Romper el silencio de oficio

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Autor: E.B.E., 12 de febrero de 2007


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Hace poco EscriBa hablaba sobre la legitimidad de publicar los documentos secretos de la Obra. Ahora se podría agregar otro tema, que también es fuente de cuestionamientos: el silencio de oficio que deberían guardar quienes tuvieron acceso privilegiado a la información dentro de la Obra debido al cargo que desempeñaron en ella.

Hay muchos que no se atreven a hablar por miedo a incumplir ese juramento o compromiso. Del mismo modo, no pocos considerarán una grave trasgresión dar a publicidad documentos internos del gobierno de la Obra, como así también escritos doctrinales que hacen a la formación de las conciencias...

En algunos casos, estos documentos no son secretos dentro de la Obra, como los Tomos de Meditaciones, pero son fuentes históricas, y a su vez vigentes, necesarias para el análisis de la Obra y de imposible acceso una vez fuera de la institución. Para una relectura y análisis de la experiencia personal, esas fuentes son muchas veces un aporte fundamental para explicar lo sucedido. Si se padeció por un largo período situaciones injustas dentro de la institución y las pruebas de ello pueden encontrarse, en parte, en esos documentos, no parece injusto que éstos deban ser accesibles a quienes ahora se encuentra fuera de la institución. Pero la institución se niega a ello, porque sabe que toda otra interpretación de esos textos contraria a la «lectura oficial» puede afectar sus propios intereses y resultar perjudicial. La Obra nunca haría públicos esos textos por propia voluntad. No es extraño, por ello, que algunos hayan decidido tomar la iniciativa de hacerlos públicos, sin contar con el permiso de la Obra. Ahora bien, ¿esto está mal?

En circunstancias normales, esto estaría mal. Debería alguna forma de reclamar el acceso a esos documentos. Pero en realidad no hay nadie que pueda obligar a la Obra en ese sentido (me aventuraría a decir que ni la Iglesia misma tiene ese poder). Luego, la Obra es parte interesada en esconder esas pruebas. Se trata de una clara situación injusta, pues no hay modo de solicitar procedimiento alguno. En este sentido, el derecho a esa información podría decirse que se ve reforzado.

Pero aquí no se plantea, entonces, obtener esos documentos de manera violenta. No creo que uno tenga derecho a irrumpir en un centro de la Obra y llevarse material alguno. La única solución es que alguien de adentro, con acceso privilegiado legítimamente obtenido, libere esos documentos, sin necesidad de violentar los límites de la propiedad privada de la Obra. Ahora bien, ¿esto está bien?

En circunstancias normales, esto estaría mal. Sería una falta de lealtad grave hacia la institución. Pero teniendo en cuenta que la institución misma, desde un inicio lejano, ha sido desleal hacia los miembros de la Obra y no ha rectificado en absoluto sino que ha mantenido una perfecta coartada gracias a un cuidadoso hermetismo, el compromiso de lealtad con la institución se puede transformar fácilmente en complicidad. Por lo cual, la deslealtad de la institución libera de todo compromiso de lealtad hacia ella. Esto no implica, sin embargo, un permiso para hacer el mal ni libera de la propia responsabilidad personal a la hora de actuar moralmente.

No es una actuación desleal la que aquí se plantea, pues ello supondría actuar con mala conciencia, sino una consecuencia del mismo principio de lealtad que dio inicio a la relación con la institución. Sin la lealtad de la Obra, lo que queda es la lealtad hacia uno mismo y hacia el resto de las víctimas de la institución.




Pienso que más allá del bien que puede hacer la publicación o el hablar, el fundamento por el cual las personas pueden quedar liberadas de un compromiso de silencio (caducado) es si queda evidenciado que la legitimidad moral de la institución se ha adulterado de manera considerable, o directamente, se descubre viciada desde el origen.

Los graves problemas de la Obra hacen a su identidad, no son colaterales ni secundarios. Están en su columna vertebral.

No hablo de cuestiones jurídicas, pues la Obra está legalmente aprobada por la misma Iglesia. Es tema es el fraude moral. Si la Obra lo cometió, no hay compromiso de silencio que haya obligación alguna de guardar. Tampoco hay ninguna obligación de evitar la publicación de escritos internos, porque la legitimidad toda de la institución ya no tiene valor o al menos está bajo un serio cuestionamiento e investigación. La autoridad moral de la Opus Dei pierde así gran parte de su valor, si no todo.

¿Por qué intervenir desde afuera y no dejar que la misma institución lleve a cabo su propia reforma? Esta es otra fuerte razón para sacar a la luz los documentos internos de la Obra. Ya dijimos que la Iglesia posiblemente no pueda obligar a la Obra, en este sentido.

Sólo desde el exilio es posible exponer los graves problemas institucionales y presentar las pruebas. La cabeza misma de la institución está comprometida en la promoción del fraude (entre otras cosas, nunca ha colaborado en investigar los reclamos que se le han hecho llegar), por lo cual es imposible cualquier tipo de reforma interna, pues la impide sistemáticamente, al margen de la maldición echada por A. del Portillo sobre aquél que ose cambiar una coma de lo fundacional:

«No podemos menos de recordar aquella severísima amonestación de la Escritura: maledictus, qui facit opus Domini fraudulenter (Ierem. XLVIII, 10). Entendedme bien: para un miembro de la Obra que tenga la desgracia de no ser fiel a su vocación, va toda nuestra comprensión, nuestro cariño, la piedad de todos, con el deseo de sacarlo adelante y, al menos, ayudarle a que se salve. Pero si no consistiera sólo en eso, si pretendiese desvirtuar la Obra de Dios, desviarla fraudulentamente, corromper su espíritu, se haría acreedor a la maldición divina» (A. del Portillo, Carta 30-IX-1975, n.39, citado en Meditaciones VI, pág. 223).

Digamos que no es la mejor cita de la Sagrada Escritura para defender a la Obra ni para echar maldiciones en nombre de la Obra. Tal vez estas palabras hablan más de una cierta inocencia en Don Álvaro que de la realidad de la Obra, aunque ello no le evita la responsabilidad debida a su cargo.

Opuslibros es, en alguna medida, la reforma y crítica que no pudo llevarse adentro: aquí se cuenta y expone lo que muchos ya antes han planteado a los directores y no han sido escuchados, o al contrario, han caído en desgracia y terminaron fuera de la institución. De hecho, si se leen bien las palabras citadas, Opuslibros se ha hecho acreedor de la maldición divina. Ahora bien, ¿a quién maldecirá el Señor, a quien tomando como excusa la Fe defraudó a sus hermanos o a quienes fueron víctimas de ese fraude y lo denuncian? No dejan de ser sorprendentes estas palabras de Don Álvaro, a la luz del daño que la Obra misma ha producido en tantas personas.

Pero la razón más profunda de esta intervención externa no es la reforma de la Obra sino la reconstrucción personal de cada una de las víctimas del fraude de la Obra. Hay una razón de justicia: si bien es muy difícil hablar de algún tipo de restitución, el derecho a la verdad sigue siendo el aspecto más factible de esa restitución. No es misión de Opuslibros reformar la Obra, aunque tal vez contribuya a eso de manera secundaria.

«Nunca he tenido secretos, ni los tengo ni los tendré. Tampoco los tiene la Obra: no estaría bien que los tuviese, y yo, que soy el Fundador, no lo supiera. El secreto es innecesario para el Opus Dei: no lo ha necesitado nunca, ni lo necesita ahora, ni lo necesitará jamás» (del Fundador, Meditaciones I, pág. 449)

Cuando la Obra dice pública y privadamente (a sus miembros) que ella no tiene nada que ocultar o que huye de todo lo que sea secreto, no está diciendo la verdad. Hay documentos internos que los miembros desconocen y que tienen serias consecuencias sobre sus vidas. Es toda una legislación secreta que desconocen pero que rige sus vidas sin saberlo. Comenzando por las Constituciones de 1950 y siguiendo por los Estatutos de 1982 publicados sólo en latín y por lo tanto inaccesibles para la gran mayoría. Y luego, una gran cantidad de legislación (aunque no sean leyes propiamente) a la que los miembros están sometidos y no lo saben (para dar un ejemplo concreto, ver Confidencialidad y aborto).

Hablar

Si la institución cometió fraude de manera general, es un derecho hablar y publicar todo lo que hace al aspecto fraudulento. Romper este silencio de oficio, ¿no sería hacer lo mismo que se le critica a la Obra? Lo que se le critica a la Obra en estas páginas de Opuslibros es el manejo que esta institución hace del silencio de oficio en relación a la intimidad de las personas. Contrariamente a lo que sucede en la Obra, ese silencio de oficio no se puede romper nunca ni se puede instrumentalizar, y creo que en ese aspecto hay un total consenso en esta web.

En cambio, el silencio de oficio respecto al gobierno de la Obra no tiene el carácter sagrado que sí tiene la persona humana.

Cuando un gobierno se torna ilegítimo, pierde sentido todo acuerdo de confidencialidad respecto a ese gobierno.

Lo que se denomina aquí por ruptura del silencio de oficio es la libertad para dar a conocer elementos que prueben el carácter fraudulento de la Obra, y de especial interés son los que se hayan conocido a través del trabajo en el gobierno de la Obra, porque de esa manera se puede ir ascendiendo hacia el origen del engaño sufrido de manera colectiva. Un ejemplo claro es la publicación de documento «Experiencias sobre el modo de llevar charlas fraternas».

Romper el silencio de oficio, en este sentido, no sólo pienso que está permitido sino que es fundamental. No lo veo como un mal necesario ni como una transgresión que se justifica por el bien que causa: es legítimo en la medida en que la Obra perdió su legitimidad. En cambio, las personas nunca pierden su carácter sagrado y por lo tanto el silencio de oficio en relación a su intimidad es inmutable.

Sabemos, por todo lo que se ha venido escribiendo durante más de cuatro años, que la Obra defrauda en muchos sentidos y de manera concreta en dos:

  • El carácter secular de la vocación: este es un hecho puntual y para nada genérico. La gran mayoría, si no todos, fue estafada con el carácter secular y laical de la vocación a la Obra como miembros célibes; no sólo por el origen de tantas normas y costumbres que abrevan en la tradición religiosa y conventual (cfr. Haenobarbo) sino por insistir de manera contraria a la evidencia que ese modo de vida era laical y debía ser percibido de tal manera. No es extraño por lo tanto que surjan en dicho ambiente depresiones y otras enfermedades psicológicas.
  • La manipulación de la intimidad: la gran mayoría desconocía el modo en que su intimidad era sometida a los fines de gobierno a través de la dirección espiritual (Cfr. Oráculo). Jamás se les ocurrió que «la confidencia» era una herramienta de información para los directores superiores. Este solo dato nomás escandalizaría de tal forma que muchos dejarían la institución.

Pienso que son dos de los elementos más importantes que configuran el fraude de la Obra. Sin respeto a la persona humana y sin un compromiso real con el carácter laical con el que la Obra se da a conocer habitualmente, esta institución pierde su legitimidad.

Y no se conocen pruebas contundentes de que en su origen hubiera habido un respeto por la intimidad y un compromiso por la secularidad. El gobierno de la Obra se fue construyendo a partir de ese control peculiar sobre las conciencias que caracteriza a esta institución desde hace muchos años y por ello, probablemente, desde su inicio. Ya que es muy extraño que un edificio comience con unos cimientos tan opuestos a su desarrollo posterior, siendo Escrivá el principal arquitecto de este desarrollo.

El factor tiempo

En muchos casos puede que no sea una novedad lo que aquí se escribe: varios son los testimonios que han dado quienes han estado en cargos de gobierno (cfr. informe de A.G.). Pero me pareció pertinente plantear el tema de manera abierta. Y además, el reflexionar sobre todo este asunto puede ayudar a que otros se animen también a dar su testimonio, sin que se vean impedidos por una barrera que ya no existe propiamente.

El tiempo corre en contra de la Obra y también, de alguna manera, corre en contra de quienes pueden dar su aporte y temen contribuir con el esclarecimiento de la verdad.

Desde un principio el tiempo siempre jugó en contra de la Obra y eso se nota en la urgencia del Fundador por avanzar tanto en el terreno jurídico como geográfico. Su obsesión por la eficacia es significativa. El secreto fue un modo de estirar ese tiempo: cuánto tardaría la Obra en ser descubierta y expuesta en público. La mentira avanza en la medida en que no se la ponga al descubierto y por eso –en parte- la devoción por el secreto o discreción en la Obra. Aquí radica la urgencia –pero en sentido contrario- por publicar (los documentos) y hablar (dar testimonio).

En la medida en que nadie hablara ni contara cómo funciona la Obra, ella podría seguir avanzando y ganando terreno, de manera subterránea.

En algún aspecto ya es tarde, porque la Obra creció y se asentó en una buena posición dentro de la Iglesia, logró ascender al extender la noche del silencio y la ignorancia. Pero el día va amaneciendo y las cosas se van conociendo. Ya no será tan fácil para la Obra seguir funcionando impunemente.

Guardar silencio le permite a la Obra seguir engañando a otros.



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