La fabricación de los santos/Místicos, visionarios y milagreros

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La causa que mayor expectativa ha suscitado es, sin duda, la de Francesco Forgione (1887-1968), un barbudo fraile capuchino popularmente conocido como padre Pío. Aunque jamás se alejó mucho de la región de Apulia, en el sur de Italia, él fue hasta el advenimiento de la madre Teresa de Calcuta, el "santo viviente" más famoso del catolicismo romano. Pero, a diferencia del ángel trotamundos de. la caridad, padre Pío no era conocido en primer lugar por su labor caritativa en favor de los enfermos y los moribundos; su reputación de santo se basaba en obras de índole más milagrosa.

Como Francisco de Asís, padre Pío llevaba en las manos, en los pies y en los costados las heridas de Cristo crucificado, los estigmas; que, durante los últimos cincuenta años de su vida, sangraron con frecuencia regular. Desde su primera adolescencia, habló frecuentemente de visiones con Jesucristo, con la Virgen María y con su propio ángel de. la guarda. Eso era en los tiempos buenos; pues también pasaba muchas noches, según decía, librando batallas titánicas contra el diablo, y, tras ellas, amanecía magullado, sangrando y agotado.

Padre Pío dedicaba la mayor parte de sus energías a intensas oraciones, a oficiar misas y, sobre todo, a escuchar confesiones. Como san Juan Bautista María Vianney, el célebre cura de Ars, padre Pío tenía fama de poseer el don de leer los pensamientos, es decir, la capacidad de ver el interior de las almas ajenas y conocer sus pecados sin escuchar ni una palabra del penitente. Al mismo paso que su reputación, crecían las colas delante de su confesionario, hasta tal punto que, durante un tiempo, sus cofrades capuchinos expendieron billetes de entrada para quienes querían gozar del privilegio de confesarse con él. A veces, cuando un pecador no podía ir a verlo, él mismo acudía al pecador, aunque, según dicen, no por los procedimientos corrientes. Sin salir de su cuarto, el fraile aparecía, en lugares tan alejados como Roma, para escuchar una confesión o consolar a un enfermo. En otras palabras, poseía el poder de la bilocación, la capacidad de estar presente en dos lugares distintos a la vez.

Pero había más. Cuando murió, sus cofrades de la orden le atribuían más de mil curaciones milagrosas, incluida la rara hazaña de sanar el globo del ojo destrozado de un obrero. Sus profecías fueron menos frecuentes, aunque no menos impresionantes en sus aciertos. Se dice que una de éstas la pronunció tras escuchar la confesión de un sacerdote polaco recién ordenado, que llegó desde Roma para verlo. "Un día serás papa", le vaticinó al joven Karol Wojtyla en 1947.

En resumen, padre Pío ostentaba todos los dones carismáticos y los poderes taumatúrgicos que, en la tradición popular, distinguen al místico de un santo común y corriente. Era, y sigue siendo, el hombre santo más popular de Italia después del mismo san Francisco de Asís. Pero la devoción hacia él no se limita a Italia o a los italianos. El convento capuchino en San Giovanni Rotondo, ciudad situada en la cumbre de una colina, donde está enterrado padre Pío, es un imán poderoso que atrae a los peregrinos y, a la vez, es sede de un culto de difusión mundial. Más de doscientas mil personas integran la red mundial de los Grupos de Oración de padre Pío. Libros, folletos y cintas de vídeo -en éstas últimas abundan en primeros planos de sus manos sangrantes, elevando la hostia durante la misa- circulan por las parroquias de todo el mundo occidental.

Tampoco se trata de un culto exclusivamente póstumo. Ya en vida, políticos y dignatarios estatales y eclesiásticos recurrieron a padre Pío. Mientras vivió hubo seis papas, y cuatro de ellos (Pío XI es la excepción principal) reconocieron personalmente en algún momento su santidad. Juan Pablo II le ha manifestado una particular devoción. Siendo arzobispo de Cracovia, escribió en 1962 al fraile capuchino, rogándole que rezara por una mujer polaca que había sobrevivido a un campo de concentración nazi, pero que se estaba muriendo de cáncer. Padre Pío hizo lo que se le pedía y, al cabo de menos de una semana, el arzobispo le volvió a escribir para informado de que la mujer estaba curada. En 1972, el arzobispo Wojtyla se sumó a los demás miembros de la jerarquía polaca en la firma de una carta con una solicitud de apoyo para la causa de padre Pío. En 1974 y, siendo ya papa, en 1987, peregrinó a San Giovanni Rotondo, donde ofició la misa ante la tumba del fraile. Aunque este último gesto era un acto de homenaje personal más que oficial, la visita del papa fue ampliamente interpretada por los devotos de padre Pío como señal de que su viaje hacia la santidad oficial sería breve.

En realidad, sin embargo, parece poco probable que la canonización se produzca muy pronto. Una de las razones, que discutiremos más adelante, está relacionada con la política interna de la Iglesia, Pero otra, mucho más llamativa, es la ambivalencia intrínseca, casi rayana en el disgusto, de los hacedores de santos cuando se ven confrontados con causas relacionadas con visiones, estigmas y otros fenómenos "místicos". Era una actitud que yo no había esperado.

Por regla general, las culturas católicas han acogido siempre con mayor benevolencia que las protestantes lo místico, lo milagroso y lo sobrenatural. De hecho, el culto de los santos presupone la experiencia personal de lo divino. Y, en cambio, precisamente porque la Iglesia católica acepta la realidad de lo sobrenatural (incluido lo diabólico), sus hacedores de santos oficiales se muestran escépticos ante ciertas afirmaciones de experiencias místicas. En efecto, en ningún otro aspecto de la santidad la distancia entre las ideas oficiales y las populares es más pronunciada que en las causas de místicos, visionarios y taumaturgos de la fe; en ningún otro caso, la devoción popular a los santos se halla más reñida con las pautas de la creación de santos que en los casos de fenómenos místicos; en ninguna otra situación, en fin, la insistencia de la Iglesia en realizar un proceso escrupuloso parece más inadecuada -y, sin embargo, más necesaria, según he llevado a convencerme- que al juzgar las vidas de los místicos.

Los místicos, como excepcionales amantes de Dios

La teología católica romana lo dice con bastante claridad: los místicos son, efectivamente, distintos de otros santos. Si todos los santos pueden llamarse "amigos de Dios", los místicos son aquellos individuos excepcionales que alcanzan un grado de intimidad espiritual que los distingue como extraordinarios "amantes de Dios"; hombres o mujeres que experimentan, aunque sea solamente en los instantes del éxtasis espiritual, un goce anticipado del amor divino al que todo cristiano serio aspira, si no en esta vida, seguramente en la venidera. Los místicos, escribe un teólogo católico contemporáneo, son vivientes "iconos del amor agápico". Para la mayoría de los estudiosos, el místico es el personaje religioso paradigmático, el que reconoce que la realidad permanece incompleta hasta que se reúna con su fuente.

Para los místicos, igual que para todos los santos, Jesucristo es el modelo definitivo. La familiaridad con la que Jesús se dirigía al Padre, llamándolo "abba" o "papá", su convicción de que "yo y el Padre uno somos" y su afirmación de que "y el que me ve, ve al que me envió" atestiguan la intimidad con Dios que resume en la tradición cristiana el estado místico. Para la mayoría de los místicos cristianos, sin embargo, el objeto de la unión mística no es tanto el Padre como el Hijo. El místico proclama, como el apóstol san Pablo: "Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí."

Aunque la experiencia mística apela al anhelo humano de conocer y amar a Dios, ciertos motivos afectivos sobresalen en los escritos de los místicos cristianos. Muchos de ellos hablan de un sobrecogedor abrazo divino, para el cual la unión conyugal ofrece la única analogía adecuada. Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, escribe que en los "arrobamientos que lo sean (...) roba Dios toda el alma para sí y que, como a cosa suya propia y ya esposa suya, la va mostrando alguna partecita del reino que ha ganado por serlo". Juliana de Norwich dice de Jesucristo: "Él es nuestro esposo verdadero, y nos somos su bienamada esposa, su moza galana, su mujer con la que no se enoja jamás." Y Catalina de Siena describe cómo Cristo le reveló la intención de "desposar su alma en la fe" colocándole en el dedo una anillo místico en una ceremonia a la que asistió la Virgen María.

Tales metáforas conyugales no se limitan a las mujeres. También los místicos masculinos hablan de los arrebatos del eros divino. En su "Cántico espiritual"; ciclo de exquisitos poemas amorosos en la tradición del Cantar de los Cantares bíblico, san Juan de la Cruz evoca el ansia del alma herida por el amor de Dios:

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste Habiéndome herido;
Salí tras ti, clamando, y eras ido.

Podría decirse, por tanto, que lo que distingue a los místicos de otros santos no es el heroísmo de la virtud, sino su experiencia personal de Dios o, más precisamente, la experiencia de transformación personal que se opera en ellos mediante la acción amatoria de la gracia de Dios. Leer sus escritos autobiográficos es seguir al alma en su recorrido de la senda mística (si bien, esa senda no es siempre exactamente la misma) a través de la luz y las tinieblas, la purgación y la iluminación, los desiertos espirituales y los goces del éxtasis. Lo que comienza con la disciplina ascética y la oración contemplativa culmina en la unión o, como prefieren llamarlo algunos teólogos, la comunión mística con lo divino.

Aunque la unión mística es espiritual e interior, algunos místicos experimentan también efectos psicosomáticos concomitantes: lo que los hacedores de santos llaman "fenómenos místicos secundarios". Entre los más frecuentes se hallan los éxtasis, las visiones, las revelaciones, las profecías, los estigmas y otras heridas de la pasión de Cristo, la capacidad de leer los pensamientos y los pecados secretos de los demás (clarividencia mística), la levitación, la bilocación y la inedia, que es la capacidad de vivir meses o años enteros sin ingerir alimentos y sin que ello dañe el cuerpo o el cerebro. Huelga decir que es esta dimensión de la vida mística la que más atrae la atención popular y, también, la que más desconcierta a los hacedores de santos.

Muchos de los santos cristianos clásicos eran místicos; para citar sólo a los más famosos: Pablo, el apóstol de los gentiles; el evangelista Juan, cuyos cuarto Evangelio y el libro del Apocalipsis son los escritos más "místicos" del Nuevo Testamento; Agustín, obispo de Hipona y el pensador más influyente de la Iglesia occidental; Francisco de Asís, fundador de los franciscanos y el santo más popular de la cristiandad occidental; Tomás de Aquino, principal filósofo y teólogo del catolicismo; Ignacio de Loyola, santo soldado que fundó la Orden de los Jesuitas; Juan de la Cruz, el más grande poeta de la vida mística; y Catalina de Siena y Teresa de Ávila, dos mujeres cuyos escritos sobre el sendero místico del alma les merecieron el título de doctoras de la Iglesia [hasta la fecha, sólo treinta hombres y dos mujeres han sido declarados doctores de la Iglesia, título honorífico que los papas otorgan a aquellos santos que se distinguen por un grado excepcional de erudición y/o de conocimiento de la vida espiritual].

Pero, así como no todo santo es místico, tampoco todo místico es santo. Los personajes del siglo XIV como Johann Eckhart, Jan van Ruysbroeck, Richard Ralle, Heinrich Suso o Julián de Norwich y, en nuestro siglo, Teilhard de Chardin y Thomas Merton, son sólo unos pocos de los místicos cristianos reconocidos que, por diversas razones, aún no han sido canonizados por la Iglesia. Además, la Iglesia católica romana ha llegado a reconocer poco a poco que cada tradición religiosa -el budismo, el hinduismo, el judaísmo y el islam no menos que el cristianismo- ha producido sus propios místicos auténticos. Efectivamente, igual que algunos místicos cristianos manifestaron en sus cuerpos las heridas de Cristo crucificado, así ciertos místicos musulmanes exhibieron heridas semejantes a las que el profeta Mahoma recibió en la batalla.

Aun así, no he hallado, en las conversaciones que mantuve en el Vaticano, ningún indicio que apoye la difundida opinión, popularizada sobre todo por el difunto Joseph Campbell y otros fenomenólogos de la religión, de que los místicos constituyen algo así como una elite espiritual autónoma en el interior de las varias religiones universales. Según esa opinión, la experiencia mística es esencialmente la misma en todas partes; lo que difiere es solamente la manera como se expresa. La implicación teológica es obvia: lo que el místico cristiano experimenta como Dios es la misma realidad última que el hindú experimenta como Brahma, el musulmán como Alá, etcétera; tan sólo las etiquetas son diferentes.

El criterio de los hacedores de santos del Vaticano se acerca más al punto de vista de Steven T. Katz y otros estudiosos contemporáneos del misticismo, para quienes es verdadero precisamente también lo contrario. Su argumento -a mi juicio, convincente- es que la experiencia mística, por muy innovadora que sea, se halla inevitablemente predeterminada por la tradición, el lenguaje y los conceptos propios del místico que éste ha desarrollado en el estado premístico. En otras palabras, "el instante místico es el fin de un viaje místico", y éste está determinado más por el patrimonio religioso específico del místico y su comunidad espiritual que por su sensibilidad individual. Lejos de ser un transeúnte espiritual autónomo, que trasciende las constricciones de dogmas y sectas, el místico tiende a confirmar, mediante su experiencia personal, aquello que la comunidad religiosa tiene por verdadero en virtud de revelaciones originales, escrituras sagradas y otros elementos de la tradición recibida. Así pues, si santa Teresa experimenta a Cristo como el novio de su alma, lo hace porque eso es lo que la formación de las carmelitas españolas del siglo XVI le enseñó a esperar; se trata de lo que Katz llama "el carácter "conservador" de la experiencia mística", y es la cualidad que los hacedores de santos del Vaticano buscan en las causas de los místicos.

A pesar de que el catolicismo acepta el misticismo en mucho mayor grado que las Iglesias reformadas, los teólogos católicos siempre han visto a los místicos con decidida ambivalencia. Por un lado, la teología católica identifica la unión mística con Cristo como la perfección culminante de la vida cristiana; por el otro, la Iglesia reconoce que quienes aspiran a la unión mística corren graves riesgos espirituales, y no siempre los superan con éxito. La experiencia de los místicos demuestra que el alma nunca se encuentra tan expuesta a las influencias "demoníacas" como cuando busca lo absoluto; nunca está tan cerca de la desesperación como cuando se adentra en lo que Juan de la Cruz llamó "la noche oscura" de la aridez espiritual; nunca sufre en tal grado la tentación del orgullo como cuando manifiesta dones espirituales extraordinarios y poderosos carismas evocativos.

Por lo demás, por mucho que los místicos avalen y confirmen las creencias aceptadas, a fuerza de su propia experiencia personal, tienden también a individuar y a ramificar aspectos particulares de la fe; a veces, hasta el punto de desafiar la ortodoxia predominante. Muy a menudo, la mera reivindicación de una experiencia directa de Dios ha bastado para colocar a los místicos bajo sospecha de heterodoxia, y muchos fueron efectivamente acusados de ser clientes del diablo. Teresa de Ávila fue considerada en cierto momento sospechosa de herejía; Juan de la Cruz escribió algunos de sus clásicos poemas religiosos mientras languidecía en una prisión, castigado por sus superiores religiosos; y Juana de Arco, cuyas experiencias místicas revestían la forma de voces celestiales, fue condenada a muerte como bruja por la jerarquía francesa. ¿Cómo juzgan, pues, los hacedores de santos oficiales de la Iglesia quién es un místico auténtico y quién un embustero?

Cuando inicié mis investigaciones en Roma, suponía que los hacedores de santos trataban las causas de los místicos como una categoría aparte, igual que en el caso de los mártires. Si es el don del amor divino lo que distingue al santo de los cristianos ordinarios, entonces, me parecía que esos excepcionales amantes de Dios representaban una especie de santidad distinta, que requería unos criterios diferentes para la canonización. Al fin y al cabo, los más grandes místicos fueron perspicaces psicólogos de la vida espiritual y reporteros de sus propias experiencias, maestros del ascenso del espíritu hacia lo divino que dejaron delimitados unos senderos, gracias a los cuales otros podrían aprender a discernir la genuina experiencia de Dios, por un lado, de los engaños del yo y las asechanzas del diablo, por el otro. Parecía lógico, por tanto, que los hacedores de santos recurriesen a esa biblioteca de la sabiduría espiritual a la hora de sopesar las causas de supuestos místicos.

Descubrí, sin embargo, que los hacedores de santos no consideran la experiencia mística en sí misma como una prueba de santidad; tampoco tienen en cuenta al juzgar una causa, según se me dijo, las informaciones sobre gracias místicas especiales. Antes lo contrario, los hacedores de santos parecen sospechar abiertamente de toda causa relacionada con fenómenos místicos, y ansiosos de desechar toda noción de que los místicos sean intrínsecamente distintos de otros santos.

Como cuestión de principios teológicos, los hacedores de santos distinguen rigurosamente entre la vida interior de la oración mística -lo que algunos teólogos llaman la gracia de la "contemplación infusa"- y sus efectos psicosomáticos secundarios, tales como el éxtasis, las visiones y los estigmas. "El misticismo, en el sentido estricto, es simplemente una conciencia interior, honda e irrebatible de la presencia de Dios", me dijo el padre Gumpel. No menos conciso fue el padre Eszer: "El misticismo no es otra cosa que la conciencia que tiene una persona de la fe, la esperanza y la caridad que obran en su alma." Dado que tal conciencia es intrínsecamente subjetiva y que, además, el candidato ya no está entre los vivos, los hacedores de santos no pueden pronunciarse acerca de la autenticidad de las gracias místicas interiores que se le atribuyen a un candidato, como podría hacerlo, por ejemplo, un psiquiatra con su paciente; a lo sumo, la presencia de tales gracias pueden deducirla de los frutos que produjeron en la vida del místico y del impacto espiritual que el siervo de Dios causa en otros. Siguiendo en la línea del dictamen pronunciado por san Pablo acerca de los carismas espirituales, Roma continúa considerando todos los dones místicos -lo mismo los transportes espirituales más privados que las más públicas exhibiciones milagrosas- como gracias concedidas para beneficio de la comunidad cristiana, no para deleite del místico individual; así que, si bien las pruebas de gracias místicas pueden ser aducidas en ocasiones en apoyo de una causa, no dejan de ser esencialmente irrelevantes. En otras palabras, los místicos deben demostrar la misma conducta de virtud heroica que se les exige a todos los demás candidatos, menos a los mártires.

No obstante, aquellos siervos de Dios que exhiben, como padre Pío, unos poderes físicos o psíquicos excepcionales requieren una atención especial.

-Primero, tenemos que abrimos paso entre los desvaríos piadosos de los creyentes para llegar a la verdad de los hechos -explicó el padre Sarno; en la voz se le notaba cierta impaciencia-. Luego, si las informaciones sobre poderes extraordinarios resultan fidedignas, debemos preguntamos si son de origen divino, de origen diabólico o simplemente efectos de una personalidad emocionalmente desequilibrada. Puede que mucha gente considere santo o santa a la persona en cuestión; la Iglesia, en cambio, ha de estar segura. Hacen falta, además, una sólida reputación de santidad, pruebas de virtud heroica y milagros de intercesión; así que la Iglesia adopta una actitud reservada, espera y exige una documentación rigurosa.

La respuesta de los relatores fue más áspera. Consideran que el problema fundamental es que la piedad popular católica tiende a confundir el misticismo genuino con experiencias extraordinarias y poderes "sobrenaturales", confusión esta que, en opinión de los hacedores de santos, ha dado mala reputación a la santidad.

-Muchos creyentes no entienden que cuando hablamos de misticismo no nos referimos a los estigmas, las visiones, levitaciones, bilocaciones y fenómenos por el estilo -me dijo Gumpel-. Desde luego que no excluimos estas causas, pero no nos inclinamos a proponer esos casos para la canonización. Comprenda que nosotros estamos buscando la santidad ordinaria; tratamos de refutar la idea de que los santos son personas que tuvieron experiencias excepcionales. Desafortunadamente, esa idea está muy arraigada entre la gente de poca cultura, sobre todo en sitios como el sur de Italia o Suramérica, donde creen que uno no puede ser santo si no ha tenido tales experiencias. Aquí, en Roma, combatimos esa idea con todas nuestras fuerzas. Pero las historias de sucesos extraordinarios se difunden con mucha facilidad.

Sin embargo, desde los principios del cristianismo las historias de hazañas y experiencias milagrosas han formado parte integrante del culto de los santos. Jesucristo mismo obraba milagros, y lo propio hicieron sus apóstoles. A los santos posteriores se los creía no menos dotados, y las historias de sus hazañas milagrosas se consideraban señales normales del poder y el favor divinos. Tampoco es que tales historias se limiten a épocas distantes y más "crédulas" de la Iglesia. Las pruebas de tales fenómenos extraordinarios se pueden encontrar en las "vitae", en los testimonios y en otros documentos que se guardan en los archivos de la .congregación. El mismo papa Benedicto XIV dedicó, en plena época de la Ilustración, más de cuatrocientas páginas de su "magnum opus", titulado "Sobre la beatificación y la canonización de los siervos de Dios", a la investigación correcta de los casos de visiones, levitaciones y otros fenómenos místicos atribuidos a los siervos de Dios. Según algunos cálculos, se han registrado trescientos veinticinco casos solamente de estigmas (la mayoría, en mujeres) desde la muerte de san Francisco de Asís, que es considerado generalmente por los historiadores el primer estigmatizado auténtico. Sesenta y dos de esos trescientos veinticinco han sido canonizados.

Pero hay otra razón de por qué el catolicismo popular tiende aún hoya identificar el misticismo con poderes sobrenaturales. Desde finales de siglo XVIII hasta el II Concilio Vaticano, la Iglesia fomentó las historias milagrosas como una manera de defender lo sobrenatural contra el escepticismo de la Ilustración. Fue en ese período, por ejemplo, cuando la Iglesia aceptó nada menos que tres apariciones milagrosas de la Virgen María (Lourdes, 1858; La Salette, 1846; Fátima, 1917), entre varias docenas que otros católicos pretendían haber contemplado. Coincidió que el mismo período produjo por lo menos quince místicas, la mayoría iletradas (como los niños visionarios de las apariciones de Fátima), campesinas enfermizas cuyos estigmas confundieron a los médicos de la época y que atrajeron vastas multitudes de seguidores gracias a sus visiones y profecías y, sobre todo, por las heridas, parecidas a las de Cristo, que mostraban en el cuerpo; que algunas de ellas, como Louise Lateau (1850-1883) y Theresa Neumann (1898-1962), afirmaran no alimentarse más que de la eucaristía, formaba también parte de su mística.

Hay que señalar que, de esas mujeres, menos de la mitad fueron propuestas para la santidad y sólo una ha sido canonizada; y, en este caso, el de santa Gemma Galgani (1878-1903), la Iglesia mantuvo un prudente silencio acerca de sus supuestas visiones, en las que pretendía haber conversado con Jesucristo. Además, en ninguno de esos casos las iluminaciones espirituales de dichas mujeres son comparables a las de Catalina de Génova, iletrada también ella, y mucho menos a las de Teresa de Ávila. En resumen, la confusión actual acerca de lo que constituye el misticismo no puede explicarse únicamente por la existencia de dos culturas en el interior del catolicismo: una, oficial y con matices teológicos, y la otra, popular y excesivamente crédula. La historia de los dos últimos siglos demuestra que también obispos y predicadores aceptaban y alentaban la devoción hacia esos personajes más bien pintorescos, a algunos de los cuales se los sigue proponiendo para la santidad.

El místico como víctima: Teresa Musco

Una semana después de mi conversación con Gumpel, Enrico Venanzi me llamó a su despacho, situado en la parte trasera de la congregación. Había oído hablar de mi interés en las causas místicas y quería mostrarme una serie de documentos que había recibido de Caserta, una pequeña ciudad al norte de Nápoles. Entre esos documentos había unas fotografías en color que mostraban estatuas, crucifijos e imágenes de Jesucristo y de la Virgen María. Todas las imágenes estaban cubiertas de sangre, que en algunos casos brotaba de los ojos y, en otros, de las manos y de los costados. En una secuencia de siete fotografías se veía manar la sangre, seguida de lágrimas, de los ojos de una estatua barata de yeso de la Virgen. En total, unas dos docenas de imágenes y estatuas resultaron afectadas por esos fenómenos; todos habían sido registrados y examinados por las autoridades eclesiásticas locales, según me dijo Enrico, y, en algunos casos, la sangre fue analizada por un biólogo.

Las fotografías estaban tomadas en la casa de Teresa Museo, una mujer que murió en 1976 a la edad de treinta y tres años. Según los documentos, Teresa había experimentado visiones de Jesucristo, de la Virgen María y de su ángel de la guarda desde los cinco años. Desde los nueve, llevaba los estigmas en las manos y en los pies. Además, había sabido leer varias veces los pensamientos de otros y, en una ocasión, se le atribuyó una curación milagrosa -la víctima padecía leucemia- a través de sus oraciones. En Caserta se formó un comité que reunió la documentación acerca de esos prodigios y la envió a Enrico, con la esperanza de que estuviera dispuesto a actuar como postulador de la causa. El joven jurista sonreía mientras ponía las estremecedoras fotografías sobre el escritorio.

-Es muy típico del sur de Italia -murmuró-¿Aceptará el caso? -pregunté.

Levantó la cabeza y me miró.

-Creo que sí -dijo.

Siguiendo la sugerencia de Enrico, me dirigí en automóvil a Caserta para visitar la casa de Teresa, que se había convertido en una especie de santuario. Pregunté por la causa en la oficina del obispo, y el vicario general de la diócesis me dijo que, oficialmente, el obispo no tenía nada que ver con el asunto. Sacó de sus archivos un expediente y me explicó que una investigación preliminar, llevada a cabo por la archidiócesis de Nápoles, demostró que Teresa sufría ciertas enfermedades frecuentes en su familia. No dijo de qué enfermedades se trataba, pero agregó que también su hermano había sido víctima de las mismas. De todos modos, daba a entender que, fuese lo que fuese lo que padecía Teresa, de alguna manera ponía en tela de juicio sus experiencias extraordinarias.

Pese a tal reserva oficial, muchos católicos de Caserta y de otros lugares del sur de Italia, así como sus parientes en Estados Unidos, creen firmemente en la santidad de Teresa y propugnan su canonización. Según una biografía popular de ochenta páginas, "Breve historia de una víctima", editada por el Comité Teresa Musco, ella padeció tal variedad de enfermedades internas y externas que toda su vida estuvo marcada por dolores constantes y visitas a los hospitales; y, lo que es peor, su diario de más de dos mil páginas revela que, durante toda su vida, sostuvo una permanente batalla emocional contra un padre tiránico que, a menudo, la maltrataba a ella, así como a su madre y que, finalmente, expulsó de la casa a Teresa. Según el diario, a la edad de seis años Teresa se ató una soga alrededor de la cintura como penitencia y se prometió a sí misma llevar una vida de sufrimiento por los pecados de los otros. Inicialmente, trató de desagraviar a Jesucristo de las blasfemias habituales de su padre. Más tarde, y a instancias de Jesucristo, ofreció sus aflicciones por los sacerdotes indóciles e indisciplinados. Al final, no deseaba ya otra cosa que padecer en su propia carne nada menos que los sufrimientos de Cristo crucificado. En una oración que le enseñó su ángel de la guarda escribió:

¡Ciñe mi cabeza con tu corona de espinas! ¡Padre, atraviésame las manos y los pies con tus clavos y atraviesa mi corazón con tu lanza! Me arrodillo ante ti para poder sentir tu tormento y la amargura de tu traición por Judas. Acepta el sacrificio de mi humilde persona.

Las fotografías muestran a Teresa como una mujer gruesa y de baja estatura, nariguda y con gafas. Su biógrafo refiere que a los trece años tuvo una visión en la que se le ordenó consagrarse a una virginidad vitalicia. Según la misma fuente, posteriormente tuvo que resistir los requerimientos "impúdicos" de un médico que la atendía en el hospital. Otra fotografía, sin fecha, la muestra ataviada con un vestido blanco de novia y velo, llevando en la mano un ramillete de flores. Aunque Teresa no entró nunca en un convento, su forma de vestir se parece mucho a la que usan las monjas el día de su solemne profesión. El pie de la fotografía dice simplemente: "Teresa consagra su vida entera a la Iglesia, al Santo Padre y a la conversión de los pecadores."

Según el diario, Teresa recibió los estigmas por primera vez el 1 de agosto de 1952, tras un sueño en el cual fue clavada a una cruz; pero parece que no sangraron con regularidad hasta el Jueves Santo (marzo) de 1969. Durante los años siguientes, sintió también azotes en la espalda tres días a la semana. Pero el fenómeno que atrajo la atención del público fue el de las estatuas e imágenes de las que comenzó a gotear sangre el 25 de febrero de 1975. El obispo de Caserta inspeccionó personalmente el primero de esos milagros y, más tarde, le dio permiso para exhibir la imagen sangrante de Jesucristo en un pequeño altar que tenía en su casa. A veces, sus iconos caseros sangraban durante un cuarto de hora, mientras Teresa derramaba lágrimas por los sufrimientos de Jesucristo y de la Virgen. Por entonces, había aceptado la dirección espiritual de dos sacerdotes de Caserta: Giuseppe Borra, un salesiano, y Franco Amico, un fraile franciscano que encabeza ahora el comité en favor de su beatificación.

Tras su muerte -Teresa estaba siendo sometida a diá1isis y parece ser que murió con muchos sufrimientos-, el obispo de Caserta presidió los funerales en la catedral, unas dos mil personas asistieron a las exequias y nada menos que un prelado del rango del difunto cardenal Joseph Siri, de Génova, respaldó la causa. En una carta al padre Amico, Siri escribió en 1979: "El caso Musco posee una documentación que nunca encontré en ninguno de los que había examinado antes. Los hechos son los hechos, y no se los puede deshacer con burlas o pasándolos por alto."

Sean cuales sean los hechos, está claro que Teresa Musco no corresponde al modelo de santidad que están buscando los hacedores de santos de la Iglesia posterior al II Concilio Vaticano. Enfermiza y casi masoquista en su deseo de sufrir, a muchos católicos cultos y modernos Teresa Musco no debe de parecerles más atractiva que las estatuas que sangraban en su presencia; pero, para unos cuantos millones de católicos, las personas como ella representan la esencia misma de lo que se supone que son los místicos: una figura de expiación, cuyos estigmas y visiones ofrecen una prueba irrefutable de lo sobrenatural en un mundo que, a su entender, ya no cree en milagros. Y, mientras la Iglesia insista en que las causas deben basarse en la reputación de santidad del candidato, la congregación tendrá que atender semejantes casos, por muy desagradables que resulten para los hacedores oficiales de santos. ¿Cómo lo hacen?

Los procesos de las causas místicas

Como en todos los demás ámbitos, la congregación sigue también en éste las directrices estrictas establecidas hace más de dos siglos por el papa Benedicto XIV. En su "magnum opus" sobre la beatificación y la canonización de los siervos de Dios, Benedicto discute los problemas que plantean los fenómenos místicos, basándose a un mismo tiempo en su propia experiencia como promotor de la fe y en los documentos y las discusiones de los seis siglos anteriores a la creación de santos. Desde el comienzo, Benedicto insiste en una fundamental distinción de dos clases de gracia sobrenatural: aquellas que hacen a quien las recibe grato a Dios ("gratia gratum fascines") y son necesarias para la salvación del individuo, y las gracias especiales que se dan libremente a los individuos ("gratia gratis data"), sobre todo para beneficio y edificación de la comunidad de los creyentes. Entre estas últimas figuran las experiencias místicas como visiones, profecías, éxtasis, estigmas, levitaciones y cosas por el estilo. Dado que esas gracias especiales pueden ser y han sido otorgadas tanto a los justos como a los malvados, arguye Benedicto, no pueden constituir ninguna prueba de santidad personal en un proceso canómco.

Pero el asunto no acaba ahí. Dado que algunos candidatos a la beatificación o la canonización exhiben gracias místicas, Benedicto aconseja que tales experiencias sean rigurosamente examinadas por la congregación, antes de ocuparse de la cuestión de las virtudes heroicas, y que se dictamine un juicio preliminar para establecer si son de origen sobrenatural, obra del diablo o efecto de causas naturales.

En las investigaciones de fenómenos físicos extraordinarios, escribe Benedicto, importa contar con testigos fidedignos. Como ejemplo, cita un caso del que él mismo se ocupó primero como "abogado del diablo" y, después, tras su ascenso al pontificado, como el papa que declaró santo al candidato:

Cuando yo era promotor de la fe, se debatió en la Congregación de Ritos Sagrados la causa del venerable siervo de Dios José de Cupertino, por las dudas que había acerca de sus virtudes y que, tras mi resignación del cargo, fueron felizmente resueltas; en dicho debate, varios testigos presenciales, gente común y corriente, atestiguaron las muy frecuentes elevaciones y los grandes vuelos de aquel arrobado y extático siervo de Dios.

Conviene precisar que José de Cupertino no fue un levitador ordinario. Sus prolongados vuelos eran tan frecuentes que fue conocido en vida como "el fraile volador". Según sus biógrafos, José levitó en más de cien ocasiones. Uno de los incidentes más documentados ocurrió en 1645 y fue presenciado por el embajador español ante la corte pontificia y su esposa. Tras una visita a la celda del fraile en Asís, el embajador quedó tan impresionado por José que su mujer suplicó se le concediera una oportunidad de hablar con él. A la orden expresa de su superior, José consintió a regañadientes en salir de su celda para ver a la distinguida señora, que lo esperaba con su marido y la servidumbre en una iglesia adyacente. "Obedeceré -dijo el fraile, según los testigos-, pero no sé si lograré hablar con ella." Efectivamente, no lo logró: apenas entró en la iglesia, fijó sus ojos en una estatua de la Virgen Inmaculada que había encima del altar y, de repente, voló "unos doce pasos", sobre las cabezas del séquito reunido, hasta el pie de la estatua; allí, tras rendir homenaje a la Virgen y "profiriendo su acostumbrado grito agudo", voló el mismo camino de vuelta, por encima de los asombrados observadores, y regresó, sin pronunciar una palabra, a su celda. En otras ocasiones, se vio a José transportando por el aire a uno de sus cofrades a través de la sala. En su última misa, celebrada el día de la Asunción, un mes antes de su muerte, se elevó en un arrebato más prolongado de lo habitual, confirmado por testigos oculares en declaraciones efectuadas menos de cinco años después del suceso.

En general, a Benedicto le interesa mucho menos convalidar fenómenos físicos extraordinarios -sólo dedica, por ejemplo, unos pocos y breves párrafos a los estigmas- que sugerir criterios para el examen de las iluminaciones divinas que pretenden haber experimentado los siervos de Dios. Aquellas visiones y profecías que contradicen la Sagrada Escritura, la doctrina de la Iglesia o la sana moral, no pueden obviamente atribuirse a Dios. Pero Benedicto se muestra dispuesto a conceder un cierto margen de error a la fantasía humana; sobre todo, si se trata de mujeres. "Las visiones y las apariciones no deben ser rechazadas porque se hayan presentado a mujeres", advierte, y sugiere que, al juzgar tales casos, los investigadores recurran al testimonio del director espiritual (que suele ser un sacerdote) o del confesor de la visionaria o de otros hombres eruditos y piadosos. En el caso de santa Catalina Ricci (1522-1590), él mismo se dejó persuadir por la postulación para pasar por alto el hecho de que esta mística, por lo demás admirable (y característicamente excéntrica), tuvo frecuentes visiones de Girolamo Savonarola, el reformador dominico de Florencia, del siglo XV, que, por su apasionada prédica apocalíptica, acabó quemado en la hoguera. Catalina atribuía a Savonarola su extraordinaria recuperación, en 1540, de la mala salud que tenía y no cesó jamás de rezar por su reconocimiento como santo, hecho este que no impidió finalmente su propia canonización.

Lo que más impresiona al lector moderno es el esfuerzo que hace Benedicto XIV por ofrecer a la congregación una psicología práctica de la experiencia mística. Dado que la mayoría de las visiones, apariciones y profecías se producen durante los estados extáticos, Benedicto aconseja a los investigadores que busquen ciertas señales que les permitan decidir si esos fenómenos provienen de Dios, del diablo o de una mente desequilibrada. La presencia de causas naturales se pueden inferir cuando el extático tiene antecedentes patológicos o "el éxtasis es seguido de fatiga, flaqueza de los miembros, obnubilación de la mente y del entendimiento, olvido de sucesos pasados, palidez del rostro y tristeza del ánimo". Un éxtasis de origen diabólico es probable "en los casos en que un hombre accede a él siempre y cuando le plazca, [puesto que] la gracia divina atrae el alma hacia sí cuando y como le place a ella". La obra del diablo debe sospecharse también si los éxtasis se hallan acompañados de movimientos "indecentes", "grandes contorsiones del cuerpo" y, sobre todo, cuando el extático incita a otros a cometer actos inmorales. .

Por el contrario, Benedicto afirma que "el éxtasis divino se realiza con la mayor tranquilidad, tanto interior como exterior, de la persona entera. Quien está en un éxtasis divino habla solamente de cosas celestiales, que inclinan a los presentes al amor de Dios; al volver en sí, se presenta humilde y como avergonzado; rebosante de consolaciones celestiales, muestra el rostro alegre y el ánimo sereno; y en absoluto se deleita con la presencia de otros, temiendo que por causa de ello obtenga la reputación de santidad". En una palabra, el éxtasis divino se caracteriza por un aumento de las virtudes de la humildad y la caridad.

Resumiendo lo dicho por Benedicto: aunque las experiencias místicas no son prueba de santidad, hay que investigarlas. Si la investigación demuestra que esas experiencias pueden atribuirse a poderes diabólicos, el proceso ha terminado; si se encuentra que los fenómenos místicos tienen un origen puramente psicológico, tal descubrimiento puede impedir o no que la causa pase a la investigación de las virtudes heroicas del candidato.

De todos modos, el principio fundamental está claro: sólo una vez demostradas las virtudes heroicas del candidato puede suponerse que los fenómenos místicos sean de origen divino. Aun así, advierte Benedicto, la suposición no es más que eso; la aserción de fenómenos sobrenaturales, incluso cuando se halle enunciada en una solemne declaración de canonización por el papa, no manda sino en las creencias humanas y jamás debe tomarse por doctrina de fe.

Aunque los principios generales de Benedicto sigan vigentes, sus observaciones psicológicas sobre los fenómenos místicos resultan, como es comprensible, irremediablemente desfasadas. Parece obvio que, a la luz del descubrimiento, realizado por Sigmund Freud, del inconsciente y los poderosos efectos que ejerce sobre la mente y el cuerpo, los hacedores de santos de hoy tienen un espectro mucho más amplio de explicaciones psicológicas que considerar cuando investigan los orígenes de las experiencias místicas de un candidato. ¿Qué efecto ha tenido, quise saber, la revolución freudiana -y la psicología moderna en general- sobre la investigación de los fenómenos místicos?

En el Vaticano, todos los cambios se producen con gran lentitud. No obstante, me sorprendió descubrir que la Congregación para la Causa de los Santos no cuenta con ningún colaborador que posea una preparación psicoanalítica o psicológica. Cuando llegan a Roma causas relacionadas con místicos, los escritos personales del candidato se someten, junto con los documentos de los directores espirituales y los médicos que lo trataron, al juicio preliminar de expertos externos. La mayor parte de esos asesores son sacerdotes y todos son católicos. La mayoría poseen doctorados en teología espiritual y, en los últimos años, unos pocos se han graduado también en psicología. Pero no hay ninguno, se me informó, que tenga formación psicoanalítica. "No se puede mencionar a Sigmund Freud en el Vaticano -me dijo un asesor clérigo- ni a Carl Gustav Jung, tampoco, porque se los considera ateos. Por supuesto que se puede hacer uso de sus teorías, pero hay que tener cuidado con lo que se escribe".

Los "éxtasis de pasión" de Alexandrina Da Costa

Aunque las causas místicas son poco frecuentes, se me permitió examinar la evaluación preliminar, realizada por dos asesores, de las experiencias místicas y los escritos de Alexandrina da Costa, una lega portuguesa que murió en 1955 a la edad de cincuenta y un años. Según una biografía popular, Alexandrina nació como hija de un matrimonio campesino en la aldea de Balasar, a unos sesenta y cinco kilómetros al norte de Oporto. Al poco tiempo de su nacimiento murió el padre. Según su autobiografía, que comenzó a dictar en 1940 a instancias de su director espiritual, Alexandrina fue una niña traviesa. Su recuerdo más temprano se refiere a un incidente que se produjo cuando tenía sólo tres años: la niña trató de agarrar un tarro de pomada de su madre; la madre dio un grito, el tarro cayó al suelo y se rompió en pedazos cortantes; Alexandrina sufrió un corte profundo en la boca, del cual le quedó una cicatriz que llevaría el resto de su vida. Como veremos, la pomada no fue olvidada.

A los nueve años, Alexandrina se confesó por primera vez, tras escuchar el sermón de un predicador local, el padre Edmundo de las Sagradas Heridas, cuyo sermón sobre el infierno la impresionó hondamente. Ese mismo año, después de asistir a la escuela durante sólo dieciocho meses, se la envió a trabajar en una granja. El empleo le duró tres años; cuando el patrón intentó seducirla, Alexandrina regresó a la casa paterna. Unos meses más tarde, sufrió un ataque de fiebre tifoidea y casi murió. Prácticamente inválida, se dedicó a coser en casa. Durante su adolescencia, su antiguo patrón intentó violada, sin éxito, dos veces más. En la segunda ocasión, Alexandrina tuvo que resistirse por la fuerza al asaltante y escapó saltando por la ventana de un piso superior; aunque cayó de una altura de sólo cuatro metros, sufrió graves lesiones de la columna vertebral y acabó enteramente paralítica. Desde el 14 de abril de 1924 ya no volvió a abandonar la cama.

Durante los seis años siguientes, Alexandrina se entregó a la religión. Estaba particularmente impresionada por las historias sobre las apariciones de la Virgen María a tres niños pequeños en Fátima. En 1931, experimentó su primer éxtasis, durante el cual, según relató después, se le apareció Jesucristo y le asignó un cometido vitalicio: "Ama, sufre y expía" los pecados del mundo, especialmente los pecados contra la castidad y, en particular, los cometidos por sacerdotes. Siguió un período extremadamente tortuoso de diez años, durante el cual dijo sufrir repetidos hostigamientos del diablo. Satanás se le aparecía con aspecto de perro, de serpiente o de simio, y la tentaba a blasfemar y a cometer actos eróticos y obscenos. A veces, Alexandrina gritaba obscenidades como si estuviera poseída. En varias ocasiones afirmó que el diablo la había arrojado violentamente de la cama. Durante todos esos tormentos, Alexandrina reveló sus experiencias únicamente a su hermana y a su director espiritual, el padre Mariano Pinho, un jesuita que le llevaba la comunión.

Al mismo tiempo, experimentaba frecuentes visiones y recibía mensajes de Jesucristo. El 6 de septiembre de 1934, refirió una visión decisiva; en la cual, según ella Jesucristo le dijo:

"Dame tus manos, porque quiero clavadas con las mías. Dame tus pies, porque quiero clavados con los míos. Dame tu cabeza, porque quiero coronada con espinas como me hicieron a mí. Dame tu corazón, porque quiero atravesado con una lanza como atravesaron el mío. Conságrame tu cuerpo, ofrécete a mí por entero (...). Ayúdame a redimir a la humanidad".

Aunque no mostraba estigmas, Alexandrina experimentaba una identificación sumamente extraordinaria con la pasión de Cristo. Desde 1938, cuando tenía treinta y cuatro años, caía regularmente en éxtasis de tres horas y media que comenzaban los viernes al mediodía. Según los informes de testigos oculares -la mayoría, médicos y sacerdotes que habían recibido permiso del obispo local para estar presentes-, durante esos éxtasis Alexandrina recobraba de manera inexplicable el control de sus miembros; su cuerpo se elevaba como por levitación y caía al suelo; allí se desmayaba, se retorcía dolorosamente y se movía de rodillas en un horripilante remedo de las estaciones del Calvario; se arrastraba por el suelo y pronunciaba las palabras que los Evangelios atribuyen a Cristo hasta que, terminada la crucifixión, caía exhausta.

Estos "éxtasis de pasión", como se dio en llamarlos, continuaron hasta 1942; se repitieron en total unas ciento ochenta veces. Naturalmente, la noticia de tales sucesos extraordinarios trascendió y los peregrinos asediaron la casa. A pesar de que Alexandrina declaró que la molestaba exhibirse, los funcionarios eclesiásticos continuaron permitiendo a individuos seleccionados presenciar su ritual de los viernes; incluso dieron permiso de filmar la dolorosa secuencia, en previsión del día en que su causa se presentara ante la congregación.

Y hubo algo más. El Viernes Santo de 1942, Alexandrina revivió la pasión por última vez; aunque los éxtasis de los viernes continuaron, no volvió a abandonar la cama, pero, a partir de ese día, se negó a ingerir alimento ni bebida, excepto la eucaristía. El 10 de junio de 1943 la trasladaron al hospital de Oporto, en donde durante cuarenta días un equipo de médicos y enfermeras la mantuvieron vigilada las veinticuatro horas del día. Según su propio testimonio, las enfermeras trataron repetidas veces de persuadirla de que comiera y los médicos intentaron inyectarle medicaciones. Ella lo rechazó todo.

Al final de su confinamiento, el doctor Gómez de Arayjo, especialista en enfermedades nerviosas y miembro de la Real Academia de Medicina de Madrid, atestiguó que la capacidad de supervivencia mostrada por Alexandrina durante cuarenta días sin comer era "científicamente inexplicable". Otros dos médicos especialistas que la atendieron declararon que "conservó su peso, y su temperatura, respiración, presión sanguínea, pulso y sangre eran normales, mientras sus facultades mentales funcionaban de manera lúcida y constante (...). Las leyes de la fisiología y de la bioquímica no ofrecen explicación alguna de la supervivencia, durante cuarenta días de ayuno absoluto, de esa mujer enferma; más aún si tenemos en cuenta que ella respondía diariamente a múltiples preguntas y que mantuvo numerosas conversaciones, mostrando siempre una excelente disposición y lucidez del espíritu. En cuanto a los fenómenos observados todos los viernes alrededor de las tres de la tarde [es decir, sus éxtasis], creemos que son de orden místico".

Alexandrina sobrevivió doce años más. Las visiones y los éxtasis se volvieron más intensos. En el transcurso de uno de sus éxtasis, describió cómo Jesucristo hacía una pomada de su corazón y ungía con la misma el corazón de ella; una variación, cabe anotarlo, del intercambio de corazones experimentado dos siglos antes por santa Margarita María Alacoque. En otra visión, manifestó que Jesucristo le había clavado en el corazón un tubo de oro que comunicaba su cuerpo (el corazón) con el de ella. Además de la Pasión, durante los raptos, según ella, había experimentado también la Resurrección y la Ascensión de Cristo. Todo eso y más se halla registrado en su autobiografía dictada, que abarca unas cinco mil páginas mecanografiadas.

En el momento de su muerte, Alexandrina era el personaje religioso más conocido de Portugal, con la excepción tal vez de los niños de Fátima. En ciertos días, varios millares de peregrinos intentaban verla, le rezaban oraciones y le pedían favores divinos. Tras su muerte fue celebrada como "la madre de los pobres", "el amparo de los tristes" y "la consoladora de los afligidos". Según su biografía, su cuerpo no se corrompió, sino que se convirtió misteriosamente en ceniza, tal como Alexandrina predijera. Y, como golpe de gracia final, se dice que las cenizas desprendían un dulce aroma: el olor de la santidad.

Cabe anotar que ésta no es una historia de la Edad Media; sucedió en pleno siglo XX y en un país notoriamente anticlerical, a pesar de su piedad rural. Pero lo que me interesaba no era tanto la vida de Alexandrina como el análisis que de ella hicieran los hacedores de santos. El 10 de abril de 1973, concluyó el proceso diocesano y pasó a Roma. Entre los documentos se hallaban cerca de tres mil seiscientas cincuenta páginas de los escritos de Alexandrina: su diario, la autobiografía, cartas y varios volúmenes de pensamientos, revelaciones, etcétera. Hasta la fecha, la única "positia" relativa a su causa es el informe espiritual y psicológico preliminar, redactado anónimamente por dos asesores.

Dado que se ocuparon únicamente de los escritos, los asesores se pronuncian con suma cautela al juzgarlos. Dejan al cuidado de los funcionarios de la congregación cualquier decisión relativa a la extraordinaria capacidad de la candidata para vivir sin comida ni agua durante los últimos trece años de su vida; señalan, no obstante, que ella raras veces menciona tan excepcional condición en sus cartas. Tampoco ofrecen opinión alguna para explicar por qué estaba libre de parálisis durante los éxtasis de pasión. En cuanto a las visiones y los mensajes revelados que contienen sus escritos, los asesores concluyen -con mucha cautela- que "pueden ser de origen divino". Alexandrina, continúan, "no parece hallarse aquejada de ninguna enfermedad mental a la que puedan atribuirse sus manifestaciones extraordinarias"; aunque agregan que "esa opinión habrá de subordinarse a otros argumentos que posiblemente puedan derivarse de un examen directo de la persona en cuestión".

En otras palabras, en lo que a los asesores concierne, no hay en los escritos nada que impida que la causa continúe. De todos modos, los autores apuntan ciertas reservas y preocupaciones. El primero observa que la espiritualidad de Alexandrina es del tipo expiatorio, en el cual el sujeto busca el sufrimiento para reparar los pecados de otros. El asesor desaprueba ciertos pasajes de los escritos de Alexandrina, en los que Jesucristo le dice: "En ti he de vengarme de aquellos [pecadores] cuyos pecados tú deseas expiar", y señala que parece que Cristo la estuviera sometiendo a chantaje al exigir: "O sufres o pierdo las almas." El autor observa a continuación que esa actitud amenazadora y vengativa, aunque inaceptable desde el punto de vista teológico, no era infrecuente en los sermones de las misiones populares de la época; y, además, agrega, ese motivo de venganza desaparece de los escritos de Alexandrina desde 1940.

Al primer asesor le preocupan también los prolongados forcejeos que sostuvo Alexandrina con el diablo y, en particular, su poderosa sensación de que éste había convertido su cuerpo en un instrumento de la lujuria. "Pensamos que es preciso decir que, si bien las vidas de los santos abundan en luchas por la castidad, no conocemos en toda la hagiografía ningún otro ejemplo de algo que se parezca a las experiencias sufridas por Alexandrina." Pero el hecho de que ella no las consintiera voluntariamente, concluye, es prueba de su castidad heroica.

El segundo asesor se ocupa sobre todo de los aspectos psicológicos. Respecto de los agotadores rituales en que Alexandrina revivía durante tres horas la pasión de Cristo, declara que "el examen de sus escritos por sí solo no parece suficiente para determinar la naturaleza de esos fenómenos". Sea cual fuere el origen de las visiones, no le cabe ninguna duda de que Alexandrina era "subjetivamente sincera en su creencia de que venían de Dios". Excluye la esquizofrenia como explicación de su conducta y señala que, los mismos días en que anotaba sus visiones en el diario, era también capaz de escribir cartas sobre éstas en las que daba muestras de buen humor, sentido práctico e incluso ironía; y concluye: "En nuestra opinión, no era una persona psíquicamente enferma, sino de viva inteligencia, considerable fortaleza de ánimo (...) y notable imaginación."

Aun así, también este asesor encuentra ciertos "detalles desconcertantes". Indica que, al final de sus representaciones de la pasión de Cristo, Alexandrina experimenta repetidamente una forma peculiar de consolación. Tal consolación toma la forma de una transfusión de sangre desde el Sagrado Corazón de Cristo hacia su propio corazón. Alexandrina describe esa transfusión, en varias ocasiones, como realizándose por medio de un "tubo de amor" o "un tubo que derrama amor" desde el cuerpo de Cristo. En otros momentos describe que Cristo confecciona una pomada con la materia de su corazón y la usa como bálsamo, ahuyentando mediante masajes el dolor que ella siente en el pecho. En un pasaje de enorme eufemismo, el asesor observa: "Esas visiones tienen connotaciones bastante extrañas, hasta el punto de parecer, cuando menos, equívocas en su descripción."

A pesar de esas reservas, la "positio" del consultor concluye que "los escritos de Alexandrina María da Costa se presentan en su conjunto como una prueba de virtud descomunal y de entrega a menudo heroica a la fidelidad y el amor de Dios". Lo que impresionó particularmente a los asesores fue la humildad de la candidata y su obediencia a las órdenes del director espiritual, incluso en medio de las más agotadoras visiones de la pasión. En resumen, piénsese lo que se piense de sus visiones y obsesiones, Alexandrina dio prueba de poseer las virtudes de la humildad y la obediencia en grado heroico.

Habitualmente, los asesores no firman sus informes; sin embargo, en 1988 logré localizar en Chicago al asesor psicológico, el segundo, y lo entrevisté acerca de sus conclusiones. Juan Lozano, un sacerdote español de la Orden de los Claretianos, tiene cincuenta y tres años y es asesor de la congregación desde 1970. Es doctor en teología espiritual y, como la mayoría de los españoles, adora a los místicos de su país natal: Juan de la Cruz, Teresa de Ávila e Ignacio de Loyola. También ha cursado estudios avanzados de psicología, pero sus conocimientos de Freud, Jung y otros "modernos" los adquirió, según él, por su cuenta.

Le dije que a mí me parecía que un experto con formación psicoanalítica -aunque fuese un psiquiatra católico romano habría valorado a Alexandrina de un modo diferente. Como mínimo, un psiquiatra hubiera llamado la atención sobre el evidente contenido sexual de algunas de sus visiones y habría visto una relación entre el intento de violación por parte del patrón y la subsiguiente parálisis.

-¿Qué podría ser ese tubo que salía del cuerpo de Jesucristo -pregunté- sino una imagen fálica?

-Desde luego, todos los perros freudianos estaban ladrando. Es muy posible que la parálisis fuese una manera de protegerse de los hombres. Y fíjese en sus obsesiones con el diablo; se le aparecía como perro, como serpiente, como mono: todo eso son símbolos freudianos.

-¿Por qué, entonces, usted no mencionó eso en su informe?

-Ya habrá visto que en mi informe doy varias respuestas. Dije que quedan muchos problemas psicológicos por estudiar. La dificultad es que en Roma no saben qué hacer con la psicología freudiana. La mayoría de los asesores no han asimilado todavía su teoría del inconsciente. Tienen miedo de que, si los escritos de los místicos se envían a los psiquiatras, lo atribuyan todo al sexo. Pues sí, yo digo que ese peligro existe, pero el otro peligro es la tendencia de los teólogos espirituales a atribuirlo todo a Dios. El problema es que hay muy poco diálogo entre la psicología y la religión.

-Pero, si usted piensa que las experiencias de un místico pueden explicarse enteramente a partir de causas psicológicas, ¿lo puede decir en su informe?

-Lo he hecho. Tuve un caso de una monja italiana acosada por el diablo. Las otras hermanas no sabían nada de ello. Murió joven y, tras su muerte, encontraron su diario y pensaron que podría haber sido una santa porque luchaba con el diablo. Para mí era claramente una personalidad psicopática. No encontré nada positivo en sus experiencias, y sobre la base de lo que escribí, según me dijeron, eliminaron la causa.

Hizo una pausa. Daba vueltas alrededor de una larga mesa en el refectorio de la sede de los claretianos, situada en el suburbio de Oak Park, y hablaba al aire como si estuviera en un aula.

-Es cuestión de intuición -dijo, retomando el hilo de sus pensamientos-. Yo no aplico las normas mecánicamente; miro el cuadro en su conjunto.

-¿Y Alexandrina?

-Alexandrina tenía muchos problemas, por supuesto, sobre todo su obsesión con el diablo; pero siguió rezando y, al final, desarrolló una hermosa relación con Cristo que le curó la obsesión. Psicológicamente fue una persona enferma que recobró la entereza.

Se interrumpió de nuevo, dio otra vuelta alrededor de la mesa.

-Ya sabe, la Iglesia no propone como santos a unos modelos perfectos de normalidad; tratamos con fenómenos que pueden ser la resonancia de experiencias místicas o la de desequilibrios psíquicos. Alexandrina desarrolla poco a poco una hermosa relación con Cristo, y lo otro desaparece. Los problemas psicológicos graves pueden ayudar a una persona a centrarse en Cristo.

-¿Cómo distingue usted una solución espiritual de un problema de otra puramente psicológica?

-Con la experiencia se consigue un olfato para eso. Por ejemplo, el éxtasis religioso se parece a los traumas psicológicos: en ambos casos se rompe el vínculo entre la conciencia y el cuerpo. Pero, detrás del éxtasis, hay una experiencia de Dios, y detrás del trauma, no la hay. En el trauma, la persona no recuerda lo que sucedió durante el estado de trance, mientras que la persona extática se siente extremadamente activa y despierta, aunque el cuerpo cae en una especie de letargo.

-¿Cómo juzga usted lo que sucede durante el éxtasis? -insistí-. ¿Cómo sabe que la experiencia viene de Dios?

-Sólo puedo decirle cómo juzgo yo esas cosas; los otros asesores son diferentes. Yo siempre distingo entre la verdadera experiencia mística y los efectos colaterales que produce en la fantasía y en el cuerpo. En la verdadera experiencia mística, la presencia de la fe, de la esperanza y de la caridad se hace tan intensa que uno cobra conciencia de ello, se siente uno impulsado a realizar actos de adoración. El núcleo de esa experiencia no es, por tanto, una visión, sino una percepción de Dios. Al ojo contemplativo, todo se le aparece como resplandeciente; no ve los objetos, se siente inundado de luz. Así que las gracias místicas más elevadas son percepciones intelectuales: de la Trinidad, de la Encarnación, de la Resurrección. No hay imágenes en las visiones intelectuales, se dan al intelecto en sí mismo, cuando el espíritu está purificado; y son tan elevadas que la fantasía no puede seguir. Cuanto más participa la fantasía, tanto más baja es la experiencia.

-Entonces, ¿los visionarios no son necesariamente místicos?

-Otros asesores consideran místicos a todos los visionarios, yo no. Algunos visionarios son místicos y algunos místicos son visionarios; pero el visionario, de por sí, no es un místico. Los visionarios son personas que tienen preferencia por la sugestión. Un psicópata, por ejemplo, puede ver serpientes; pero, si es una persona religiosa o, simplemente, vive en una atmósfera religiosa, es posible que, en vez de serpientes, vea santos. El hecho de que vea a Cristo o a la Virgen o a cualquier otro personaje sagrado no convierte al visionario en un santo.

-Pero ¿cómo distingue usted las visiones místicas de las meramente patológicas?

-Mi regla es que las gracias que se dan al cuerpo y a la fantasía son las gracias que se dan primero al espíritu. En un místico genuino puede haber resonancias en la fantasía y en el cuerpo, tales como los estigmas. Si un místico recibe la gracia especial de la transformación total en Cristo crucificado -como san Francisco de Asís, por ejemplo-, esa gracia se refleja a través de la fantasía en el cuerpo.

-¿A través de la fantasía?

-Sí. Sabemos que los místicos que tienen estigmas copian los crucifijos que ellos ven. Si en el crucifijo las heridas están en un sitio equivocado, así aparecerán en el cuerpo. De modo semejante, si han visto a la Virgen María vestida de rosa y azul, como la representan las estatuas de Cataluña, en vez del habitual azul y blanco, así se les aparecerá en las visiones.

-Entonces, entiendo que usted no considera que las visiones y los estigmas sean pruebas de experiencias sobrenaturales. ¿Es eso lo que quiere decir?

-La Iglesia no se pronuncia jamás sobre la autenticidad de la experiencia mística, sabe que es un terreno arenoso. La Iglesia nos pide sólo que determinemos si las experiencias tienen aspecto de ser auténticas; o bien, si los fenómenos plantean interrogantes acerca de la salud psíquica del individuo. Los asesores no emitimos el juicio definitivo sobre la calidad de las virtudes heroicas de la persona. Y a la Iglesia solamente le interesan las virtudes.

En el momento en que escribo estas líneas, la causa de Alexandrina da Costa sigue aún en proceso. El postulador está preparando su "vita" y prevé que tardará varios años en completarla. Hasta entonces habrán transcurrido más de cuatro décadas de la muerte de Alexandrina. Probablemente, su "reputación de santidad" permanece aún intacta. Lo que me impresionó, sin embargo, fue la enorme discrepancia entre la percepción popular de Alexandrina, como participante privilegiada en la pasión de Cristo, y la opinión moderada del asesor Lozano, para quien Alexandrina fue una mujer aquejada de desequilibrios psíquicos que se curó gracias al amor de Cristo. ¿Cuál de las dos imágenes presentará el papa, me pregunté, en el caso de que los hacedores de santos decidan que Alexandrina merece la canonización? ¿La de la enferma que fue curada, o la de la mística?

En una palabra: ¿cuál es la verdad de la fe cristiana que, se supone, expresará su elevación a la santidad?

Las visiones de Ana Catalina Emmerich

Los mismos interrogantes me condujeron a estudiar la causa de otra mujer, cuya reputación de mística es mucho más antigua y más difundida que la de Alexandrina da Costa. Ana Catalina Emmerich (1774-1824), conocida en su tiempo como "la vidente de Dülmen", fue una de las visionarias más ampliamente discutidas del siglo XIX. De origen pobre, nació en la aldea de Flamsche, en Westfalia; era una niña enfermiza que, desde muy temprana edad, experimentó frecuentes visiones y mensajes de su ángel de la guarda, de Jesucristo y de la Virgen. Las visiones continuaron cuando entró, en 1802, en el convento agustino de Dülmen, pero parece que las otras monjas no las tomaron en serio. En 1811, el convento fue secularizado por el Gobierno anticatólico de Jerónimo Bonaparte, rey de Westfalia. Catalina, que por entonces ya raras veces se levantaba de la cama, fue asignada como caso de caridad a un cura francés emigrado. Un año más tarde, comenzó a sangrar de un anillo de diminutas heridas en torno de la cabeza, y poco a poco, le aparecieron los estigmas en las manos, en los pies y en el costado, así como una misteriosa doble cruz de unos 25 milímetros de ancho en el esternón.

La noticia de los estigmas causó considerable excitación entre los piadosos habitantes de Dülmen. Algunos vieron en ella la refutación viviente del racionalismo que predominaba en Francia y en gran parte de Alemania. Otros sospechaban que se trataba de un fraude. Finalmente, la controversia condujo a una serie de investigaciones formales. La primera, llevada a cabo por las autoridades eclesiásticas, dio por resultado un informe cauteloso en el cual ni se afirmaba ni se negaba el carácter sobrenatural de los estigmas. La segunda, que duró del 7 al 28 de agosto de 1818, la realizó una comisión civil, compuesta en su mayoría por médicos y científicos protestantes y agnósticos. Catalina fue trasladada a otra casa y sometida a numerosas pruebas dolorosas y embarazosas. Al concluir, la comisión declaró que no había hallado prueba alguna de fraude. En suma, los médicos no sabían explicar las heridas y los eclesiásticos vacilaban prudentemente en hablar de un milagro.

Aunque los estigmas cesaron de sangrar regularmente, los éxtasis y las visiones de Catalina continuaron. Desde la cama predecía cosas que provocaban el asombro de sus frecuentes visitas. También se la puso a prueba numerosas veces para ver si sabía distinguir las reliquias auténticas de las falsas; en una ocasión, por ejemplo, discernió "correctamente" que unos mechones de cabello, guardados en un relicario traído de Colonia, pertenecían realmente a la Virgen María. Además, fue atestiguado de modo fidedigno por cuantos la conocieron que, durante los últimos diez años de su vida, Catalina se abstuvo de ingerir alimentos sólidos -incluso una cucharada de sopa le provocaba náuseas- y se nutría únicamente con agua y con la eucaristía. Tras su muerte, el cuerpo no se tornó rígido durante los tres días previos al entierro y, al ser exhumado seis semanas después para comprobar que los devotos no lo habían robado, se halló libre de corrupción y de hedor.

Hasta aquí, la vida de Ana Catalina Emmerich difiere poco de la de muchas otras mujeres estigmatizadas que eran pobres, iletradas, enfermas y que pasaron gran parte de su tiempo en éxtasis. El esquema nos es familiar, salvo en un aspecto importante: durante sus trances extáticos, Catalina viajaba hacia atrás en el tiempo y se convertía en contemporánea de Jesucristo, de la Virgen María y de otros personajes bíblicos. Más precisamente, afirmaba presenciar la vida y la pasión de Jesucristo como observadora participante, completando algunos detalles que no registra la Sagrada Escritura.

Ninguna de esas visiones habría llegado, sin embargo, al público de no haber sido por Clemens Brentano (1778-1842), poeta romántico alemán, cuya colección pionera de canciones y poemas medievales "El cuerno encantado del niño" le granjeó los elogios de Goethe, de Longfellow y de Heine. Menos éxito tuvo en su vida privada: dos veces casado, se alejó de la religión católica en su juventud y regresó a la misma tras verse rechazado por una mujer protestante, Louise Hensel, quien le instó a reformar su vida y volver a la Iglesia católica. En 1818, siguiendo una sugerencia del profesor Johann Michael Sailer, posterior obispo de Ratisbona y en su día el personaje eclesiástico más importante de la Alemania católica, Brentano se dirigió a Dülmen para visitar a la célebre estigmática. Catalina lo reconoció inmediatamente como el personaje prometido por Dios -"el Peregrino", lo llamaba ella- que transcribiría las revelaciones que ella recibía. Durante los cinco años siguientes hasta la muerte de Catalina, Brentano permaneció sentado al lado de su cama, apuntando en hojas sueltas las palabras que Catalina pronunciaba durante sus transportes extáticos.

En 1833, a los nueve años de la muerte de Catalina, Brentano publicó "La Pasión dolorosa de Nuestro Señor Jesucristo según las meditaciones de Ana Catalina Emmerich", libro en el que narra con minucioso detalle los acontecimientos que se desarrollaron desde la Última Cena hasta la Resurrección, tal como Catalina los contemplaba en sus visiones. En un ensayo introductorio sobre la vida de Catalina, Brentano escribe que, a pesar de no haber leído nunca la Biblia, "su característica distintiva y privilegio especial fue un conocimiento intuitivo de la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la Sagrada Familia y de todos los santos a quienes había contemplado en el espíritu". En otras palabras, Brentano presentaba a Catalina como una mística cuyo conocimiento de la pasión y muerte de Cristo le había sido infundido directamente por el Espíritu Santo para edificación de los creyentes. Y, aunque inserta, siguiendo la sugerencia de un obispo, una cláusula de salvedad en la que desmiente toda "pretensión" de tomar por "históricas" las meditaciones de Catalina, es evidente en el texto que lo que se espera del lector es que las considere auténticas revelaciones de lo que sucedió verdaderamente.

El texto seduce tanto por su calidad literaria como por la riqueza de detalles desconocidos en los autores de los cuatro Evangelios. Por ejemplo, en un pasaje típico, Catalina revela el efecto espiritual que causó Jesucristo en la mujer del procurador romano Poncio Pilato:

Al mismo tiempo que Pilato estaba dictando la inicua sentencia, vi a su mujer, Claudia Procles, devolverle la prenda que él le había dado y, por la noche, abandonó el palacio y se unió a los amigos de Nuestro Señor, que la escondieron en una bodega subterránea de la casa de Lázaro en Jerusalén. Ese mismo día vi más tarde a un amigo de Nuestro Señor grabar las palabras "Iudex iniustus" y el nombre de Claudia Procles en una piedra de aspecto verdoso que se hallaba detrás de la terraza llamada Gabbatha. Dicha piedra se encuentra aún en el fundamento de una iglesia o casa de Jerusalén, construida en el lugar que antiguamente se llamaba Gabbatha. Claudia Procles se hizo cristiana, siguió a san Pablo y se convirtió en su amiga

De la primera edición alemana de "La Pasión dolorosa" se vendieron unos cuatro mil ejemplares, y la siguieron otras veintinueve ediciones. El libro ha sido traducido al inglés, al francés, al español y al italiano y todavía hoy se vende en librerías católicas de Europa y de Estados Unidos. Pero "La Pasión dolorosa" contiene sólo una parte de las revelaciones de Catalina; de las notas de Brentano se desprende que proyectaba editar toda una serie de libros basados en las visiones de Catalina. En 1852, a los diez años de la muerte del poeta, sus albaceas literarios publicaron su incompleta "Vida de la Virgen Santísima", que ofrece abundantes detalles sobre el nacimiento de Cristo y sobre los últimos días de la Virgen, como, por ejemplo, la identificación de la casa en donde murió y la revelación de que su cuerpo permaneció tres días en la tumba antes de ser ascendido a los cielos.

Y aún hubo más. De 1858 a 1860, un redentorista alemán, el padre C. E. Schmoger, publicó "La vida humilde y amargas pasiones de Nuestro Señor Jesucristo y Su Santísima Madre, con los misterios del Antiguo Testamento, según las visiones de Ana Catalina Emmerich anotadas en el diario de Clemens Brentano", en cuatro volúmenes de dos mil ciento cuatro páginas en total. Esa versión, muy difundida, de las visiones comienza con la caída de los ángeles del Paraíso y continúa narrando la caída de Adán y Eva, la vida de Abraham, la de Isaac y la de Jacob, antes de llegar a la vida de Cristo. El lector de esos volúmenes aprende que Jesucristo hizo un viaje de tres semanas a Chipre con un grupo de colonos judíos y otro, hasta entonces desconocido, al país de los Reyes Magos que aparecieron en su nacimiento; y también llega a saber que Judas era hijo ilegítimo de una bailarina y que la pareja, en cuyas bodas de Caná Jesucristo realizó su primer milagro público, hizo inmediatamente votos de castidad vitalicia.

Schmoger publicó además una biografía de Catalina en dos volúmenes, con revelaciones todavía más sorprendentes. Catalina describe, por ejemplo, el día de su bautismo -el mismo día en que nació- y afirma que era "plenamente consciente de todo cuanto pasaba a mi alrededor". En una biografía posterior, escrita por el padre Thomas Wegener, el postulador alemán de su causa, y publicada en 1898, hallamos una elaboración ulterior de tan notable aserto: "En su bautismo -escribe Wegener, sin el menor asomo de escepticismo-, tuvo la plena prueba de la presencia de Dios en el Santísimo Sacramento, vio a su ángel de la guarda y a sus santas patronas, santa Ana y santa Catalina, que asistían a la ceremonia."

Considerada en su contexto histórico, la publicación de las visiones de Ana Catalina Emmerich brindaba a los católicos devotos un arma poderosa contra el racionalismo y el antisobrenaturalismo de la "Aufklarung" (Ilustración). Era la época de las desmitificadoras "Vidas de Jesús" de David Friedrich Strauss y Bruno Bauer. A los ojos de muchos católicos, las reconstrucciones eruditas de la vida de Jesucristo realizadas por los escépticos no podían competir con las verdades reveladas por vía sobrenatural a la humilde estigmática de Dülmen; y, lo que es más, los lectores que visitaban Tierra Santa con sus libros en la mano se maravillaban de la precisión con que describía la geografía de Palestina y los rituales de los antiguos hebreos. El poeta y jesuita victoriano Gerard Manley Hopkins lloraba cuando en el retiro espiritual se leía en voz alta el relato de Emmerich sobre la pasión de Cristo; en el siglo siguiente, prominentes conversos al catolicismo, como los poetas franceses Paul Claudel y Raissa Maritain, proclamaron el poder de la visionaria para conmover los espíritus, e incluso, Albert Schweitzer menciona favorablemente la vida de Cristo, revelada a Catalina, en su monumental volumen "En busca del Jesús histórico". Un siglo después de la muerte de Catalina, un miembro de la ilustre Academia Francesa, Georges Goyau, recordó la colaboración entre la visionaria y el poeta y bendijo a ambos por haber "aportado una nueva fuente de sustento a la curiosidad piadosa de las almas creyentes".

De no ser por la infatigable devoción del padre Schmoger, resultaría difícil hoy apreciar la seriedad con que los eclesiásticos cultos aceptaron la autenticidad de las visiones de Ana Catalina... y de su santidad. En la cuarta edición alemana de las voluminosas visiones, Schmoger incluye un tratado de doscientas cuarenta y dos páginas sobre las enseñanzas de la Iglesia con respecto a las revelaciones privadas y su aplicación a Ana Catalina Emmerich. Dicho escrito es, de hecho, un alegato en favor de la "autenticidad" y del "carácter sobrenatural" de las visiones de Emmerich, así como una prolija defensa de su santidad.

En Roma, sin embargo, las visiones de Ana Catalina Emmerich no fueron tan bien recibidas. Para empezar, la Iglesia nunca ha visto con mucho agrado las revelaciones privadas, y menos aún aquellas que pretenden suministrar informaciones que se les escaparon a los inspirados autores de los cuatro Evangelios. Estaba además la cuestión de cuánto, en las visiones publicadas, debía atribuirse a Catalina y cuánto al trabajo de Brentano. El 22. de noviembre de 1928, el Santo Oficio emitió un decreto poco común por el que se declaraba suspendida la causa de beatificación y canonización de Emmerich. Algunos de los asesores la consideraban hereje; a otros les preocupaba simplemente que sus relatos en primera persona sobre la vida y muerte de Cristo pudieran inducir a error a los creyentes. Se les permitió, sin embargo, a los promotores de la causa reexaminar la documentación y los testimonios reunidos, en vistas a una revisión del caso.

En Alemania, los expertos pusieron manos a la obra. Descubrieron que Brentano había dejado cerca de veinte mil páginas de notas sobre Ana Catalina Emmerich, de las cuales sólo una ínfima parte podían atribuirse con seguridad a la mística misma. En su biblioteca se encontraron mapas y libros de viajes de Tierra Santa que explicaban la exactitud geográfica de las visiones publicadas. Y, lo que es más importante, era evidente que Brentano había completado las visiones con materiales tomados del Evangelio de Santiago y de otros textos apócrifos. Los relativamente pocos fragmentos que podían identificarse con seguridad como palabras textuales de Catalina a Brentano parecían bastante ortodoxos.

Basándose en esa información, el papa Pablo VI levantó el 18 de mayo de 1973 la suspensión de la causa de Catalina. Seis años" más tarde, la Conferencia Episcopal de Alemania solicitó formalmente la reapertura del proceso. Se celebró una reunión en Roma, en la que varios expertos declararon que sería imposible discernir de las elaboraciones de Brentano las visiones auténticas de Catalina. Fue decisivo el argumento del padre Gumpel y de otros, que propusieron hacer caso omiso de los volúmenes visionarios sobre la vida y muerte de Cristo al-juzgar la santidad de Ana Catalina Emmerich; éste era el cambio que los promotores de la causa habían esperado. Liberados del estorbo de las visiones elaboradas, podían pasar a preparar una "positio" que se centraba estrictamente en las pruebas de las virtudes heroicas de la mística. Con el respaldo de los agustinos y de la jerarquía alemana, la causa fue canónicamente introducida en 1981, designándose como relator al padre Eszer.

En la primavera de 1989, la rehabilitación de Ana Catalina Emmerich se encontraba en pleno curso. La "positio" original era "muy desordenada", según decía Eszer, y un colaborador suyo, historiador y sacerdote alemán, estaba preparando otra nueva. Respecto a la extraordinaria capacidad de Ana Catalina Emmerich para sobrevivir durante diez años sin ingerir alimentos sólidos, Eszer se mostraba convencido de que las historias acerca de su inedia eran verídicas. "Podemos decir que vivió exclusivamente de la Santa Comunión, más o menos durante la última década de su vida, porque los informes demuestran que todas aquellas monjas y todos aquellos doctores anticatólicos tuvieron que aceptar el hecho de que realmente no podía comer." También le causó impresión la capacidad de Catalina para distinguir las reliquias auténticas de las falsas; si se trataba de un don sobrenatural o meramente psíquico, era, en su opinión, irrelevante: "Es una señal de que ella era prudente y de que su deseo era buscar solamente la verdad." En cuanto a los estigmas, bastaba demostrar que Catalina sufría mucho y que aceptó el sufrimiento humilde y "cristianamente".

-¿Pero qué sucede con su reputación de santidad? -le pregunté-. ¿Acaso no se debe a la publicación de sus visiones? ¿No fue ésa la razón principal para reconocerla como santa?

-Fue la razón principal para reconocerla como mística -me corrigió Eszer-. Su reputación de santidad se basa en otras cosas. Gracias a ella, en Westfalia se convirtieron a la Iglesia muchas personas; entre ellas, Louise Hensel, que fundó luego varios conventos de monjas.

La "vidente de Dülmen" es, por tanto, una probable candidata a la beatificación porque, más de un siglo y medio después de su muerte, los obispos alemanes y algunos miembros de la orden agustina a la que ella perteneció continúan apoyando su causa. Sus virtudes heroicas están todavía por demostrar. En el caso de que su causa tenga éxito, se supone que su importancia no se medirá por los millones de lectores que aceptaron las visiones falseadas por Brentano como verdad revelada ni por la lista de obispos e intelectuales católicos que en su tiempo la consideraron una mística inspirada, sino por los efectos saludables que ejerció sobre un círculo relativamente reducido de devotos. Los piadosos, sin embargo, la venerarán sin duda como una mística que llevó los estigmas, que habló con personajes celestiales y que fue capaz de sobrevivir milagrosamente sin comer durante más de doce años.

Padre Pío y los sufrimientos de un místico

La causa de padre Pío es, a todas luces, la causa mística más importante que se ha presentado a la congregación en los dos últimos siglos. Hasta donde alcanzan los conocimientos de los historiadores, fue el primer sacerdote católico que llevó las heridas. de Cristo y, con toda probabilidad, el estigmatista masculino más famoso desde san Francisco de Asís. Pero, si Francisco llevó los estigmas solamente durante los dos últimos años de su vida, padre Pío los soportó por más de medio siglo. Esas heridas, unidas a los numerosos testimonios de sus dones de profecía, clarividencia espiritual, visiones, bilocaciones y curaciones milagrosas, lo convirtieron en una celebridad internacional.

En el apogeo de su fama, padre Pío recibía diariamente unas seiscientas cartas de todas las partes del mundo y, aún hoy, a los veinte años de su muerte, sigue siendo objeto de un culto superado en número únicamente por quienes se concentran en los santuarios de la Virgen María; e igualmente importante, desde el punto de vista de la congregación, es que la causa se halla refrendada por cartas postulatorias de nada menos que ocho cardenales, treinta y un arzobispos y setenta y dos obispos. Me pareció que se trataba de una causa en la que los fenómenos místicos no pueden tratarse como meros incidentes secundarios con relación a las virtudes heroicas del candidato. Al fin y al cabo, ¿quién habría rezado a padre Pío -o concebido su vida como "corredentora" con Cristo, que es lo que hacen algunos de sus cofrades- si no hubiera impresionado a los creyentes con sus dones milagrosos?

Como es fácil imaginar, los capuchinos comenzaron de manera informal a reunir datos sobre su .célebre hermano el año siguiente de su muerte en 1968. Pero entonces sucedió algo misterioso: alguien de Roma decretó, seguramente con la autorización del papa Pablo VI, que el proceso local de padre Pío no se podía abrir. Los capuchinos no me quisieron decir quién dio la orden, aunque confirmaron que permaneció vigente hasta 1982, cuando los funcionarios de la congregación discutieron el asunto y, a sus instancias, Juan Pablo II permitió al arzobispo de Manfredonia iniciar el proceso local.

Tampoco quisieron decirme los frailes por qué Roma actuó como lo hizo; pero hay, por supuesto, especulaciones considerables. Algunos miembros de la congregación suponen que la suspensión del proceso estuvo relacionada con ciertos escándalos financieros que rodearon a los capuchinos en la década de los cincuenta y con un conflicto, vinculado a dichos escándalos, en torno a la Casa de Amparo de los Sufrientes, un hospital moderno que padre Pío hizo construir en gran parte con las donaciones que recibía de los devotos. A fin de ayudar a pagar las deudas que la orden contrajo por invertir dinero con un banquero sin escrúpulos, la Santa Sede trató de obtener el control financiero del hospital, medida contra la cual los seguidores de padre Pío llevaron su protesta hasta las Naciones Unidas. Dado que algunos obispos involucrados en esos asuntos siguen aún vivos -y, posiblemente, sean culpables de avaricia ellos mismos-, se pensó que Roma esperaba poder proteger su reputación al postergar la investigación de las actividades de padre Pío hasta después de la muerte de los obispos.

Otra conjetura es la de que los funcionarios del Vaticano quieren desalentar las expectativas de una canonización rápida e impedir, de paso, que los capuchinos u otras personas vinculadas a las empresas de padre Pío saquen beneficios económicos del éxito de la causa. Una razón que me parece más verosímil es que a Pablo VI y a otras personalidades de Roma les preocupaba el desmesurado culto de que se hacía objeto a padre Pío, y esperaban calmar el entusiasmo si ponían cierta distancia entre su muerte y el inicio del proceso.

Sean cuales sean las razones, hacía falta tiempo para distinguir entre padre Pío taumaturgo y Francesco Forgione, el heroicamente virtuoso siervo de Dios. Y si realmente es cierto que los estigmas y cosas por el estilo no pueden considerarse pruebas de santidad, había que esperar también a que su reputación de santidad madurase conforme a unas pautas más aceptables. Con ese fin, los capuchinos han publicado varios volúmenes de sus cartas, y en 1972, celebraron un congreso dedicado a "La espiritualidad de padre Pío".

En todo caso, está claro que el famoso fraile tuvo que sufrir algo más que las heridas en su cuerpo o los golpes que le asestó el diablo. Hubo, por ejemplo, un período de su vida en que los funcionarios del Vaticano sospechaban que los estigmas de padre Pío se los había infligido él mismo. En otros momentos, los rechazaban como productos de autosugestión psicológica, causados por la insistente concentración del fraile en la pasión de ' Cristo; a lo cual, padre Pío solía responder: "Salgan al campo y miren muy de cerca un toro. Concéntrense en él todo lo que puedan, y comprueben si le crecen cuernos."

La fama le acarreó la hostilidad y los celos de los clérigos de la parroquia local e, incluso, del arzobispo de Manfredonia, Pasquale Gagliardi, quien lo denunció ante el Santo Oficio. Se le prohibió repetidamente oficiar la misa, salvo en privado, y hablar con mujeres: a la edad de setenta y tres años, se llegó a sospechar que se aprovechaba sexualmente de las penitentes de sexo femenino. Un cofrade suyo, el padre Emilio, llegó al extremo de instalarle un micrófono en el confesionario, con la esperanza de rebatir tales acusaciones, pero violando así el sacrosanto secreto de la confesión.

En fecha tan tardía como 1960, tan sólo ocho años antes de su muerte, el Santo Oficio sometió a severas restricciones sus contactos con el público, a fin de poner coto a lo que el prefecto de la congregación, el cardenal Alfredo Ottaviani, consideraba "actos que tienen el carácter de un culto hacia la persona de"padre". Ottaviani, defensor conservador de la ortodoxia católica, no era el único de esa opinión. Ese mismo año, Albino Luciani, obispo de Vittorio Veneto y, posteriormente, papa Juan Pablo I, descalificó el ministerio de padre Pío como "una golosina indigerible" que respondía a un "anhelo de cosas sobrenaturales e insólitas". Luciani hablaba en nombre de muchos obispos y sacerdotes al argumentar que los creyentes necesitan la misa, los sacramentos y el catequismo, "sólido pan que los alimenta; no chocolates, pasteles y dulces que los abruman y engañan". ¿Cuál es la verdad sobre padre Pío?

-Hay muchas cosas acerca de padre Pío que todavía se mantienen en secreto -se me informó.

Quien dijo esto fue Paolo Rossi, un fraile italiano que desempeña desde 1980 el cargo de postulador general de los capuchinos. A pesar de las reticencias que muestra casi todo el mundo en Roma, en lo tocante a la causa de padre Pío, Rossi tuvo la amabilidad de recibirme en la sede de los capuchinos. Aunque la causa estaba técnicamente todavía en manos del arzobispo de Manfredonia, el barbado fraile se mostró dispuesto a contarme cuanto podía.

De las cerca de doscientas causas que llevaba, Rossi admitió que la de padre Pío era probablemente la más difícil; pero -se apresuró a agregar- no sólo por los fenómenos místicos. En cuanto a los estigmas, Rossi confiaba en que los asesores de la congregación confirmarían lo que numerosos médicos atestiguaron ya en vida del padre, a saber, que las heridas no se las había causado él mismo.

-Poca gente sabe -añadió- que, unos meses antes de su muerte, los estigmas desaparecieron. Para el entierro, los frailes le cubrieron las manos y los pies, porque, de otro modo, la gente habría preguntado por qué las heridas no eran ya visibles. Ni siquiera tenía cicatrices en el cuerpo.

-¿Qué significado ve usted en eso?

-Sólo éste: si él mismo se hubiese provocado los estigmas, las heridas habrían tardado mucho en curarse y hubieran dejado cicatrices. Pero le había llegado la hora, los estigmas ya no le hacían falta y desaparecieron. Es el principio de san Pablo: los dones del Espíritu Santo se otorgan en beneficio de los demás. Lo mismo vale decir de sus otros dones místicos. Mucha gente ha atestiguado que padre Pío era capaz de leer los pensamientos de otros, sobre todo en la confesión, cuando él les veía en la mente lo que venían a confesar. La bilocación era también un don para la gente, de modo que, por esas manifestaciones, otros pudieran reconocer la presencia de lo divino y cambiar sus vidas.

-Entonces, ¿usted cree que esos dones le fueron concedidos por Dios?

-Sí, pero recuerde que no es eso lo que está buscando la Iglesia. Primero, debemos comprobar sus virtudes heroicas y, luego, podremos verificar si sus dones provenían de una causa superior.

-¿Y ve usted algo en la biografía de padre Pío que pueda sugerir que no llevó una vida heroicamente virtuosa?

El padre Rossi calló unos instantes, considerando su respuesta. Yo sabía que, en la familia mundial de los capuchinos, había considerables diferencias de opinión acerca del sentido y la conveniencia de la causa de padre Pío. Los frailes de San Giovanni Rotonda, y en especial aquellos que lo conocieron personalmente, lo veneran ya como santo. También la gente de la región lo considera un santo propio, el último en una larga tradición italiana de "santos locales", que incluye a Francisco de Asís, a Margarita de Cortan a y a centenares de místicos locales y de patronos espirituales menos conocidos. Pero hay muchos otros capuchinos, especialmente en Estados Unidos, que consideran a padre Pío un personaje de la "vieja" cultura de la Iglesia, la que identifica la santidad con lo sobrenatural y no con las buenas obras y la protesta política. Muchos de esos capuchinos ven la causa de padre Pío con indiferencia y aun hostilidad, debido precisamente a sus dones místicos. Como postulador general de la orden, Rossi no podía tomar partido. Comprendí su posición.

-Bueno, padre Pío era un hombre de genio áspero -respondió finalmente-. Aunque no creo que fuese algo que creara él mismo, le venía de sus orígenes campesinos. En el pasado, supongo que un defecto como ése habría bastado para parar la causa; pero, hoy en día, cuando descubren a algún candidato un defecto de carácter, más bien lo estudian con mayor profundidad en vez de rechazarlo. Tratan de demostrar que el siervo de Dios logró superar sus defectos o, por lo menos, que trabajó con ellos sin superarlos necesariamente.

-¿Cómo piensa usted demostrar sus virtudes heroicas?

En lugar de contestarme directamente, me invitó a entrar en otra habitación en donde se alineaban las "positiones" de varias causas. Entre ellas había cinco volúmenes de cartas de padre Pío, más catorce volúmenes adicionales relativos a su vida. Estaban incluidos los documentos preparados en 1982 por dos teólogos capuchinos para obtener el levantamiento de la suspensión de la causa. Rossi pasó la mano sobre los lomos.

-No se podrá dar la imagen completa de su vida hasta que no esté escrita la "positio" -dijo-, y eso tardará años. Hay muchas cosas que la gente no entiende ni puede entender porque no ha visto la documentación que tenemos nosotros. Pero una cosa le puedo decir: la gente entendería mejor las virtudes del hombre si supiera con qué hostilidad era tratado por la Iglesia e, incluso, por su propia familia de frailes. Estoy intentando encontrar la fuente de esa hostilidad. Debemos descubrir cuál fue su actitud y su conducta en medio de todo eso.

-Supongo que se refiere a aquel período en que se le prohibió celebrar misa en público y escuchar confesiones.

-Sí, aquello fue un castigo muy severo. A la orden misma se le mandó comportarse con él de una determinada manera. Así que la hostilidad trascendió hasta al Santo Oficio (la ahora llamada Congregación para la Doctrina de la Fe) y a la Secretaría de Estado del Vaticano. Se dieron falsas informaciones a las autoridades de la Iglesia y éstas actuaron en consecuencia. Al final, la "positio" explicará qué se decía de él y cuál fue su respuesta. Eso demostrará su virtud.

Una vez más se me decía que la experiencia mística no tenía importancia alguna para comprobar la santidad. Aunque hubiese luchado con el diablo y hablado con los ángeles, padre Pío, el estigmatizado, sería juzgado por su respuesta ante pruebas más terrenales, infligidas, en ese caso, por sus propios hermanos de la Iglesia. Una vez más me impresionó la enorme discrepancia entre la imagen popular del místico y las exigencias del proceso de creación de santos.

Confesé mis dudas a Rossi. ¿Cómo era posible separar enteramente las virtudes de padre Pío de sus extraordinarias pruebas espirituales?

Rossi sonrió.

-Usted debe entender que la congregación es una entidad jurídica y burocrática que aún continúa beatificando y canonizando conforme a las pautas establecidas por Benedicto XIV. Yo soy de los que preferirían abandonar ese enfoque. Un procedimiento mejor sería tomar la vida de Cristo y presentar a padre Pío en comparación, para ver cómo vivió la vida de un santo y cómo hizo revivir a Cristo en su propia vida. Eso de las virtudes heroicas suena demasiado griego, demasiado pagano. Necesitamos guiamos por una teología orientada en el Evangelio.

Rossi intuyó que todavía no me conformaba con el planteamiento.

-Venga conmigo -dijo-. Quiero mostrarle algo.

Me condujo a otra habitación, abrió la puerta y entramos en una pequeña capilla. Las paredes, el altar, todas las superficies de la sala estaban cubiertas de pequeños relicarios redondos, del tamaño del platito de una taza de café, y diminutos crucifijos taraceados. Eran unos trescientos en total y cada uno contenía cabellos o cenizas de alguno de los capuchinos que habían sido beatificados o canonizados por la Iglesia. La capilla había sido construida en 1956, antes del II Concilio Vaticano, por el predecesor de Rossi, el anciano padre Bernardo de Siena, uno de los más experimentados postuladores de la Iglesia.

-Reliquias -observé-. ¿Ustedes deben guardar reliquias de los santos?

-Por ahora, ésta es la práctica. Personalmente estoy en contra; pero es una necesidad creada por las exigencias de la gente.

Se interrumpió y, en ese instante, imaginé otra habitación parecida, consagrada enteramente a las reliquias de padre Pío. Sabía que existía una colección de los guantes que usaba para cubrirse las manos, manchados de su sangre, y más que suficientes para decorar una capilla del doble de tamaño de ésta en donde estábamos.

-En el II Concilio Vaticano -continuó Rossi- se reconoció que la devoción hacia los santos había llegado a reemplazar la devoción a Jesucristo, el misterio central de nuestra fe. En Italia, hoy en día se puede observar que la gente, cuando entra en una iglesia, ya no se dirige al Santísimo Sacramento para hacer la genuflexión, sino que se arrodilla ante la estatua de un santo. Al ver eso, se da uno cuenta de que estamos perdiendo el concepto de quién es quién.

Aunque no lo dijo explícitamente, entendí que Rossi se refería también a la extrema devoción de que era objeto padre Pío: las estatuas del encapuchado fraile que se ven en una docena de países; los grupos de oración y las peregrinaciones; las conferencias internacionales sobre la espiritualidad del padre y, por supuesto, los millones de dólares que llegan cada año a la sede de padre Pío en San Giovanni Rotondo. Todo eso, porque fue, ante todo, un estigmatizado, un visionario y un taumaturgo. Del padre Rossi dependerá demostrar que, aparte de todo eso, fue también un santo.

El místico no ocupa, por tanto, ningún lugar de privilegio entre los hacedores de santos, a pesar de que representa la vocación más elevada y el alcance extremo de la oración. De todos modos, la palabra no parece ya connotar la perfección de vida interior que convierte a Teresa de Ávila o a Juan de la Cruz en fuente perpetua de iluminación espiritual. Los hacedores de santos tienen razón: el misticismo ha llegado a confundirse con lo milagroso. Pero esa confusión no tiene visos de acabar mientras la Iglesia siga exigiéndoles milagros a los santos. Y los exige. Lo que no vale nada en esta vida, todavía sigue siendo obligatorio para los santos en la otra. En efecto, sin milagros no habría creación de santos.



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