La idolatría del número

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Por Antonio Esquivias, 23.01.2006


Envío un escrito con fecha de marzo de 1999 enviado a José Carlos Martín de la Hoz, que entonces era el director de la Delegación de Madrid Este. Me impulsan a enviarlo todas esas personas que escriben en la web diciendo que si nos hemos ido de la Obra ha sido por nuestra voluntad, la misma que utilizamos para entrar, que realmente se puede ser santo en la Obra, que es un camino para quien lo quiera escoger.

Yo desde luego no voy a ser quien se oponga a la libertad de nadie. La libertad y la capacidad de amar son lo más bonito que tenemos las personas. Pero para implicar nuestra libertad en una institución hay que saber qué características tiene, si es potenciadora o limitadora de nuestra vida y nuestra libertad. No es lo mismo implicarse en Amnistía Internacional que en los Latin Kings y no basta simplemente decir que la persona lo ha hecho libremente. La libertad desde luego es una condición imprescindible, pero, obviamente, no basta. Hace falta, para que nuestra libertad consiga su finalidad de potenciar nuestra vida, que la institución en la que se entra realmente respete y haga crecer la libertad de las personas...

Tampoco basta que la institución sea de la Iglesia. A algunas personas esto les bastará como garantía, pero después de patinazos históricos sonados como, por ejemplo, la Inquisición y otros más cercanos y más polémicos, deberíamos estar algo más atentos y comprobar la fiabilidad evangélica de las instituciones de la Iglesia. He puesto «evangélica» porque me parece que el evangelio es el modo más directo de constatar que una institución de la Iglesia responde a las finalidades de esta. Para mi hay algo que casa exactamente con el ser evangélico, pero que tiene un enunciado más amplio, válido para todos los hombres, aunque no crean en el evangelio. Se podría enunciar asÍ: respetar la persona humana. Toda institución debe respetar la persona humana. Cuando una institución tiene puntos clave de su organización y de su praxis que no respeta a la persona, debería ser o reformada o eliminada de la vida social. No pienso que haya nadie que discuta esto como principio.

Más difícil es el juicio concreto sobre una determinada institución. Para mi en el Opus Dei hay varios puntos clave que no respetan a la persona, uno es el que indico en este escrito: la idolatría del número. Ese principio esta fuertemente inscrito en la praxis de la Obra y pasa por encima de muchas cosas. No responde a modos de hacer personales, sino a un modo de actuar institucional. Es la misma institución, con todos sus órganos y con todos sus agentes la que actúa así. En esta web de opuslibros hay innumerables testimonios que lo corroboran. La validez de mi escrito radica también en que está escrito cuando yo aún pertenecía a la Obra y, como el hecho de elaborar un escrito demuestra, aún creía que era posible razonar para mejorar las cosas.

No es indiferente pertenecer al Opus Dei, no es inocuo para las personas, no es una institución que pase como el agua sin dejar huella... Mi opinión es que en muchas personas, en demasiadas, esa huella es una herida que se tarda mucho en curar. También hay montones de testimonios aquí sobre lo pesado de esa huella en las vidas personales...

Mi escrito es un acercamiento a entender por qué la Obra hace tanto daño a muchas personas, que hay en su actuación que es dañino... Lo envío tal cual lo guardaba, sin quitar ni siquiera sus letras de introducción para José Carlos Martín de la Hoz.

Espero que os guste la aportación y con que le sirva a una sola persona para entender mejor qué es lo que le ha pasado durante su tiempo en la Obra, ya he cumplido mi objetivo al publicar te escrito.

Carta

Madrid, 2 de marzo de 1999

Querido José Carlos:

Te envío unas consideraciones que constituyen un tema de preocupación para mi. Espero te sirvan.

Un abrazo

Idolatría del número

Es fundamental no olvidar que el número es bueno. La idolatría del número perniciosa.

La idolatría del número es eso: una idolatría. Se adora al número y a la eficacia. El ídolo escondido es mi propio poder y se basa en la seguridad de la posesión, olvidando que toda posesión es contra esperanza (S. Juan de la Cruz). En la medida que hay afán de posesión no se vive de esperanza, no se vive de fe.

Se cae en la idolatría del número cada vez que en una labor apostólica (apostólica significa fundamentada en el espíritu de Cristo), se afirma expresamente que el número es lo importante; cada vez que en vez de afrontar el problema de una persona, lo que se hace es despedirla diciéndole que no encaja, que aquello no es para él. Cristo, buen pastor, a la oveja que no es capaz de seguir el paso del rebaño la toma en brazos y no la dice: ¡no me sirves!

El número pone uniforme. Frente al número nos uniformizamos: respondemos a unas características dadas. Donde priva el número, las personas llevan el uniforme que el número necesita. Al número le es necesario que tengamos una misma forma, porque eso es lo que permite contarnos, como manzanas en un canasto. El número evita precisamente lo que nos distingue, busca lo que nos iguala.

La idolatría del número lleva a la acepción de personas, a buscar aquellas que “responden” a un cierto esquema, a la “forma” que el número favorece; por eso hace distinciones, valora más a unos que a otros ... en suma, el número lleva a una actitud radicalmente no cristiana, porque Cristo vino a salvar a todos.

La idolatría del número lleva a no abordar los problemas de las personas, a no planteárselos, a dejarlos a un lado, buscando la eficacia. Se piensa que siempre habrá otros que respondan. Esto lleva a primar el proselitismo sobre la fidelidad (olvidando el “primer proselitismo”). Para primar la fidelidad hay que matar la idolatría del número, hay que renunciar, así, renunciar a la eficacia apostólica y comprometerse a fondo con las personas que necesitan nuestra ayuda o simplemente nuestro apoyo. Comprometerse con una persona significa confirmarla en el bien: el bien que se es y el bien que se puede llegar a ser, que, en realidad son lo mismo. Aunque la realidad actual de la vida de alguien parezca desastrosa, si hay quien vea su bien y le confirma en él, o felix culpa!, el bien es posible.

La idolatría del número, por el contrario, hace que la atención se centre en el mal, al que se ve como obstáculo. Se identifica mal con “obstáculo a la eficacia”. De ese modo la persona, así observada, se encuentra frente a su problema, frente a su mal, como frente a un muro. La disyuntiva es por tanto confirmarla en el bien o ponerla frente al muro de sus miserias, como castigada. Quien idolatra el número, castiga a las personas y las pone frente a sus miserias, aunque su buena intención, indudable, sea combatir el mal.

La idolatría del número ve males por todas partes, porque se centra en los obstáculos que le impiden conseguir más número. Los obstáculos son su fuerte, de eso sabe mucho. Por esto, quien se alimenta de la idolatría del número acaba necesariamente teniendo una visión pesimista y, en el fondo, aunque no lo admitiría conscientemente, desesperanzada. Desesperanza que aflora incontenible en el momento en que se cansa de vivir combatiendo obstáculos. Los obstáculos forman para él una cadena interminable, detrás de uno surge otro, y así siempre. La vida es obstáculos y lucha: ¡qué cansancio, que agotamiento vivir así!

Para quien vive de la eficacia, la vida se transforma en una cadena de obstáculos, sin satisfacciones, porque cualquier obstáculo conquistado es siempre precario. Todo es voluntad y obstáculos. Obstáculos a la eficacia y voluntad de superarlos. Se pone el énfasis en la voluntad y se difumina el porqué de los obstáculos: por qué están ahí, qué ha hecho que aparezcan, cuál es su razón de ser, cuál es su lógica en la realidad de las cosas. Son sólo obstáculos.

Bajo la idolatría del número la voluntad acaba ahogando al entendimiento. Quien vive la idolatría del número acaba no sabiendo el porqué de las cosas y las personas, porque solo trabaja con la voluntad, ya que el número no permite el acceso a la esencia, sino sólo a la cantidad.

Para Dios lo que interesa de la persona es justamente lo que no es cantidad, lo que no es número. Por eso hay un rechazo instintivo muy general a las personas que se presentan en nombre de Dios, pero siguen la idolatría del número. Se intuye, certeramente, que hay algo que no encaja, y que eso que no encaja es esencial, algo fundamental en quien quiere acercarse a Dios.

Para quien ha convertido al número en un ídolo ese rechazo es un obstáculo más que, según su lógica, le confirma en el camino emprendido. El camino de los obstáculos lleva de nuevo al énfasis en la voluntad de superarlos. Nos encontramos otra vez con voluntad y obstáculos. Así se crea un abismo insalvable con el resto del mundo. Curiosamente no haber escuchado una crítica justa lleva a confirmarse en el camino.

Renunciar al número es comenzar a vivir de esperanza. El número es el instrumento de la posesión, la herramienta, el útil del afán de posesión, de quien transforma todo en “propiedad” y lo debe controlar todo constantemente, lo haga a título individual o a título colectivo: en nombre de una institución.

Renunciar al número lleva a plantearse el porqué de las cosas, cuál son las causas que originan los problemas, lleva a tratar de comprender a todo y a todos. Renunciar al número conlleva la gran exigencia de entablar un diálogo. Diálogo con los demás y con el mundo, con las instancias que antes aparecían como simplemente hostiles.

Renunciar al número lleva a intervenir en el gran diálogo de Dios con la creación que se hace a través de su criatura, a participar en la verdad infinita de Dios. Sin esperanza esto no es posible, porque se tiene miedo de perderse, de encontrar excesivos caminos. Por eso, quien ha probado el número, muchas veces vuelve a él, porque añora su seguridad. Pero se trata de una seguridad engañosa.

En la medida en que se impone, la idolatría del número ahoga la libertad. Solo quien ha renunciado a la idolatría del número vive en verdad e fe y esperanza.

Marzo 1999


Original Antonio Esquivias