Lo teologal y lo institucional/La educación para la madurez

From Opus-Info
Jump to navigation Jump to search

LA EDUCACIÓN PARA LA MADUREZ

La persona humana no alcanza la situación adecuada para su actuación plenamente libre, desde el momento del nacimiento. Es necesario el proceso de maduración que denominamos educación.

El proceso de la primera educación de las personas que nacen a la vida humana tiene una características propias que, en cierta medida, son exclusivas de la infancia. En efecto, en la educación infantil se debe poner en acción todo el conjunto de las potencias operativas de la persona, por eso a los niños se les debe enseñar, no solamente los principios de fondo que llenarán su inteligencia, sino que además hay que ir adiestrando cada una de sus potencias activas para que luego puedan responder con fidelidad a los dictados de la razón. A los niños se les va adiestrando a andar correctamente, a manejar con soltura los cubiertos en la mesa y los útiles de escritura, a respetar y a saludar a los demás, a comer en la mesa junto con otras personas. Hay todos un conjunto de acciones que van encaminadas a que la persona que comienza a vivir esté en condiciones de usar de sus facultades activas con soltura. Pero, al mismo tiempo, es muy importante que las pautas de actuación que se utilizan para adiestrarlos no predeterminen su acción futura, sino solamente que sus capacidades activas le respondan armoniosamente.

Además los actos que se inducen en los niños tiene la misión de hacerlos sintonizar con las acciones buenas y con las realidades nobles y bellas. El ser humano tiene una sorprendente capacidad de aprender que hace que cuando realiza acciones grandes y buenas o se pone en relación con cosas grandes y nobles, no solamente alcanza la concreción de esa acción o de esas realidades, sino que es capaz de alcanzar una cierta afinidad con el bien y con la verdad y con la belleza. En esta afinidad consiste la virtud.

Por eso la virtud es más que la mera práctica o "acostumbramiento" de realizar determinadas acciones o de conocer unas realidades concretas. La virtudes auténticas implican afinidad con dimensiones de valores que capacitan a la persona no sólo para repetir lo que ha aprendido, sino para descubrir o realizar situaciones inéditas, es decir, para ser propiamente creativa. En esta capacidad creativa consiste la libertad.

Por eso, una buena educación no debe encerrar a las personas en frases hechas y en actitudes estereotipadas. Eso sería forzar a las personas a un formalismo rígido. Más bien deberá encaminarse a dar paso a una situación en que esa persona pueda actuar con madurez según el modelo que hemos expuesto en el párrafo anterior. Esto es semejante a la educación que recibe un estudiante de piano. En las primeras lecciones se deberá enseñar el solfeo y el uso adecuado de ese instrumento musical. Pero esa educación se encamina a que, llegado determinado momento, el sujeto sea capaz de interpretar personalmente las partituras e incluso componer piezas nuevas.

Si la educación fuera rígida y las pautas del comportamiento predeterminado fueran demasiado omniabarcante, es decir, si a los niños se les enseñara detallando demasiado cómo debe ser su actuación en todos los casos que se presentan en la vida, se estaría impidiendo que llegaran a actuar desde dentro de ellos mismos, e inevitablemente quedarían encerrados en un mundo de "lugares comunes". Entonces, sus acciones, en vez de nacer de su interior, remitirían simplemente a las pautas que estuvieran vigentes en el ámbito de su educación. Esto es lo que sucede cuando quien educa pretende que el niño actúe siempre de la manera concreta que se le ha indicado, sin apartarse nunca de ella. Entonces el educador celoso está constantemente corrigiendo a su pupilo y no deja el espacio mínimo para que el niño vaya haciendo propia su actuación. Esa educación no se limita a dar principios de fondo, por una parte, y, por otra, la destreza suficiente para llevar una vida de acuerdo con esos principios, sino que impone el modo de vivir en todas sus determinaciones.

Esto sucede en los ámbitos en los que se desconfía de la libertad de cada persona y se pretende garantizar un comportamiento correcto en todos los casos sin dar lugar a ninguna espontaneidad por parte de las personas singulares. Entonces, quien ha sido educado de esa manera se mantiene siempre en un nivel un tanto infantil, y no llega nunca, o llega con muchas dificultades, a apropiarse plenamente de las acciones que realiza y de la actitudes que adopta.

En el fondo, la desconfianza de la libertad esconde una falta de seguridad, no sólo en la capacidad de la persona, sino en la connaturalidad que los principios de fondo que se han enseñado, tienen con el sujeto. Hay, en efecto, una gran diferencia entre unos principios de fondo arbitrarios, y aquellos principios que son connaturales a la persona. A esta connaturalidad se refería C. S. Lewis cuando describía su experiencia al llegar a la universidad:

"Cuando recién llegué a la universidad tenía tan poca conciencia moral como pueda tener un muchacho. Una leve aversión a la crueldad y la tacañería era el máximo al cual podía llegar; de la castidad, la veracidad y el sacrificio personal, pensaba tanto como pueda pensar un mandril acerca de la música clásica. Por misericordia de Dios, caí en un grupo de jóvenes (dicho sea de paso ninguno de ellos cristiano) que me eran suficientemente afines en lo intelectual e imaginativo como para establecer una amistad inmediata, pero que conocían la ley moral y trataban de obedecerla. Por lo tanto su opinión respecto al bien y al mal era muy diferente a la mía. Ahora bien, lo que sucede en esos casos, en nada se parece a que a uno le pidan que considere "blanco" lo que hasta ese momento ha llamado "negro". Los nuevos criterios morales nunca pasan a la mente como simples inversiones de criterios previos (aunque efectivamente los inviertan), sino como "señores a los que ciertamente se espera" (C. S. Lewis, "El problema del dolor", cap. 111; la cita final es de S. T. Coleridge, "El poema del viejo marinero", parte IV, comentario: "y también su reposo, su país, su hogar, en el que pueden entrar sin anunciarse, como los señores a los que se espera y se recibe con silenciosa alegría").

El proceso educativo de las potencias es necesario, pero debe estar encaminado a dar paso a la situación de madurez en que la persona actúa desde sus principios internos. La confianza real en la libertad y en la fuerza interna los principios que se le dan a la persona y, consecuentemente, la confianza en la buena voluntad de ésta, debe manifestarse en que no se tiene un miedo excesivo a que las personas se equivoquen, porque se sabe que los errores son necesarios para aprender las lecciones verdaderas, es decir, aquellas que tienen realmente fuerza para configurar una vida. Los cuerpos vivos se muestran realmente sanos en que no solamente son capaces de actuar, sino también en que tienen la capacidad de sanarse cuando se aparecen los defectos o las enfermedades normales. Por eso una máxima del buen educador debe ser la de dejar que su educando se equivoque y él mismo aprenda a corregir sus errores remitiéndose a los principios de fondo que ha asimilado.

Todo esto tiene la manifestación clara en el hecho de que la educación propia de los primeros tiempos de la vida, ha de dejar paso a una situación esencialmente distinta. La dirección de las personas maduras debe ser distinta de "la primera formación". El protagonismo que en nuestro mundo han tomado los pedagogos muestra que en el fondo se pretende un control continuo de las personas y que, por eso, se las mantiene en una situación constante de dependencia de los que gobiernan, es decir, en una especie de minoría de edad. "Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas" (Juan Pablo II, "Fides et ratio", n. 2.5, § 2).

Estos defectos de la educación se ven favorecidos por la tendencia que tenemos los seres humanos a la seguridad. Los hombres deseamos la seguridad a veces más que la propia identidad y, por eso, muchas veces en las cuestiones más importantes nos remitimos de buena gana a las indicaciones de las autoridades de más buena gana que a la responsabilidad personal. La madurez en la actuación es ciertamente muy arriesgada y requiere poner en juego todas las energías vitales, lo cual es cansado y comprometido. Hay muchas personas que prefieren confiarse a "lo normal" y a "lo acostumbrado" antes que asumir excesivas responsabilidades. El amor a la posesión de un "título académico", o de un puesto de trabajo "en propiedad", o de una situación social convencional bien reconocida, es muestra de que se ama la seguridad antes que poner en juego toda la capacidad personal. Hay sociedades enteras que se rigen por estos criterios. Pero hay familias en las que se forma a los hijos con tal energía vital humana que casi se podría decir que se desprecian los títulos y las seguridades institucionales, y se enseña a confiar decisivamente en la cualidad creativa y en la iniciativa de cada uno.

Además quienes tienen la responsabilidad de la formación de otros, aunque con las palabras afirmen la fuerza configuradoras de los principios que propugnan, en la práctica con frecuencia desconfían de ellos y de la libertad de las personas. Por eso se abandonan entonces al "apasionado empeño por protegerlos. La carrera hacia sanciones o censuras cada vez más severas, hacia normas cada vez más particulares, la exasperada búsqueda de una reglamentación minuciosa de cualquier posible suceso, parecen darles seguridad en sí mismos: pero, tendrán hijos inhibidos, ignorantes o díscolos. La "seguridad antes que nada" es un lema antivital por excelencia" (J. B. Torelló, "La espiritualidad de los laicos").

El buen educador o formador sabe que su misión debe llegar a un momento en que debe desaparecer, al menos en ese carácter determinador de actos concretos, y dejar que cada uno asuma libremente con responsabilidad las riendas de su vida. A partir de entonces, la formación deberá tener fundamentalmente el carácter de enriquecer y afianzar los principios de fondo. Es verdad que siempre es necesaria una cierta disciplina en las capacidades operativas pues, por la herida del pecado original, nunca son plenamente dóciles a la dirección de la razón iluminada por la verdad, pero esto debe ser claramente secundario y nunca debe ahogar la acción libre de las personas.


Capítulo anterior Índice del libro Capítulo siguiente
La estructura de la acción de la persona humana Lo teologal y lo institucional La vida humana plena: felicidad, alegría y sentido de la vida