La ordenación sacerdotal en el Opus Dei, la declaración de nulidad de los ordenados sin vocación sacerdotal

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Por Bienvenido, 8 de noviembre de 2010


Desde hace algún tiempo se vienen produciendo consultas sobre la posibilidad de conseguir una declaración de nulidad de la ordenación sacerdotal procedente de ordenados que ya se han secularizado o bien de ordenados que aún no se han decidido, por diversos motivos, a solicitar la secularización, entre otras cosas porque creen que su ordenación fue inválida y por tanto nula, aduciendo que cuando fueron ordenados no tenían vocación sacerdotal y que su consentimiento dado adolecía de determinados vicios.

El catecismo de la Iglesia Católica dice en los números 1582 y 1583: “El sacramento del Orden confiere también un carácter espiritual indeleble y no puede ser reiterado ni ser conferido para un tiempo determinado. Un sujeto válidamente ordenado puede ciertamente, por justos motivos, ser liberado de las obligaciones y las funciones vinculadas a la ordenación, o se le puede impedir ejercerlas, pero no puede convertirse de nuevo en laico en sentido estricto porque el carácter impreso en la ordenación es para siempre.”

Es decir, la sagrada ordenación, una vez válidamente recibida, nunca puede ser anulada (cf. C.290,3).

Sin embargo, el clérigo puede perder el estado clerical de tres maneras:

  • a través de una sentencia judicial o decreto administrativo que declare la invalidez de la sagrada ordenación (cf. C. 290,1),
  • como consecuencia de la pena de la expulsión del estado clerical (cf. C. 290,2),
  • por un rescripto de la Santa Sede (cf. C. 290,3).

La pérdida del estado clerical se considera perpetua. El c. 292 indica que una eventual readmisión únicamente puede ser concedida por la misma Santa Sede, siempre que la ordenación no haya sido nula, en tal caso tendría que producirse una ordenación válida.

La declaración de invalidez de la sagrada Ordenación.

Es competente para tratar estas causas la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. CCDDS (cf. Pastor Bonus 68).

Las normas vigentes con anterioridad preveían un proceso para declarar la nulidad de la ordenación y otro para declarar la nulidad de las obligaciones inherentes a la misma. El Código de Derecho Canónico (CIC) no contiene ninguna referencia a este segundo proceso, de modo que la nueva normativa no considera el caso.

Para los casos en que la ordenación no fue invalida, pero diversas circunstancias pueden aconsejar que se libre al clérigo de las obligaciones inherentes a la misma, queda abierta la posibilidad de solicitar el rescripto de pérdida del estado clerical, sabiendo que la dispensa de la obligación del celibato únicamente la concede el mismo Romano Pontífice (cf. C. 291).

La normativa vigente prevé dos caminos, la vía judicial y la vía administrativa. Es la CCDDS la que decide el camino a seguir, prefiriendo normalmente la vía administrativa.

Los cc. 1708 al 1712 están dedicados a las causas para declarar la nulidad de la sagrada ordenación. Estos casos son de interés público, pues la solución de los mismos afecta a la vida de la comunidad. Debe intervenir el promotor de justicia (cf. C. 1430) y el defensor del vínculo (cf. C. 1432), que tiene los mismos derechos y obligaciones que el defensor del vínculo matrimonial (cf. C. 1711). En algunos casos habrá que tener en cuenta las previsiones del 483.2 “en las causas en los que pueda ponerse en juicio la buena fama de un sacerdote, el notario debe ser sacerdote”.

Para que el proceso administrativo hay las normas previstas por la CCD y DS prescritas en el Decreto Ad satius, 16 de octubre de 2001, AAS 94 (2002) 292-300. El Decreto contiene las Regulae servandae ad nullitatem Ordinationis declarandam.


La validez y la licitud del sacramento del Orden

La validez del sacramento del orden recibido estriba en los requisitos objetivos necesarios para preservar la verdad del sacramento y que afectan directamente a la sustancia o esencia del rito sacramental, y no en los que la Iglesia ha establecido como necesarios para la licitud. Una pretensión de invalidez debe basarse en:

  • falta de materia o forma establecida (cf.c. 1009,2), como puede ser la falta de imposición de las manos o de la oración consagratoria según el correspondiente libro litúrgico, constituyendo motivos de invalidez.
  • la administración por un ministro inválido (cf.c. 1012). La ordenación que no haya sido conferida por un obispo válidamente consagrado es inválida. Si el obispo está fuera de la comunión de la Iglesia, pero usa la materia y forma establecidas y actúa con la intención de hacer lo que hace la Iglesia la ordenación es válida. Los cc. 1382 al 1383 prevén penas para algunos casos de ordenación.
  • la recepción por un sujeto que no reúne las condiciones establecidas por el derecho (cf.c 1024). Es inválida la ordenación de sujetos que no sean varones o no estén válidamente bautizados.

Se trata en definitiva de una aplicación a nuestro caso de lo que establecen las Normas generales sobre los actos jurídicos.

En concreto, los cc 124 al 126, que dicen:

124.1. Para que un acto jurídico sea válido, se requiere que haya sido realizado por una persona capaz, y que en el mismo concurran los elementos que constituyen esencialmente ese acto, así como las formalidades y requisitos impuestos por el derecho para la validez del acto.

124.2. Se presume válido el acto jurídico debidamente realizado en cuanto a sus elementos externos.

125.1. Se tiene como no realizado el acto que una persona ejecuta por una violencia exterior a la que de ningún modo ha podido resistir.

125.2. El acto realizado por miedo grave injustamente infundado, o por dolo, es válido, a no ser que el derecho determine otra cosa; pero puede ser rescindido por sentencia del juez, tanto a instancia de la parte lesionada o de quienes le suceden en su derecho, como de oficio.

126. Es nulo el acto realizado por ignorancia o por error cuando afecta a lo que constituye su sustancia o recae sobre una condición sine qua non; en caso contrario, es válido, a no ser que el derecho establezca otra cosa, pero el acto realizado por ignorancia o por error puede dar lugar a acción rescisoria conforme a derecho.

De todas formas, no resulta fácil determinar las condiciones en los que el sujeto ha tenido la libertad necesaria para que exista una verdadera intención de recibir el sacramento (cf.c 125-126), dadas las implicaciones psicológicas del asunto.

La doctrina común exige únicamente la intención habitual del sujeto para la validez de la ordenación. Si faltase la intención, y se consigue probarlo (cf.c 124.2), la ordenación sería nula. El c. 125.1 aclara que un acto realizado por violencia exterior a la que no se puede resistir se tiene por no realizado. El c. 125.2, en cambio, establece que el consentimiento del sujeto no queda suprimido por el miedo, es decir, la ordenación sería válida en ese caso, pero el ordenado podría solicitar la anulación de las obligaciones que conlleva la ordenación. Sólo en casos extremos, cuando el miedo haya sido verdaderamente grave, es posible aceptar que haya anulado la intención debida y se haya dado, en realidad una simulación. Algunos trastornos de la personalidad o enfermedades psíquicas, debidamente valoradas por peritos psicólogos y psiquiatras, podrán sostener una declaración de nulidad basada en estos casos.

La falta de razón habitual hace que la persona sea equiparada jurídicamente a un infante (cf.c. 99). Una ordenación de un amente sería válida (como la de un infante), pero no generaría las obligaciones vinculadas al estado clerical. También sería válida la ordenación de una persona que padezca otras enfermedades psíquicas. En ambos casos se da una irregularidad para recibir las órdenes (cf.c 1041.1) y un impedimento para ejercerlos (cf.c. 1044.2,2). Son buenos motivos para pedir la anulación de las obligaciones que conlleva la ordenación.

La validez de la ordenación puede ser acusada por el mismo clérigo o por el Ordinario de quien depende o el de la diócesis donde fue ordenado (cf.c. 1708). El decreto de la CCD y DS concede esa facultad también a los promotores de justicia de la diócesis de incardinación o de residencia del clérigo.

Una vez enviada la petición, queda prohibido ipso iure al clérigo el ejercicio de las órdenes (cf.c. 1709.2).

Si se sigue la vía judicial han de seguir las normas de los juicios en general y del mismo contencioso ordinario (c. 1400-1655), a no ser que lo impida la naturaleza del asunto, y quedando a salvo las prescripciones de los cc. 1708-1712 (cf.c 1710). Es la CCD y DS la que designa el tribunal de tres jueces (cf.c. 1425.1,1). Y se necesita doble sentencia conforme para la firmeza de la decisión (cf.c 1712).

Si se sigue la vía administrativa hay que tener en cuenta que las normas distinguen una fase diocesana y una fase en el Dicasterio y regulan con precisión ambas fases. La fase diocesana se concluye con un parecer del instructor sobre la solicitud y el voto del Ordinario sobre lo mismo y sobre la posibilidad de escándalo en el caso. Se prevé la posibilidad de recurso jerárquico ante el propio Dicasterio y ante la Signatura apostólica. El Decreto Ad satius expresa el deseo de que estas nuevas normas protejan mejor los derechos de los clérigos.

Se trata por tanto de reconocer jurídicamente que no ha existido la ordenación sacerdotal, es por ello que el canon 291 reconoce indirectamente que tal declaración lleva consigo la dispensa de la obligación del celibato, que en caso contrario habría que solicitar específicamente al Romano Pontífice.

Como se puede apreciar no parece que esta vía pueda ser utilizada fácilmente por un ordenado incardinado en la Prelatura que desee abandonar el estado clerical mediante la declaración de nulidad. De hecho el número de casos tratados por la competente Congregación para el Culto Divino cada año es muy escaso. Consultando los respectivos volúmenes de L´Attivitá puede verse, por ejemplo, que se trataron dos causas en 1983, tres causas en 1988, ninguna en 1993 y una en 1988. Desde 1999 el correspondiente volumen de L´Attivitá no da datos sobre el número de causas tratadas, aunque hace referencia a que el número es muy escaso.


Requisitos previos a la ordenación.

Los requisitos previos que ha de reunir el candidato para recibir las sagradas órdenes de acuerdo con la teología moral son de dos clases: a) poseer las cualidades positivas exigidas por la Iglesia, y b) ausencia de irregularidades o impedimentos.

Las principales cualidades positivas son las señaladas en los cc. 1026-1032 del CIC, presupuestas naturalmente la vocación divina al sacerdocio, el estado de gracia y la rectitud de intención.


Vocación divina al sacerdocio.

La vocación sacerdotal, adecuadamente considerada, nos parece que consta de un triple elemento:

  1. Especial llamamiento de parte de Dios.
  2. Canónica idoneidad.
  3. Admisión al estado clerical por parte del obispo.

En este sentido podríamos decir que tiene verdadera vocación al sacerdocio todo aquel que, sintiéndose especialmente llamado por Dios y poseyendo idoneidad canónica para el mismo, es admitido al estado clerical por el obispo legítimo.


Especial llamamiento de Dios.

Es un hecho teológicamente indiscutible que la divina Providencia ordena todo cuanto existe al logro de la suprema finalidad de la creación, que es la gloria divina. Esta providencia de Dios se extiende absolutamente a todas las cosas, incluso a las más insignificantes- etiam minimorum , dice Santo Tomás-, hasta el punto de que Dios tiene contados los cabellos de nuestra cabeza (Mt, 10,30) y no se mueve la hoja de un árbol sin el previo permiso de Dios.

Siendo esto así, ya se comprende que una cosa tan grande y excelsa como el sacerdocio- que ha de continuar a través de los siglos la obra redentora de Jesucristo- no podía Dios abandonarla a la libre elección o capricho de los hombres. No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros, dice expresamente el Señor en el Evangelio (Io. 15,16). Por eso nos parece que incurren en un gran error de perspectiva, injustificable teológicamente, los que hablan de elección de estado al proponer al posible candidato la excelsa grandeza del sacerdocio. No hay, no debe haber tal elección de estado- como si la iniciativa de tamaña decisión fuera del hombre y Dios tuviera que aceptar lo que la criatura disponga-, sino únicamente un examen a fondo de la inclinación y de las cualidades que posea el candidato para descubrir en ellas, con mayor o menor claridad, el misterioso llamamiento de Dios, que constituye, teológicamente hablando, la quintaesencia de la vocación.

Este llamamiento de Dios suele adoptar formas muy diversas. Unas veces aparece en la conciencia del candidato con toda claridad y evidencia, de suerte que no permite abrigar la menor duda. Otras veces es oscuro y misterioso, pero al mismo tiempo muy verdadero y real. Unas veces se impone a la conciencia en forma categórica e imperativa; otras veces no pasa de una invitación, insinuante y persuasiva. Pero sea cual fuere la forma que adopte o la fuerza con que se imponga, nunca avasalla la libertad humana, que queda perfectamente a salvo incluso cuando recae sobre ella la gracia eficaz, que producirá infaliblemente su efecto libérrimamente aceptado por el hombre.

La existencia y necesidad de la vocación divina para el sacerdocio, o sea, de este llamamiento de Dios, puede demostrarse plenamente por los lugares tradicionales:

  1. La Sagrada Escritura. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Io 15,16).
  2. El Magisterio de la Iglesia. En la instrucción de la antigua Sagrada Congregación de Sacramentos de 27 de diciembre de 1930, aprobada y confirmada por Pío XI, se dice, entre otras cosas, lo siguiente : “No hay que confundir la vocación sacerdotal con la admisión al estado eclesiástico hecha por el obispo, ya que se le advierte gravemente a este último que no admita a recibir órdenes a los candidatos destituidos de divina vocación: “divina destituti vocatione”. Luego es cosa clara que la vocación divina es distinta y anterior al llamamiento del obispo.
  3. La Razón Teológica. Es una consecuencia natural y espontánea de la misma Providencia divina, que se extiende aun a las cosas más mínimas, como dice Santo Tomás (I, 22,3). Es absurdo pensar que unas de las cosas más excelsas, la vocación al sacerdocio, la ha dejado al arbitrio y capricho del hombre, para que la tenga o deje de tenerla según se le antoje o no.

No vale, pues, decir que el aspirante al sacerdocio no siente a veces en su interior el menor indicio del llamamiento divino, sino que tiene plena conciencia de haberse autodeterminado a escoger el sacerdocio ponderándolo fríamente las ventajas espirituales que le reportará tal estado. Nada se sigue contra la vocación en el sentido de iniciativa divina que acabamos de exponer; pues esa aparente autodeterminación, producto quizá de una elaboración lenta, fría y angustiosa, es en realidad una de las formas del llamamiento divino, un efecto de la libre elección divina, según aquello de la Sagrada Escritura: El corazón del rey es como un arroyo de agua en manos del Señor, que el dirige a donde le place (Prov. 21,1).


Esta demostración tan clara y evidente puede todavía confirmarse con nuevos y decisivos argumentos. Vale la pena exponer algunos, para establecer íntegramente la verdad sobre esta materia tan importante y tan oscurecida muchas veces.

1º.- El ministerio sacerdotal exige, por su propia naturaleza, especiales auxilios de la gracia para poder ejercitarlo convenientemente. Pero estos auxilios especiales los concede Dios única o, al menos, principalmente a los que fueron realmente llamados, no a los que tienen la osadía de ordenarse a los divinos ministerios, contra la voluntad de Dios.

2º.- El estado sacerdotal no se puede ejercitar dignamente y laudablemente sin especiales cualidades de alma y cuerpo. Pero estas dotes son dones de Dios, que concede a los llamados precisamente con vistas a su llamamiento; no a los demás, al menos según las normas generales de su providencia ordinaria.

3º.- El sacerdote desempeña el cargo de mediador entre Dios y los hombres, según aquellas palabras de San Pablo: “Todo pontífice tomado de entre los hombres es instituido para las cosas que miran a dios, para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados “ (Hebr. 5,1); y aquellas otras: “Somos embajadores de Cristo” (2 Cor. 5,20); y finalmente: “Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1 Cor. 4,1). Pero sería absurdo pensar que alguien, sin ser llamado por Dios, puede tener la osadía de escoger el cargo de embajador de Cristo, dispensador de los misterios divinos y mediador entre Dios y los hombres.

4º.- El estado sacerdotal lleva consigo gravísimas obligaciones, que por toda la vida no se pueden moralmente cumplir con fidelidad sin auxilios especiales de Dios. Ahora bien: según las normas ordinarias de su divina Providencia, Dios no niega a nadie gracias generales y auxilios suficientes; pero solamente concede las especiales y eficaces a los legítimamente llamados por El.


La vocación del laico y la vocación sacerdotal.

Por institución divina la Iglesia consta de sacerdotes y laicos. Hay dos sentidos en que podemos hallar la vocación: en el sentido natural y en el sobrenatural. En el sentido natural, hablamos de vocación como la inclinación natural dominante de una persona en orden a la propia realización personal determinada por las circunstancias dadas por la naturaleza misma. En el sentido sobrenatural, la vocación es un especial designio de Dios para la persona con el fin de desarrollar la gracia recibida en el Bautismo, en una misión específica a favor de la Iglesia y del prójimo. Así, existe una vocación fundamental, que es la vocación a la fe. Dentro de eso se dan ramificaciones específicas en cuanto a los diversos estados dentro de la Iglesia que divergen esencialmente. La vocación propia del seglar, del laico, según la Constitución Dogmática Lumen Gentium , consiste en lo siguiente : “A los laicos corresponde por propia vocación buscar el Reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales” (LG, 31). En otro lugar de la Gaudium et Spes se habla de la “instauración cristiana del orden temporal”. En definitiva, la santificación de las realidades terrenas.

En el caso de la vocación sacerdotal, se trata de ejercer sacramentalmente la misión del mismo Cristo, que confió a la Iglesia el triple oficio de “pastorear, santificar y enseñar”. Esto lo hacen los sacerdotes, en virtud de la configuración sacramental con Cristo, que reciben el día de su ordenación, de modo que entre los laicos y los sacerdotes existe una diferencia no gradual, sino esencial. Debido a tal especifidad esencial, hablamos de la vocación bautismal, o la vocación propia de los laicos, y la vocación sacerdotal. La vocación religiosa, que también pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia fundada por Cristo, consiste, en, siguiendo los consejos evangélicos, configurarse mas perfectamente con Cristo siendo signo de consagración para el mundo.

Entonces, el problema estará en saber si la presunta vocación al Opus Dei añade algo a la vocación bautismal y qué es lo que añade en todo caso. Porque “santificar el trabajo ordinario” va incluido dentro de la vocación genérica de “santificar las realidades terrenales”. Hacer normas de piedad tampoco añade nada, porque el oficio sacerdotal de la Iglesia pertenece a su naturaleza y no es algo específico. Menos aún hacer apostolado, porque la Iglesia por fundación es apostólica, y el mandato de Jesús de evangelizar a todas las gentes va dirigido a la Iglesia entera. Por tanto no se podría hablar de una vocación específica al Opus Dei.

El problema se complica más cuando se dice que “en la Obra la vocación de sacerdotes y laicos es la misma”, cuando la vocación de un laico es esencialmente distinta a la de un sacerdote. Además, en teoría esa vocación al Opus Dei es una vocación secular y laical. De ahí su insistencia en la santificación de las realidades terrenas. Entonces cómo es posible que un laico que solicita la admisión en la Prelatura y es admitido, que tenga esa vocación peculiar, que por lo demás coincide con la vocación de todo bautizado, resulta que al cabo de los años se ordena sacerdote. ¿Tiene vocación laical o tiene vocación sacerdotal? ¿ Acaso Dios ha alterado la misma constitución divina de la Iglesia haciendo que la vocación al Opus Dei, vocación secular, laical, incluya la posibilidad de la vocación sacerdotal siempre que el Prelado se le ocurra llamar a un miembro del Opus Dei a las sagradas órdenes?

Una persona ha de saber si tiene vocación al sacerdocio para ordenarse, en caso contrario, no debe ordenarse porque la ordenación sería no válida y por tanto nula. Esto es lo que la Iglesia ha dicho siempre. Sin embargo el Fundador del Opus Dei en el libro de Meditaciones V, llega a afirmar que “para nosotros el sacerdocio es algo accidental”, incluso llega a decir que los numerarios cuando se ordenan “cambian de trabajo profesional”, y esto es sencillamente o una novedad o una barbaridad teológica, por no decir otra cosa.

Según el espíritu del Opus Dei un sacerdote “santifica su trabajo profesional”. Entonces, cuando celebra la Santa Misa, ¿santifica la Misa? Lo que dice la teología es lo contrario, que los sacramentos fueron instituidos para la santificación de los fieles.

No existe ningún documento oficial ni extraoficial de la Iglesia que recoja el reconocimiento de la pretendida vocación al Opus Dei. Al ser una realidad asociativa, no se exige el planteamiento vocacional para pertenecer a la misma, y menos “vocación divina”.

En la Iglesia hay clérigos y laicos y la distinción entre los que son sacerdotes y los que no lo son, aunque participen del sacerdocio común de los fieles, no sólo es de grado, sino de naturaleza.

Para acceder al sacerdocio es precisa la elección divina, la vocación, que debe ser manifestada por el candidato y corroborada por la Iglesia. La Iglesia esto lo hace a través de instituciones surgidas para este fin (seminarios y noviciados) para discernir los signos externos de la posible vocación del candidato.

Dado que la vocación sacerdotal es específicamente y ontológicamente distinta a la vocación común de todo bautizado, la Iglesia siempre se ha esmerado en que los candidatos adquieran “el modo de ser sacerdotal”, a nivel interno y externo. Teniendo en cuenta todas estas condiciones, la Iglesia reconoce la vocación de suyo el día de la ordenación. Hace falta, por así decirlo, la llamada de Dios y de la Iglesia. Alguien se puede sentir llamado, pero concurrir circunstancias que establezcan dudas sobre la veracidad de tal vocación.

Sin embargo en la Prelatura se insiste que “la vocación del sacerdote y del laico es la misma”. Se podría aceptar que sacerdotes y laicos participan de un mismo carisma, espiritualidad o costumbre, si se quiere, pero equiparar la vocación sacerdotal y la vocación cristiana derivada del Bautismo es una carga de profundidad contra la especificidad de la vocación sacerdotal con especto a la bautismal y su diferencia en grado y naturaleza.

Asimismo, ante unas ordenaciones sacerdotales de miembros laicos del Opus Dei su fundador afirmaba: ”estos hermanos vuestros se hacen sacerdotes porque les da la gana, que es la razón más sobrenatural”.

Esta última afirmación no se sostiene teológicamente ni jurídicamente, porque nadie se hace sacerdote porque le dé la gana, sino porque siente la llamada de Dios, la Iglesia lo ha discernido y lo ha considerado apto para la vida sacerdotal. Si alguien tiene efectivamente vocación sacerdotal, y es verdadera a juicio de la Iglesia, ha de ordenarse, en caso contrario, no ha de ordenarse por mucho “que le dé la gana”, porque estaría afectada de invalidez y por tanto de nulidad del sacramento.

Cuando uno solicita la admisión al Opus Dei, se supone que es porque tiene vocación a la Obra, excluyendo explícitamente su vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. Los estudios institucionales de filosofía y sagrada teología que se cursan en los respectivos “Studium' Generale” de las distintas Regiones de la Prelatura carecen de una finalidad exclusiva referente a la ordenación sacerdotal, sino a la formación doctrinal-religiosa de los numerarios, de acuerdo con el Codex Iuris Particularis (Statuta).

Sin embargo los numerarios no plantean su posible vocación sacerdotal, porque no pueden y serían dimitidos de la Prelatura ipso facto por mal espíritu, sino que son designados por “cooptación” por parte del Prelado que los “invita” a acceder al sacerdocio. Por una parte estos miembros que acceden al sacerdocio no han manifestado jamás (y que no se les ocurra) ninguna orientación por la vida clerical, nada más opuesto al espíritu laical; en segundo lugar el Prelado designa a gente que no conoce de nada, sólo por informes internos de conciencia elaborados por los directores de la Prelatura; tercero, éstos pueden decir que sí o que no. Es decir, lo importante no es tener vocación sacerdotal o no tenerla, sino estar disponible al Prelado o no estarlo. La mayoría de los casos responden afirmativamente, aunque conozco algún caso contrario, con lo que nos encontramos con profesionales que jamás han tenido inclinación alguna por la vida sacerdotal, de un día para otro aparecen ordenados sacerdotes. Es realmente singular lo que dice el fundador de la Obra al respecto en “Meditaciones”: “Para nosotros el sacerdocio es una circunstancia, un accidente, porque la vocación de sacerdotes y laicos es la mismaMeditaciones, V, p. 479).

Por tanto un sacerdote numerario nunca hablará de “su vocación sacerdotal”, sino de su “vocación a la Obra”, toda una incongruencia teológica y eclesial. Y bajo mi humilde opinión sobre este tema, sin vocación sacerdotal no puede haber ordenación válida.




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