Homosexualidad en el Opus Dei

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Por Gregory P., 6.04.2004


En primer lugar, manifestar mi alegría de que se traten nuevos temas, y de que vayamos saliendo, poco a poco, del laberinto de respuestas a quienes provocan. Todo eso que hemos ganado.

Se ha tratado el tema de la homosexualidad en el Opus Dei. Yo he conocido a dos personas de la Obra con esta tendencia.

El primero, pongamos que se llamaba Manolo, era uno de los mayores del centro. Creo que había hecho la fidelidad. Me acuerdo de que lucía en su mano un anillo grande, con una piedra azul, con un escudo en relieve. Era un poco introvertido, aunque siempre con muy buen humor, con el que nunca hablé mucho. Un día, a los pocos meses de pitar, dejé de verlo, y poco a poco imaginé que había dejado de ser de la Obra, pero sin tener una convicción exacta de ello. Nunca me explicaron el motivo: si había cambiado de centro, o de ciudad, etc. Nunca se dijo nada de los posibles motivos de su marcha, pero no le di importancia, porque sucedió al principio de pitar, y no me enteraba mucho de estas cosas, que luego me afectaron profundamente.

Muchos años después, siendo todavía de la Obra, me enteré de que era homosexual, y de que vivía con otra persona, al parecer conocida, que le había contagiado una grave enfermedad. Luego lo he visto en algunas ocasiones, siempre por motivos profesionales. Nunca hemos tratado el tema, y nunca he sabido si el motivo de dejar la Obra fue su homosexualidad, o si descubrió su tendencia después. Es una persona muy amable, y no tengo mucha relación con él.

Sin embargo, viví con mucha intensidad un caso mucho más cercano. Pongamos que se llamaba Alberto. Era un año mayor que yo, estudiaba en mi colegio. Tenía una personalidad muy atrayente, y espero que la siga teniendo. Era muy amanerado, en su comportamiento, hasta el punto de que, cuando se le conocía, el aspecto era de un hombre muy guapo, y muy afeminado. Pero sin que esta palabra sea peyorativa, o pretenda serla. Sólo quiero describir cómo aparecía Alberto a quien le conócía por primera vez.

Su aspecto era, sin embargo, muy atrayente. Tenía un imán, incluso para las personas que rechazaban de forma instintiva esta tendencia. Poco a poco, me fui acostumbrando a su forma de ser, y al poco tiempo, ya no lo veía amanerado, ni mucho menos, sino una persona muy sensible, con mucha personalidad, que en todas sus opiniones te comunicaba un entusiasmo sin límites. Tenía encandilado a todo su curso de letras. Era el alma de los cine-forum, de las actividades culturales más dispares. Y luego, en la universidad, se siguió comportando del mismo modo. Su personalidad era avasalladora, profundamente seductora. Podría haber sido un excelente actor dramático, y creo que lo estuvo pensando.

Pitó un poco después que yo, y lo traté mucho. No quiero ser más explícito, porque ya he dado demasiados datos sobre mí mismo, y no quisiera darlos sobre él. Pero diré que estuvimos mucho tiempo juntos, en una actividad con niños, en la que trabajábamos codo con codo. Con Alberto, y con otras personas, esa actividad apostólica, que desarrollábamos fuera del centro, se convirtió en algo especial, para los muchachos y para nosotros mismos. Hicimos muchas excursiones y salidas. Algunas, de varios días, en las que convivíamos, e incluso dormíamos en la misma habitación. Mucha gente, que ni siquiera iba a Misa los domingos, se acercaba a estas actividades, creo que atraídos por la personalidad de Alberto, y la impronta que supo dar a esta actividad. Yo mismo estaba subyugado, hasta el punto de que, si no hubiera sido por esta actividad apostólica, creo que hubiera estado mucho menos tiempo en la Obra, o, por lo menos, mucho menos a gusto de lo que estuve.

Nunca vi a Alberto hacer ninguna cosa rara con niños. A veces, en verano, íbamos a piscinas municipales, y pasábamos ratos deliciosos, jugando y divirtiéndonos. Nunca vi hacerlo a Alberto, que se quedaba como en segundo término, sin participar en los manoseos propios de quien juega dentro del agua, sin ningún tipo de maldad. De esto me acordé más tarde, cuando lo supe todo.

Un día, al volver de vacaciones, supe que habían echado a Alberto de la Obra. Así, sin más. Ya habíamos hecho los dos la oblación, y, en mi centro, esta circunstancia te otorgaba un extraño privilegio: que te contaran los motivos por los que se expulsaban a la gente que aún no había hecho la fidelidad. Mi director, un individuo muy enérgico, sin un apice de sentimientos, decía que eso lo hacía para que los demás "escarmentaramos en cabeza ajena". Los motivos de las expulsiones, como luego supe, no siempre coincidían con la verdad de las cosas. O, mejor dicho, no solían coincidir nunca. Sin embargo, nadie me informó del motivo por el que habían expulsado a Alberto. Una manto de silencio cubrió por completo este suceso, como si hubiera pasado algo terrible, que fuera mejor no contar.

Además, ese verano cambiaron el director de mi centro, y el nuevo, un hombre encantador, repetía que no sabía nada. Que esa decisión había sido tomada antes de que él se hiciera cargo de la dirección del centro, y que no tenía una idea clara de lo que había pasado. Como soy muy cabezón, se lo pregunté otros días, y por otros motivos, y un día me dijo que no me lo podía decir, y que, por favor, no le preguntara más. Sin embargo, me dijo que, si me llamaba, no dejara su amistad. Lo que todavía me confundió más, como podéis imaginar. ¿Qué cosa esa esa, que no se podía contar, pero que no era tan grave como para que pudiera perjudicarnos?

También mi madre se enteró de que lo habían echado, porque conocía a la madre de Alberto. Le dijo que estaba desesperado, que no dormía, que se pasaba los días llorando, repitiendo que lo habían echado, que su familia le había dado la espalda. Los padres ya estaban jubilados, y procedían de otro lugar. Sin saber exactamente porqué, vendieron el piso y se fueron.

Un día, mi madre me dijo que a lo mejor se había metido con alguien. En ese momento recordé lo que había pensado al principio, al conocerle, pero rechacé esa idea de inmediato. No me cuadraba con Alberto, precisamente porque lo conocía muy de cerca, y de muchos años, y no le veía "metiéndose" con nadie, o seduciendo a nadie del centro, ni mayor, ni más pequeño. Me pareció un despropósito, y así se lo dije a mi madre. Pero ella estaba convencida. A una persona como Alberto, pensaba, no se le podía echar porque fuese amanerado, porque eso era evidente desde el principio. Algo muy fuerte tendría que haber pasado. Y de esa idea no la quitaba nadie.

Alberto empezó a salir con una chica. Teníamos una conocida común, pongamos que se llama Enriqueta, que conocía a Alberto, a la chica, y a mí. Enriqueta me contó que la chica le había contado esta relación, y que estaba muy contenta. Sin embargo, Enriqueta había sido muy crítica (así es ella, habitualmente). "Tienes que dar gracias a Dios por salir con Alberto", le dijo. "No te lo mereces", le espetó, convencida de que le había tocado la lotería.

Al poco tiempo, Alberto le confesó a la chica que era homosexual, que había intentado salir con ella para probar si le gustaban las chicas, pero que no podía seguir engañándola. Y claro, la chica le fue con el cuento a Enriqueta. "Con que no te lo mereces, con que tengo que dar gracias a Dios. Pues resulta que es ....." Aún recuerdo los gritos de Enriqueta, delante de los niños que idolatraban a Alberto, mientras me contaba la escena, y yo deseaba que me tragara la tierra.

Evidentemente, en el centro no dije nada. Pero ya supe, sin que nadie me lo dijera, el motivo por el que se había expulsado a Alberto. Deduje, por mi cuenta, que en la dirección espiritual habían sabido que era homosexual, y que le habían echo abandonar la Obra, para no ponérselo más difícil. Porque yo pensaba que para un homosexual era más difícil pertenecer a la obra.

Yo sé, por experiencia, lo fácil que es enamorarse de un chico del centro, con tus mismos ideales, de personalidad atrayente, con el que compartes muchas cosas, y que te comprende como nadie puede hacerlo. Al principio de pitar, me pasó con un chico de San Rafael, que pitó de numerario algún tiempo más tarde. Solía venir todos los días por el centro, y yo lo veía de vez en cuando. Los días que no venía, sufría enormemente, hasta el punto de llorar. Y no tuve nunca ningún tipo de atracción física por él.

Por eso, entendía que, en esas circunstancias, era muy posible pasar de ese amor platónico al corporal, si se tiene esa tendencia. Y vi justificada, en ese momento, y siempre dentro de mi imaginación (porque no sabía nada), la decisión del director. Lo vi como una liberación, como un desahogo, fruto del cariño.

Luego supe, por otras personas, que Alberto se dirigía con un sacerdote de la Obra, que no era del centro. Y un día, aprovechando que fui a la Iglesia donde estaba este sacerdote, le pregunté por mi antiguo amigo. El cura me dijo que no sabía nada de Alberto, que se había peleado con su novio, y que desde entonces no había vuelto a verle. No sé si os habrá pasado alguna vez, pero creí que iba a caerme al suelo. Me tuve que sentar en una silla, porque me subió toda la sangre a la cabeza. El cura pensaba que yo lo sabía, y por eso habló francamente. Pero yo no sabía nada. Como os podéis imaginar, don QM, que esas son sus iniciales, se puso también blanco, al darse cuenta de su desliz.

Cuando llegué al centro, fui a ver al director, y le conté todo lo que había pasado. Quería hacerle una corrección fraterna al sacerdote, como es evidente, pero sólo recibí una pequeña amonestación, por haber confundido al sacerdote, haciéndole pensar que yo sabía todo lo que había pasado. Espero que le dijeran algo, aunque creo que, por su expresión, no hacía ninguna falta corrección.

Después, uno del centro, por indicación del director, me estuvo contando lo que había pasado. Que Alberto se había enamorado de un amigo, y que había mantenido relaciones sexuales con el. Lo contó en su dirección, y le dijeron que no se repitiera. Pero se repitió en otra ocasión, y volvió a contarlo. Y esa vez le indicaron que debía marcharse de la Obra.

Después de eso, he visto a Alberto en varias ocasiones. Una de ellas, con mi novia, que ahora es mi mujer. Casi no me dirigió la palabra. He intentado quedar con él en algunas ocasiones, después de mi salida, que le comuniqué nada más empezar a hablar. Pese a ello, no ha sido posible.

Alberto es una de las personas a las que más aprecio de mi vida en la Obra. Con él viví muchas experiencias entrañables, quizá las más entrañables de mi paso por esa institución. Ignoro el motivo por el que ha evitado verme, o tratarme después. Espero no haber hecho nada para fomentar ese rechazo.

No quiero hacer ninguna consideración de todo esto que os he explicado. Pero no hay ni una sola palabra que no sea cierta.

Gregory P.

P.D. No os podéis imaginar el bien que me ha hecho contar esto. Un abrazo a todos.


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