La "labor"

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Por Gervasio, 15/07/2015


En la Obra se habla con frecuencia de la “labor”, en singular. Nunca le encontré mucha miga a esa expresión “la labor”. La veo vacía. Cuando se habla de “las labores”, en plural, la expresión se usa casi siempre para referirse a las “Obra de San Rafael” —con jóvenes—, a la “Obra de San Gabriel” —con personas mayores— y a la “Obra de San Miguel”, que tiene por finalidad nada menos que promover el buen comportamiento de los numerarios y agregados, independientemente de su edad, que cada día es más provecta...

Hay otra labor que me queda en el aire: la que se lleva a cabo con los sacerdotes diocesanos. En esta tarea no se tiene en cuenta si sus destinatarios son jóvenes o menos jóvenes. Lo que se toma en consideración es que forman parte del clero diocesano. Esa “labor” no se pone bajo el patrocinio de ningún arcángel, sino bajo el del Santo Cura de Ars, patrono —en el Opus Dei sólo tiene categoría de intercesor— de los sacerdotes con cura de almas. Esa “cuarta labor” aflora en 1950, poco antes de aprobarse el Opus Dei como primer instituto secular. Se cantó un Te Deum. Según narran incluso las fuentes oficiales, por esa época el fundador del Opus Dei estuvo a punto de abandonarlo, para dedicarse en cuerpo y alma a los sacerdotes diocesanos. Tras la “labor” con sacerdotes —me parece que muerto ya el fundador—, vino el que el Opus Dei regentase algún seminario diocesano de carácter internacional o interdiocesano o algo así. Eso leí en Opuslibros, para mi sorpresa, pues le había escuchado al fundador que no correspondía al Opus Dei, sino a los obispos, ocuparse de sus seminarios. Lógicamente para lograr buenos curas es necesario empezar por unos buenos seminarios. Los obispos tampoco podían quedar al margen de la acción apostólica —nunca mejor dicho— del Opus Dei. El celo apostólico del Opus Dei alcanza también la designación, asesoramiento y comportamiento de obispos.

El fundador falleció en 1975, a los setenta y tres años. De haber vivido un poco más —hasta los ochenta y pico, según le había sido comunicado desde lo Alto (o eso se decía)— la “labor” habría alcanzado muy probablemente incluso a los religiosos y religiosas. Ya en vida había avanzado varias ideas. Le escuchamos decir repetidamente, respecto al “aggiornamento” de religiosos y religiosas que pedía el Concilio Vaticano II, que esa puesta al día habría de consistir en retomar las ideas del fundador o fundadora. De otro lado, no le gustaba nada que los religiosos y religiosas dejasen de utilizar hábito, entre otras cosas porque de esa manera es difícil de distinguir —en una Universidad, pongamos por caso, o en otro ámbito— una monja sin hábito de una numeraria. Y eso ¡no! ¡Eso, no! Escrivá de Balaguer tenía una tendencia muy marcada a organizar la vida a todo el mundo, por supuesto sin dejar que nadie se la organizase a él. A la larga los pobres religiosos, si Sanjosemaría no se hubiese muerto antes de tiempo, no hubieran sido los únicos excluidos de su buen hacer y de sus luces y gracias celestiales. Primero hombres, luego mujeres, luego o simultáneamente sirvientas, luego casados y casadas, luego curas, luego seminarios para curas, luego…

Él lo hacía todo guiado por el Señor y estaba preparado para que los demás lo tomasen por su mentor tanto en lo espiritual, como en lo material, a ser posible con obediencia ciega. Tal era su talante y carisma. Estaba pintiparado para formar parte de la Sagrada Congregación de Religiosos e Institutos seculares, pero no ya como súbdito —como había tenido que padecer anteriormente—, sino como presidente de la Sección: De iudicando et disponendo.

Los del Opus Dei sostienen corporativamente que el Opus Dei forma parte de la jerarquía ordinaria de la Iglesia y también sostienen que no sucede lo mismo en el caso de los religiosos. ¿Qué culpa tienen ellos de tener una naturaleza jurídica distinta a la de los religiosos e igual a la de los sucesores de los Doce Apóstoles? Quién mejor que ellos —puesto que son jerarquía ordinaria de la Iglesia— para decidir y disponer lo que deben hacer y dejar de hacer los religiosos, sus súbditos. Tienen en común gozar de una estructura jerárquica de carácter personal, aparte de otras afinidades en las que no me parece procedente abundar, porque eso no les gusta demasiado. Lo dejo aquí, no vaya a ser que dé demasiadas ideas que luego procuren poner en práctica. Me estoy divirtiendo demasiado. Así que retomemos lo de “la labor”.

No sé si acerté a explicar bien lo de “las labores”, ni importa demasiado, porque de lo que deseo hablar es más bien de la llamada “la labor”, a secas, como cuando se dice: la labor en Canadá comenzó en 1957 y en Holanda en 1960. Florencio Sánchez Bella —consiliario que fue de la región de España— lo mismo que otros consiliarios decían que, pese a las defecciones, “la labor” se iba haciendo; y que ese “hacer la labor” era lo importante; no el número de abandonos. En esas gloriosas y triunfales épocas el número de socios del Opus Dei iba en aumento. El número de pitajes era mayor que la suma del de despitajes y fallecimientos. Se apreciaba un crecimiento cuantitativo del número de socios. Desde hace un tiempo a esta parte, sin embargo, desde el punto de vista de la cantidad —por no adentraros en el terreno de la calidad— “la labor” no puede considerarse satisfactoria. La prolongación de la vejez, consecuencia de los avances de la medicina, hace que en países como España la insuficiencia de nuevas vocaciones todavía no se note demasiado —suplen los mayores—; pero su menguado número en los centros de estudios es llamativa. Me decía no hace mucho un numerario un tanto apenado: a este paso, no va a quedar ni quien nos entierre.

En la generalidad de las diócesis, tanto de España como de otros países, se observa penuria de clero y su progresivo envejecimiento. Hoy día resulta ridículo por obsoleto el canon 969 del código de Derecho canónico de 1917, que contemplaba la posibilidad de un exceso de sacerdotes. Prescribía: no se ordene a ningún secular, si no es necesario o útil a las iglesias de la diócesis a juicio del obispo propio. El código de 1982, por supuesto, ha suprimido tal canon. No prevé la posibilidad de que el número de sacerdotes de una diócesis sea excesivo. Desgraciadamente son escasos. Se ha vuelto habitual que un mismo sacerdote atienda varias parroquias. A veces hay que suprimir alguna parroquia. Los fieles de la parroquia que se va a suprimir, invariablemente se oponen a tal medida y procuran que la parroquia no se clausure.

Los del Opus Dei constituyen una clase de bautizados no demasiado popular entre los demás fieles cristianos, sus iguales; iguales salvo en la obediencia, porque no todos tienen los mismo jefes. Los de Opus Dei tienen sus propios sus pastores, a los que hacen caso. Es raro que alguien eche de menos “la labor” del Opus Dei en tal o cual lugar o que alguien se oponga al cierre de algún centro. Por otra parte todo ello se hace con mucho sigilo. A diferencia de lo que sucede con las parroquias, nadie clama por que el Opus Dei renuncie a suprimir alguno de los “apostolados” ya existentes. La razón, a mi modo de ver, reside en que los llamados “apostolados de la prelatura” no son otra cosa que labores encaminadas a aumentar el número de personas pertenecientes y obedientes a ella. Ahí acaba la utilidad de sus “apostolados”.

Durante los años del Concilio Vaticano II y siguientes, don Álvaro acudía por las mañanas al Vaticano. Como el fundador no acertaba a hacer nada sin tener al lado a su buen Álvaro, muchas mañanas acudía al soggiorno de la Casa de Retiros de Villa Tevere a hacer tertulia con los alumnos del Colegio Romano. En una de esas tertulias alguien contó algo, trayendo a colación que en la Edad Media en un convento o monasterio de no recuerdo qué lugar de España vivían más de mil religiosos. Ante tal cifra el fundador torció el gesto con un mohín de desagrado y exclamó:

— ¿Para qué tanto fraile!

A mí me ocurre lo mismo; pero a propósito del Opus Dei. ¿Para qué tanto señor del Opus! ¿Para qué otro más! No le veo demasiado sentido. Es cierto que los miembros del Opus Dei realizan más prácticas piadosas que el resto de fieles laicos. Algo así como dos horas y pico de prácticas piadosas cada día, que no está nada mal; pero estoy seguro de que no son tantas como las que hacían aquellos mil religiosos del mencionado monasterio. Posiblemente hasta cantasen el Trium Puerorum con coros alternantes y diesen vida a otros primores litúrgicos.

Cuando volví a mi tierra después de haber estado mucho tiempo fuera, se me asignó como “labor” atender a un grupo de supernumerarios. Los tales supernumerarios resultaron ser personas mayores a los que yo había conocido anteriormente, a uno como miembro de la Acción Católica, a otro de la Adoración Nocturna, todos con unos backgrounds de este estilo. Con semejante hatajo de supernumerarios, se nos insistía a mí y a los susodichos en que debíamos “tratar” a más gente y poner nombres de pitables en la lista de San José. Reiteradamente se nos daba como consigna, a modo de intención mensual, que hiciésemos más cooperadores: uno por mes o dos por mes. No recuerdo la redacción exacta de esas reiterativas intenciones mensuales. Estaban redactadas de tan ingeniosa forma que se tuviese la sensación de que no se había alcanzado la meta. Algo así como tenéis que lograr un cooperador más de los que hayáis podido conseguir. La misma intención mensual se repetía un mes y otro y otro. De una situación similar se hacía eco me parece que Jardiel Poncela. La señora de la casa —narraba—, cada hora u hora y media, sin moverse de su habitación, llamaba a una criada y le decía:

—Fulanita, baje usted al jardín y dígale a los niños que no deben hacer lo que estén haciendo. Dígales que no deben hacerlo.

El colectivo de personas ligadas a instituciones devotas estaba ya muy esquilmado. Era difícil encontrar gente dispuesta a interesarse por “la labor” del Opus Dei; disposición que no me choca nada, ya que “la labor” no es otra cosa que producir nuevos miembros o al menos nuevos cooperadores. Por otra parte resultaba poco gratificante obtener por todo logro, como premio a nuestros desvelos, un cooperador más o un supernumerario más, todos ellos con el mismo perfil anteriormente mencionado. Hubiese dado mejores resultados organizar partidas de mus, de ajedrez o clubs gastronómicos. Yo diría que en España “la labor” ha ido bien, mientras todo consistía en atraer al Opus Dei a quienes eran católicos practicantes o hijos de católicos practicantes. Agotadas las existencias, comenzó a ir mal.

No conozco demasiado a las Misioneras de la Caridad, fundadas por Teresa de Calcuta. Sé que tienen un cometido muy específico que da lugar a un cuarto voto, además de los tres clásicos, consistente en proporcionar un servicio libre y de todo corazón a los más pobres entre los pobres. Ayudan a refugiados, prostitutas, enfermos mentales, niños abandonados, víctimas del sida, leprosos y otros enfermos. Esta congregación religiosa no da abasto para atender a tantos pobres y necesitados como existen. Se comprende su afán proselitista. Lo propio sucede con la situación de las parroquias, de las que escribía antes. Son necesarias más personas para atender a tantos. Que una institución no tenga otra finalidad que la de aumentar el número de sus miembros no me resulta puesto en razón.

El Opus Dei diz que lleva a sus miembros a santificarse en la propia profesión. No lo pude comprobar. Del grupo de supernumerarios que me tocaba hacerme cargo, apenas sabía qué profesiones ejercían o lo sabía vagamente. ¿Cómo podría yo ayudarlos a santificarse en su profesión? Uno de ellos, por ejemplo, se dedicaba a la construcción. Me resultaba difícil conocer y valorar qué hacía o dejaba de hacer en ese mundillo empresarial de la construcción. Eso explica la presencia en el Opus Dei de personajes como Ruiz Mateos o Martínez-Pujalte, por indicar casos conocidos. Recuerdo que un buen día un supernumerario —afortunadamente no era de mi grupo— fue imputado penalmente en razón de sus actividades profesionales. ¿Se santificaba mucho en su profesión? No sé. A lo mejor recitaba jaculatorias mientras trabajaba.

No me parece tampoco que las empleadas del hogar del Opus Dei constituyan un modelo de santificación de la propia profesión. No quiero decir con ello que no hagan bien la limpieza y las demás tareas domésticas o que no sean abnegadas. A mí me parecería más digna de ser elevada los altares —resultaría desde luego una figura más simpática— una sirvienta que destacase por recabar para su colectivo más sueldo, mejor pensión de jubilación, más días de descanso y menos sumisión y dependencia del dador de trabajo. ¿Las hay en el Opus Dei? A ver si canonizan a alguna de este tipo. No veo por qué el ideal del colectivo de sirvientas o de cualquier grupo profesional haya de ser entregar sin rechistar su tiempo y su dinero al Opus Dei para “sus apostolados”. Esos apostolados no consisten en cosa distinta que aumentar el número de profesionales que proporcionan mensualmente su tiempo y dinero al Opus Dei.




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