos de mayoría; perseguidos que se convierten en dominadores y, con frecuencia, en perseguidores. A siglos de Iglesia subterránea suceden siglos de Iglesia estatal; a los siglos de los mártires neronianos, los de los obispos cortesanos constantinianos. Hay tiempos de monjes y doctos y, conviviendo a menudo con ellos, de políticos eclesiásticos; a la época de la conversión de los bárbaros, al tiempo del nacimiento de Europa, siguen épocas de reinstauración y nuevo derrumbamiento del Imperio romano por obra de los Papas y emperadores cristianos. Se dan siglos de sínodos papales y siglos de concilio de reforma del mismo papado; se da una edad de oro de humanistas cristianos y de renacentistas mundanos, así como una revolución eclesial de reformadores, siglos de ortodoxia católica y protestante y siglos de resurrección evangélica. Tiempos de acomodación y tiempos de resistencia, "saecula obscura" y el "siecle des lumieres", siglos de innovación y siglos de restauración, siglos de desesperación y siglos de esperanza. [HANS KUNG, op. cit., pp. 148 y 149].

"No es extraño que surja otra vez la misma pregunta -dice H. Küng-: ¿Qué es propiamente lo que aglutina los 20 siglos, tan extremadamente diferenciados, de historia y tradición cristianas?". Y no encuentra más que una respuesta: "El recuerdo de un tal Jesús, al que a través de los siglos se le ha seguido llamando Cristo, el último y definitivo enviado de Dios".

A continuación, se hace una segunda pregunta: "¿Qué es lo peculiar del cristianismo?". Y responde: "El cristianismo, en definitiva, no puede ser o hacerse relevante más que activando (en la teoría y en la praxis, como siempre) el recuerdo de Jesús en cuanto determinante último, o sea, activando el recuerdo de Jesús el Cristo, no simplemente de Jesús como uno de los hombres decisivos. No hay cristianismo más que donde, en la teoría y en la praxis, se activa el recuerdo de Jesucristo".

En la medida en que tengas claro este punto de referencia -en la teoría y en la práctica-, el temor a equivocarte irá desapareciendo.

¿Y por dónde nos andamos hoy?

No podemos reducir y menos negar la realidad. Pero la realidad es compleja y nosotros limitados, y a menudo, claro está, nos desborda. Por eso, para no sentimos desbordados, tendemos a la simplificación atrincherándonos en el "así, sí; así, no". En el terreno de lo religioso esta tentación ha venido siendo una constante: blanco o negro.

En los años posconciliares, en el ámbito católico comenzó a ser cada vez más frecuente, la figura de quien tachaba de progresista a todo el que no comulgaba con sus ideas excesivamente conservadoras, y la de quien lanzaba la acusación de integrista contra todo aquel que no era partidario de los excesos de cambios y variaciones. Como verás, una clara forma de simplificación.

En aquel entonces, mi postura, como la de tantos otros, era la de una persona que se esforzaba por no estrechar los horizontes que la misma Iglesia mantenía legítimamente abiertos. Pablo VI no cesaba de apuntar ideas animantes en este sentido: "No sea vuestro corazón cerrado y exclusivo, encerrado en la sombra de vuestro campanario, sino que se comporte siempre y en todo momento con sentido de Iglesia".

Otras de sus reiteradas frases famosas fueron: "Un verdadero cristiano no conoce el inmovilismo"; "vuestra mirada no debe limitarse, o cerrarse, a ningún horizonte". "La firmeza de la fe católica no será un confín, será una puerta; no para cerrarla al diálogo, sino para mantenerla abierta; no para echar en cara los errores, sino para salir al encuentro de las virtudes."

Ni integrismo ni progresismo. Ni inmovilismo paranoide ni picoteo e inestabilidad esquizoide. Se trataba de buscar y encontrar la alternativa entre la rigidez paranoide y la dispersión esquizoide, entre la inmovilidad petrificada y la agitación permanente.

Y en esa lucha, más o menos, seguimos, ya que hoy en día la batalla continúa siendo la misma: aperturistas y conservadores. Lo que ocurre es que los segundos son los que en la actualidad cuentan con el visto bueno, hasta el punto de que los primeros hablan alarmados de un claro empeño de Roma por volver a la Edad Media.

El Vaticano II (1962-1965), rubricó con su sello -un proceso iniciado tiempo atrás pero siempre sofocado-, todo lo que antes había sido condenado por las altas instancias oficiales: el cambio de paradigma de la Reforma fue al fin consumado mediante la revaluación de la Biblia y la predicación, la admisión de la lengua vernácula en la liturgia, la activa participación de los laicos y la acomodación de la Iglesia a las diversas naciones... Y la ejecución del cambio de paradigma de la modernidad se manifestó en la afirmación de la ciencia natural moderna antes condenada (imagen copernicana del mundo, idea darwinista de la evolución), de la historia moderna y de la ciencia bíblica histórico-crítica, como también en la afirmación de la moderna democracia, de la soberanía popular, de la libertad de religiones y de conciencia y de los antes desaprobados derechos humanos en general (supresión de la censura y del Índice). La Edad Media -tanto tiempo vigente dentro del catolicismo gracias al mantenimiento de la lengua latina, la escolástica, el derecho canónico y la Inquisición-llegó a su fin, por más que en Roma aún se intente, mediante una "recatolización" con barniz exterior de modernidad, restaurar dentro de la, Iglesia el paradigma medieval antirreformador y antimodernista. [HANS KUNG, El cristianismo y las grandes religiones, pp. 76 y 77].

"Reforma e Ilustración trajeron consigo la secularización característica de la sociedad moderna, donde la religión, el clero, la teología y el derecho sacral ya no lo determinan todo como en el paradigma medieval, donde más bien la ciencia, la técnica, la economía y la cultura han alcanzado independencia, autonomía, mundaneidad, justamente secularidad" -puntualiza Hans Küng-.

Pero superada la euforia del Vaticano II, y también sus estragos, los estudiosos hablan de un insistente y no eventual retorno a la Edad Media, en la que el Opus Dei tiene mucho que ver. Según J. Ynfante, la Edad Media es un referente obligado para entender el complejo mundo de las relaciones entre el papa Juan Pablo II y el Opus Dei. La Iglesia primitiva medieval esperaba una segunda venida de Cristo, si no cada hora, al menos al final de cada siglo. La fiebre milenarista también ha prendido en sectores de la Iglesia católica y, como si estuviera atravesando el mundo una nueva era de cruzadas, el papa Juan Pablo II junto con el Opus Dei y otras organizaciones católicas ultraconservadoras han emprendido un combate contra las fuerzas del "progreso" o la "razón" que niegan a Dios y a la religión. Con semejante espíritu estos nuevos cruzados pretenden confirmar la legitimidad de la Iglesia militante y el regreso a la Edad Media parece ser su única apuesta de futuro, aunque representan lo peor del medievo como pueden ser la irracionalidad, el oscurantismo y la intolerancia. [J. YNFANTE, op. cit., p. 470].

Según Ynfante, la aventura de las cruzadas engarza nueve siglos más tarde con la aventura de un mosén aragonés, imbuido de espíritu medieval, que luchó con todas sus fuerzas por un catolicismo de cruzada y encontró entre los vencedores de la Guerra Civil española los mismos presupuestos ideológicos que ambicionaba para su organización, que comenzaba entonces y que pretendía fuese una copia de vicariatos castrenses y prelaturas del medievo. Así la consigna que barrió Europa con el grito guerrero de "¡Dios lo quiere!" tomó forma en la Obra de Dios, que se ha visto favorecida por un Papa polaco, por más señas lector de Camino, libro del ya beato Fundador del Opus Dei, donde aparecen "militancias Cristianas" y "gente escogida a su servicio" (máxima 905) y menciona también el "¡Dios lo quiere!"(máxima 857) de las primeras cruzadas.

Estos dos autores citados no son los únicos en destacar el claro empeño de regreso a la Edad Media, tanto por parte del Papa actual como del Opus Dei. Edward Luttwak, por ejemplo, decía en el periódico francés Le Monde, hace un par de años, que "para el papa Juan Pablo II forman una nueva generación de católicos planetarios y resulta sintomático que la Iglesia católica cuente con los cruzados del Opus Dei como principal fuerza de vanguardia y de tropas de refresco en la época del "turbocapitalismo" y de la mundialización". También T. W. Adorno afirma que "ese fanático ahínco por defender a Dios como en tiempo de las cruzadas lleva a sus miembros a integrar una mafia de individuos fronteriza con la locura" [T. W. Adorno, La personalidad autoritaria].

El sociólogo Alberto Moncada, distingue entre los católicos actuales, dos prototipos claramente definidos. El primer grupo lo constituyen los que son católicos como los de antes, es decir, fieles cumplidores de lo que les dice la Iglesia y regulares consumidores de la información y la formación que ésta les proporciona. Son personas que no aceptan una crítica al aparato eclesiástico porque les parece como un insulto a la propia familia, que se enfadan cuando se les pone de manifiesto las debilidades y las prepotencias eclesiásticas, que piensan que ser católico es equivalente a ser honrado y que no toleran otro análisis de la moral y las costumbres que el que le ofrecen los mentores. Este tipo de personas suele coincidir con las ideas, los comportamientos y las nostalgias de quienes echan de menos una sociedad más orgánica, menos fragmentada, en la que cada uno conozca su sitio, ejerza sus libertades pero, sobre todo, cumpla con sus deberes. Es más una religión del corazón que de la cabeza y, por ello, sus seguidores no creen que hay que dar muchas vueltas a los conflictos entre la razón y la fe, sino dejarse guiar siempre por la autoridad competente.

El otro grupo lo constituyen aquellos creyentes que practican su fe, pero no aceptan a pie juntillas todo lo que les dice la jerarquía, y hoy en concreto les parece excesivo el fundamentalismo y extremismo del Papa actual. Aspiran a integrar su fe en sus otras determinaciones y, en general, reconocen el imperativo de la conciencia como principal fuente de moralidad. Entre estos católicos es donde hay más partidarios del ecumenismo cristiano, de cerrar la brecha del pasado y utilizar el mensaje del Evangelio para participar de las grandes metas morales contemporáneas, como la paz, la tolerancia y la solidaridad. [ALBERTO MONCADA, Tipología religiosa al filo del Tercer milenio. Revista de Ciencias Sociales, n. 8, pp. 234 y 235].

Actitud de búsqueda y actitud de obediencia

Esperaba de nuevo tu pregunta -la misma que ya me has hecho en diferentes ocasiones-, y otra vez ha llegado: "Pero entonces, ¿a qué atenerse?" -dices-. "Con las directrices, con el reglamento, uno sabe siempre lo que ha de hacer, lo que debe hacer."

Al leer tu carta me ha venido a la cabeza la imagen de la hija de un general del ejército, a la que conocí siendo ambas numerarias. A sus cuarenta años cumplidos, reconocía abiertamente, que por el tipo de educación que había recibido y por su manera de ser, no tenía más remedio que "funcionar en la fila". Aseguraba que nunca había logrado pensar o sentir nada que no fuera encasillado al instante; ya fuese en una casilla llamada "padres", o "profesoras y monjas" o, más tarde -siendo ya del Opus-, en otras casillas que tenían el nombre de "directora", "confesor" o "Padre". Sus pensamientos y emociones eran como fichas que caían en ranuras ya predestinadas. Nunca había sentido ni pensado algo propio, espontáneo, no dirigido, no impuesto por las que en un momento u otro, eran sus superiores. Lo que más le podía horrorizar eran los mundillos donde la gente se mantiene abierta hacia nuevas emociones o aventuras; grupos e individuos que viven al día, como pelotas bailando en la cima de surtidotes de agua saltarina.

A persona tan encasillada, era inútil darle a entender, que entre ese extremo que le horripilaba, y su postura -también extrema-, había un campo enorme. Que no sólo existía el orden total o el caos generalizado.

Sonreía cuando le intentaba explicar que, con su forma de pensar y hacer, todos acabaríamos siendo como guisantes en conserva; cada uno de ellos idéntico a todos los demás. Que ni las mismas numerarias éramos una simple suma de magnitudes homólogas, así como las patatas en una bolsa forman una bolsa de patatas (sin tener en cuenta que hasta las patatas se diferencian unas de otras).

Con comedida sonrisa ante mis "atrevidas" comparaciones sin decir nada parecía decirme: "Patata o guisante, en bolsa o en lata...Ya sé que a ti te espanta todo esto, pero a mí no".

Con todos los respetos debidos, pensaba y pienso que quienes se aferran con uñas y dientes a una institución, persona o cosa descienden automáticamente algunos peldaños en la escala de la humanidad, porque dejan de pensar por sí mismos. Albert Einstein lo formuló de manera mucho más dura al decir que él "desprecia al que le asegura que camina dentro de las filas y al paso porque tal tipo de persona no tiene necesidad de cabeza. La. médula espinal le bastaría ampliamente".

Por mi parte, fue imposible llegar a comunicarle, de alguna forma, que vivir siempre con seguridad también es peligroso. Se corre el peligro de no llegar a ser nunca uno mismo, de perder el más profundo y verdadero yo.

La gran renovación

"Es preciso estar vigilantes para no dejarse contaminar...". "No hay que bajar la guardia..."; "El enemigo está siempre al acecho..." En la década de los setenta, frases de este tipo y palabras como: "desviaciones, engaño, aberraciones...", estaban constantemente en boca de los directores de la Obra. Por aquellas fechas, hasta cierto punto se entendía esta forma de psicosis, ya que nos encontrábamos en plena movida postconciliar, pero es que, por lo que me dices, hoy la obsesión continúa siendo la misma: batalla por la llamada "pureza de doctrina", por "no dejarse contagiar por ideas dudosas, erróneas o perniciosas..." Lo grave de la repetición de esta cantinela es que a quienes la cantan, no les permite conocer eso mismo que denuncian, ni tan siquiera les consiente saber si denuncian algo real o conjuran simplemente un fantasma. ¿Por qué esa constante refriega contra gigantes imaginarios, si las más de las veces no suele haber más que enanos con los que luchar? Cuando la práctica de la "caza de brujas" presenta caracteres obsesivos termina por ensanchar el área de lo que denuncia a horizontes insospechados.

Esta actitud constante de desenmascaramiento y denuncia acaban por ser estériles y esterilizantes porque dificultan cualquier tipo de comprensión. Con esto no quiero decir que lo bueno sea perderse en la noche en la que todos los gatos son pardos; lo que pretendo expresar es que no creo que la llamada "mano dura", por sistema, sea en absoluto buena. No es bueno fiarse principalmente de la espada; no es bueno instalarse en posiciones exclusivamente defensivas; no es bueno recurrir de forma permanente y regular a los medios duros -porque son más fáciles y expeditivos- y a medidas coercitivas. Son posturas que irritan sin iluminar y también son las que mejor se prestan a la rutina y a la negligencia de las sanas inquietudes del intelecto. Pienso que las posiciones abiertas y de progreso son más importantes que las posiciones de defensa, y conste que con esto no quiero negar que la Iglesia tiene un deber imprescriptible de defender la fe contra el error, pero me parece más importante que ejerza la autoridad docente, por sistema, y sólo en casos muy excepcionales la autoridad coercitiva, porque como decía Karl Rahner: "La Iglesia traicionaría el Evangelio, y el magisterio su misión, si no tuviera, en ciertas circunstancias, la valentía de decir un "no" categórico a una doctrina que surgiera en la Iglesia y quisiera adquirir en ella derecho de ciudadanía" [KARL RAHNER, Rewe Thomiste, abril-junio 1970, p. 319].

En conclusión, quiero decirte que me resulta insoportable la actitud de ver fantasmas por todas partes -lo que no quiere decir que haya alguno-, y que siento la misma aversión por el amargo celo de un integrismo a cuyos ojos "todo se ha dicho ya" que por la facultad de un progresismo o neomodernismo que opina que "todo está por hacer". El Concilio Vaticano II invitó al pueblo cristiano a una gran renovación; supuso una total reorientación, una revolución con relación a diez siglos de historia. El Concilio lo que pide es que volvamos a tomar conciencia explícita de lo que realmente ha de ocupar el primer lugar en la vida de la Iglesia: la gracia con sus dones libres y el amor de caridad.

Allí donde se encuentren la gracia y la caridad (realidades invisibles pero que de inmediato se detectan cuando están igual que cuando no están), allá se encuentra la vida de la Iglesia. Donde no se detecta la gracia santificante y la caridad, ahí no puede encontrarse la personalidad de la Iglesia. La defensa contra la herejía, que sigue siendo para la Iglesia un deber supremo, ha dejado de ser -era la preocupación principal de los ministros de su gobierno desde el siglo XI- la preocupación absolutamente primera. Lo que, según la enseñanza del Concilio debe constituir la preocupación primordial, es el amor de Cristo que hay que manifestar a los hombres, y la verdad de Cristo que hay que comunicarles.

La gran renovación que nos pidió el Concilio hace treinta y tantos años -pero no lo olvidemos, después de nueve siglos-, fue en primer lugar y ante todo, una renovación interior, en la fe viva. En su ausencia no hay nada que esperar. Este fue el signo, "la pintada" que el Concilio inscribió en la pared. Fe viva es creer en la gracia santificante y en la caridad; es creer, en fin, en un orden sobrenatural, en la trascendencia de Dios, en el Espíritu Santo que habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles (1 Cor. 3,16; 6,19). Los habita enviando mensajes, iluminando las mentes y ensanchando los corazones.

El Espíritu Santo es el Alma de la Iglesia porque es el primer principio de vida ("Señor y dador de vida", decimos en el Credo, a pesar de que la última versión del mismo ha suprimido este significativo párrafo, y tan sólo hace hincapié en el ("Dios Padre todopoderoso"), habita en el fondo de los corazones de sus miembros, inspira y dirige -Él, el Espíritu de Cristo-, el comportamiento de este gran cuerpo a través de la historia humana (Constitución Lumen gentium, Encíclica Divinum Ulud, de León XIII y Encíclica Mystici Corporis, de Pío XII).

El Vaticano II llamó particularmente la atención de los cristianos sobre la Iglesia de Cristo que ha tomado forma en la Tierra desde que en Pentecostés envió a su espíritu sobre los apóstoles. El pasaje de la primera epístola de San Pedro lo recoge así: "Mas vosotros sois raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo que Dios ha querido, para que anunciéis las grandezas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su luz admirable, vosotros que antes no erais pueblo y que ahora sois el pueblo de Dios" (1 Pe. 2,9-10).

"La condición de este pueblo -dice la Constitución "Lumen gentium" cap. 2- es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyo corazón el Espíritu Santo habita como en un templo. Tiene por ley el mandamiento nuevo de amar como Cristo mismo nos ha amado. Su fin es el Reino de Dios inaugurado en la Tierra por Dios mismo, que debe dilatarse ulteriormente hasta que, al fin de los siglos, reciba finalmente de Dios su consumación cuando aparezca Cristo, nuestra vida."

Cada cual tiene que ejercer el sacerdocio real con su vida, su oración, su amor a Dios y al prójimo, su participación en los sacramentos, y su perseverancia en tender, a pesar de sus debilidades, a la perfección de la caridad.

El intelectual y político francés, André Malraux, predijo hace varias décadas: "El siglo XXI será religioso o no será", y al borde del nuevo milenio nos encontramos con el panorama de un despliegue de movimientos religiosos que no cuenta con precedente en la historia de la humanidad. Los grupos de corte cristiano, reformista, islámico, shii, hindú, judío o budista, son legión, y en cada uno de ellos subsisten retazos de la religión original. También hay en la actualidad grupos que levantan bandera de la autoafirmación vitalista y creadora, de ateismo sagrado, o de mística terrenal a lo Nietzsche.

Siguiendo la predicción de Malraux, tengo la esperanza de que quizá, con todo este despliegue de variopinta religiosidad, se trate de preparar el surgimiento de la verdadera religión del Espíritu.

El filósofo Eugenio Trías, afirma en sus últimos trabajos, que si hay un tema relevante en este fin de milenio, éste es, sin duda, el religioso. "La religión vuelve a estar de actualidad -dice- después de dos siglos en los cuales parecíamos asistir a un declive irreversible. Lejos de ser un factor cultural en retroceso parece hallarse, hoy, en primer plano de los asuntos mundiales" [EUGENIO TRIAS, Pensar la religión, p. 15].

Trías reflexiona que podría considerarse que cada revelación religiosa, la que tiene por marco una religión positiva particular (la cristiana, la islámica, la budista, la hindú, la zaroastriana, la maniquea, etcétera), constituye un esbozo y un fragmento; una revelación parcial y abocetada del gran tapiz textual que constituye el hecho religioso tomado en su conjunto, o concebido como totalidad ideal. Tal religión unitaria, postulada como objeto del "gran anhelo" del hamo religiosus, podría ser llamada, quizá, la religión del Espíritu".

E. Trías propone abrir la mente y la mirada al complejo mundo, con todas sus diferencias marcadas de cultura y civilización. "Pues de hecho -escribe-, este mundo-todo constituye un laberinto en el que cada uno de los tramos y paradas del mismo lo constituye un peculiar enclave cultural que viene formado e informado por una determinada formación religiosa procedente de un glorioso pasado: cristiano-ortodoxo, reformista, islámico, chiíta, hindú, judío, budista. Con lo que vuelvo a mi institución primera: es preciso pensar, seriamente, en la posibilidad de que pueda crearse el terreno propicio para el surgimiento de una nueva religión: la religión del Espíritu". Sería la religión postrera y póstuma, o el horizonte escatológico y finalístico de toda religión, tal y como la concibió, dentro del marco del trinitarismo cristiano, el abad calabrés Joaquín di Fiore en la segunda mitad del siglo XII. [EUGENIO TRIAS, La edad del espíritu.].

Siguiendo el interesante y sugestivo pensamiento de Trías, por espíritu ha de entenderse aquella fuerza (huracanada, tormentosa) que desarraiga radicalmente al sujeto de su situación corriente y cotidiana de perfecto asentamiento en una identidad, en un marco familiar y social de referencia, en un mundo perfectamente conocido e interpretado, generando en él un posible movimiento de giro, de conversión o revolución (en el sentido físico del término), de manera que el sujeto se mueva 180 grados alrededor de sí y se prepare, para un encuentro consigo (con su propio daimon, que es la personificación simbólica del espíritu o el sujeto espiritual que se presenta al sujeto de esa experiencia, que le conmina y le provoca, o le interpela y le dirige). Esa experiencia espiritual es, en efecto, la experiencia de la gracia.

Como norma o como luz

Durante meses me has ido haciendo un sinfín de preguntas a las que he ido contestando de la forma más clara y sincera que, en ese momento, era capaz de hacerlo. Después de tantas respuestas, unas más válidas y otras menos -supongo-, pido mi turno para exponer un interrogante que casi desde un principio ronda por mi cabeza. Si el Opus Dei te plantea tantas dudas como lugar idóneo para encarnar tus ideales, ¿por qué no haces para apuntar, pero ya, hacia otro lado?

En los tiempos que corremos de libertad, más o menos, igual para ambos sexos, de coeducación, de considerables posibilidades de poder llegar a adquirir una sólida preparación intelectual y profesional, de independencia económica, de abierta información y educación sexual, de solidaridad y preocupación social con un sentido más amplio que en tiempos anteriores -hay las más variopintas ONG, Cáritas y otros muchos grupos, a nivel internacional, nacional o local-, de importantes oportunidades de llegar a conocer otras culturas, otras formas de vida, ¿no te has parado a pensar en serio, que existen gran variedad de organizaciones en las que puedes muy bien encarnar tus ideales? No te obceques con un sólo punto de mira, pues hay muy diversos modos de entrega; de dar y recibir amor verdadero, de encontrar asideros, objetivos, razones de ser, motivación, sentido.

La reacción frente a esa moral de grandes empresas brillantes es el surgir de un tipo de ética que se caracteriza por una moral elemental de las virtudes sencillas, de aplicación a la vida ordinaria: la bondad que se manifiesta prácticamente en la pronta disposición a prestar ayuda y socorrer al prójimo, el sentido de la justicia, la "decencia" u honradez fundamental en el trato con los otros hombres, el compañerismo, la actitud de puntual cumplimiento de los deberes y obligaciones propios de cada cual, y un modo tal de ser que los demás puedan contar contigo.

Se trata de ejercer una moralidad sobria, escueta y vivida casi como un "oficio", sin pretensiones de heroísmo y santidad. Una moral, como verás, que nada tiene de aristocrática, reservada para sabios, héroes, santos..., sino que es una moral para todos.

Ya sé -me adelanto a tus posibles comentarios y objeciones-, que hay quien critica a las ONG porque consideran que son, paradójicamente, un invento financiado por los Gobiernos, Bancos y Multinacionales. Les reconocen que tienen alguna función de apoyo secundario, pero les achacan que la mayoría no pasan de ser instrumentos para la privatización de la caridad institucional. De cualquier forma, lo cierto es que en estos grupos colabora un montón de gente llena de buena fe, y que llevan a cabo obras reales de ayuda a los necesitados y de efectiva promoción humana.

Pienso que después del boom de las ONG, es deseable que llegue una segunda etapa de madurez, de clarividencia, de lucidez, que permita a estas organizaciones liberarse de superficialidades, de manipulaciones mercantilistas y políticas, que clarifique quién es quién en este sector, que las libere de dependencias, etcétera.

Se critica que parte de sus colaboradores se apuntan al voluntariado porque les sobra tiempo, o porque necesitan currículum, o porque es un buen lugar para ligar. Pero, en el fondo, la vida de esos voluntarios no cambia en nada, ni su manera de ver el mundo.

Las ONG pueden ser actores decisivos en el espacio sociopolítico, o pueden contribuir a una falsa solidaridad o caridad que adormece conciencias y evita todo compromiso transformador. Depende de cómo se plantee cada quién la participación y el compromiso dentro de ellas.

Pero a pesar de todas las críticas, hay que reconocer que el balance es necesariamente positivo y su papel, a escala nacional e internacional, tiene cada vez más peso.

Entiendo que quienes han crecido y han sido educados en esa rueda que ya es hoy el Opus Dei -como es el caso de los hijos de los supernumerarios, formados en los centros de educación hechos por ellos y para ellos mismos-, pasen a militar muy a gusto en sus filas. Pero personas como tú, que te has movido y desarrollado en otros medios con mayor amplitud de miras -no te veo yo andando con un dogma debajo del brazo para dejarlo caer en la cabeza de uno u otro prójimo-, te plantees convertirte en merluza congelada, cuando cualquiera sabe que ésta no tiene color con la fresca, no lo puedo entender. ¿No será que, por las razones que sean, tu autoestima ha sufrido algún bajón drástico? ¿Se trata, tal vez, de un problema de inmadurez, de inseguridad? Lucha, no te abandones: sé fuerte. La fortaleza no se mide por el grosor de los músculos, ni por el número de kilos que una persona puede levantar. Fortaleza significa, sobre todo, aguantar, no romperse, no tirar la toalla. Muévete, continúa buscando. No, no te dejes congelar, ni te conviertas en una más de esa especie de reserva de mujeres dóciles y arrebatadas -en algunos casos no sé si se trataba de emoción genuina o de adulación- por un culto idolátrico a la persona del Fundador de su colectivo.

El objetivo de la vida del espíritu es llegar a dar con la iluminación interior que armoniza y equilibra desafiando al puro racionalismo, a la lógica, al sentido común. En todos los idiomas, en el campo de la mística, y también en el del arte, se habla de luz interior, del despertar de la luz, de la iluminación. Ya en las primeras palabras de la Biblia, el desorden inicial, el Caos, es descrito como tinieblas, y la luz es creada para contrarrestadas. San Juan de la Cruz recurre a la luz del corazón como guía en "la noche oscura del alma", y Goethe, envuelto ya en la tiniebla de la muerte, exclama: "luz, más luz". En todas las filosofías del mundo, en todas las religiones, en toda poesía o literatura ejercida en función del conocimiento, se encuentran metáforas que equiparan la ignorancia a las tinieblas y el saber a la luz; una luz que no ha de oponerse a las tinieblas sino que está contenida aún en las tinieblas mismas.

La iluminación es la claridad que hay en las cosas y se aprende a descubrirla. La visión de la realidad tal cual es, depurada, intensificada, visión de una realidad de última instancia. Se trata de una experiencia circular, que se cierra, que vuelve sobre sí, pero con algo fundamentalmente nuevo; como con otra vuelta de tuerca. Es el logro de una nueva perspectiva mental, significa la revelación de un nuevo mundo hasta entonces no percibido.

La iluminación acontece súbitamente -los creyentes decimos que por gracia divina-, pero contando con nuestra búsqueda deliberada, con nuestra vida interior (que está hecha de oración, desapego, paciencia, confianza, generosidad, trabajo honrado, amor al prójimo).

Búsqueda deliberada, marcha confiada y paciente, en la que de pronto se ve claro lo que hasta ese momento había sido confuso. Se ve el bosque a pesar de tantos árboles... No se ven otras cosas diferentes de las de antes, pero se ven de otra manera.

La iluminación nunca llega mientras predominen, en uno y en los otros, las ambiciones y los deseos personales, la envidia, los celos, los sentimientos de inferioridad y de superioridad. Los momentos luminosos se cumplen únicamente cuando el yo se olvida de sí mismo, cuando deja de ser posesivo, cuando ya nada le interesa poseer.

Resulta muy difícil describir lo que es la iluminación liberadora, el conocimiento iluminado. Pero aunque sea imposible transmitir en palabras el sentido o la esencia de la iluminación, no me cabe duda de que todo ser humano puede vivida.

El nacimiento de Jesús de Nazaret, llamado "la luz del mundo" en el Evangelio de San Juan, simboliza el renacimiento interior del hombre, por vía de la purificadora y liberadora iluminación. El gran símbolo del nacimiento de Jesús, de la Navidad, es la luz; el astro luminoso que se detiene sobre Belén y señala el advenimiento y el camino. Es la luz interior que nace y renace y sin la cual no hay liberación, ni redención, ni camino hacia el renacimiento iluminado del hombre. El advenimiento de Cristo que es "la luz del mundo", representa la súbita iluminación del mundo, que en forma inconmensurable hace posible la convivencia de los seres diversos, de los diversos credos, conciliados sobre la faz de un planeta iluminado por un sol único.

A propósito de este sol único me viene a la cabeza el contenido de un escrito que me envió en 1989 Raimundo Panikkar. Se trata de una ponencia suya titulada, "De una pluralidad de religiones a un pluralismo religioso". En su trabajo, el profesor Panikkar expone: "La cuestión que Asia, África o América plantean consiste en dilucidar si el cristianismo quiere seguir siendo una religión monoteísta de cuño abrahámico o si está dispuesta a abrirse a una vocación insospechada, sin otra confianza que la fe en Cristo, sin otra garantía que la promesa del Espíritu". En esta segunda opción el cristianismo ha de interpretarse como levadura que hice fermentar la masa; como sal que no quiere convertido todo en sal, sino sólo dar un mayor y mejor sabor a cada cosa; como luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

Y acabo mi carta de hoy remitiéndome una vez más a la fuente -la fuente de los creyentes cristianos-. Jesús proclamó a su pueblo y al mundo un mensaje de búsqueda espiritual, allí donde la obediencia absoluta era considerada como una panacea, por lo menos desde tiempos de Moisés. Pero 20 siglos más tarde, siguen existiendo los que sienten a Dios como luz y los que le sienten como norma.

Si abiertamente te consideras del segundo grupo, pienso que, militando en las filas del Opus Dei puedes encontrarte realizada y a gusto -recuerda la reiterativa frase de los sacerdotes de la Obra: "La gente quiere seguridades, y nosotros vamos a dárselas"-. Pero si tu actitud es de búsqueda espiritual, me temo que tu futuro inmediato puede llenarse de angustia y sufrimiento. Pídele a ese Dios de luz que te ayude a ver por dónde has de conducir tu voluntad, tu querer; esa fuerza viva, esfuerzo enérgico indispensable para existir y vivir, para aumentar la existencia y la vida.

Antes de acabar quiero recordarte, que tanto si adoptas una postura como otra, de cualquier forma, un lastre vas a tener siempre, porque a la vida no hay quien le quite el peso de la miseria, de la pena, de los reveses y de los esfuerzos -vanos o no-. Cada quien necesitamos una cierta cantidad de lastre, como el buque necesita el suyo para sostenerse a plomo y navegar derecho. Porque así como nuestro cuerpo estallaría si se le sustrajese la presión de la atmósfera, así también, si alejáramos de nuestra vida el peso de las limitaciones y carencias, la arrogancia crecería, crecería hasta destrozamos; por insensatez, por locura.

Pienso que ya va siendo hora de poner punto final a nuestra correspondencia, a través de la cual he ido uniendo trozos de recuerdo y retales de memoria, con los que, sin apenas darme cuenta, he ido confeccionando toda esta labor de retazos que espero te sirva de algo; una historia de retales de memoria y de recuerdo que se ajusta bien a la verdad de una intensa realidad vivida. Y consciente de que nadie se despoja del pasado con la simple decisión de tomar un nuevo curso; por mucho que retorne una posición abandonada, un ser dotado de conciencia y memoria no puede volver al punto de partida, lo que hace es seguir caminando con los pros y los contras, las luces y las sombras que van surgiendo en su recorrido.

Tardé casi nueve años en aprender a decir no; a decidir que no quería acabar teledirigida y diciendo siempre sí a todo lo que se me insinuaba; a darme cuenta de que mi espíritu, mi yo más profundo, apuntaba más hacia el "caminante no hay camino" machadiano que a las contundentes 999 máximas de Camino que nos gobernaban. Porque estaba -y estoy- cada vez más convencida de que los caminos que conducen a la verdad son múltiples, y el mejor, para cada uno, es el que él mismo descubre, realizando, al recorrerlo, su propio destino.


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