Hacia el cambio de pensar y actuar como agregado

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Por Armando, 31. 10.2007


Me parece interesante el poder aportar más testimonios que nos permitan clarificarnos sobre el sitio en el que estuvimos y así poder “saldar” esa parte de nuestro pasado que se resiste a dejar pasar página. Asimismo deseo que cuando Cilicio lea estas líneas, ya esté fuera empezando una nueva vida, llena de ilusiones, alegrías, también contratiempos pero que le da esa verdadera riqueza. Hay un hecho Cilicio que para mi vale más que cualquier cosa y es el gozo de sentir el aire fresco sobre el rostro y saber que soy libre, que puedo tomar mis propias decisiones y sobre todo, que si me equivoco puedo salir adelante con la ayuda de Dios claro está, pero ante todo, con la libertad de pensar en la opción más correcta.

Una vez escrita la carta en la cual pedí la admisión como agregado, empezó la programación hacia el cambio de vida que tendría que dar y dejar moldear mi alma según el carisma y espiritualidad de la Obra. En muchas ocasiones he escuchado y leído que la vocación de agregado era como más “fácil” debido que al estar más en contacto con la realidad, los procesos de alienación eran menos profundos, pero como intentaré demostrar, esto no se puede generalizar y depende de otros factores como son la personalidad, el ambiente en el que uno se mueve y la forma en que asume una condición que siempre queda estrecha, que molesta y que produce un sentimiento de inferioridad muy fuerte...

A diferencia del numerario, el agregado no está protegido por un techo al cual acude para “refugiarse” ante los elementos ajenos a la forma de vida de un fiel de la prelatura, por lo cual empieza a vivir en una especie de tierra de nadie, como apátrida porque en ningún sitio es parte del mismo. Su “familia de sangre” deja de contar con él –o ella- porque lo que antes era su casa es ahora la casa de sus padres y la utiliza únicamente para ir a dormir, tampoco lo es del centro porque en él siempre tendrá la categoría de “adscrito”, por tanto no puede llamar a aquel edificio su casa. Dejaré para otras entregas la explicación de estas reflexiones que vienen a ser el telón de fondo a estos comentarios.

Los cambios se dieron desde el momento en que pité, de la noche a la mañana –y nunca mejor dicho- resultó que la vida en medio del mundo no era tal como la entiende todo mortal, sino una forma nueva de considerar lo que significaría esa afirmación. En aquel entonces yo estudiaba en la universidad y mi peña era mayor que su servidor, por lo cual afianzamos una amistad muy interesante entre cuyas actividades puedo destacar las “tardes literarias”, momentos en los que nos reuníamos para charlar de las últimas novedades bibliográficas, escuchar música clásica y tomar quesos y vinos; si, lo sé, muy sibarita, pero era lo que había. A medida que aumentaba la carga académica de las asignaturas, dejamos a un lado el arreglar el mundo para estudiar a fondo y sacar buenas notas, era un grupo muy dinámico de colegas hombres y mujeres, muchos de ellos hoy profesionales y algunos autores de libros.

Cuando comenté esto en las conversaciones previas antes de pitar, me dijeron que intentara llevar a mis compañeros al centro, al explicar las edades de los “chavales”, me sugirieron que se los presentara a alguno de San Gabriel para que los tratara. Total que posteriormente me dijeron que lo más oportuno era que no frecuentara más a mis compañeros de estudio fuera de las horas lectivas en las aulas universitarias. Asimismo me preguntaron cuál era la forma habitual de saludar a las chicas, cuando les explique que era de beso y apapacho, me dijeron que de eso ni hablar, que de ahora en adelante debía ser de hola y si mucho estrecharles la mano, pero tampoco tan efusivamente sino de lo más desprendido posible.

Nunca se me hizo tan largo y tortuoso el camino a la universidad como el día que recibí esa indicación, durante el trayecto le daba vueltas a la forma en que debía saludar a mis compañeras a las que quise mucho y ellas a mi, fuimos una peña muy bien integrada. Por ser mayores que yo, la inmensa mayoría estaban casadas y en fin, que no entendía por qué debía cambiar tanto con chicas a las que estimaba. Por más rodeos que hice durante el trayecto, de llegar tenía y al ver a la primera no pude poner en práctica la indicación señalada. No pude por la sencilla razón que la otra no me dio margen a pensar en la maniobra, era imposible, así que como todos los días, de beso, apapacho y subir cogidos del brazo al aula. Luego las demás, sin cambio alguno y aunque por fuera parecía el mismo, por dentro empezaron a crecer los escrúpulos a granel, no había cumplido con una indicación, estaba poniendo en peligro el vivir la santa pureza heroicamente.

Casi un año duró aquello, hasta que en el primer curso de retiro, el cura muy acertadamente me dijo que siguiera tratándolas como desde el principio. En el ínterin sucedió una anécdota que demuestra la complicación que tal criterio suscitó en mi, un día que iba para la universidad, decidí hacer la visita al Santísimo antes de entrar a clases, en la calle me encontré con una de mis compañeras y me preguntó a dónde iba, le respondí que a la universidad y ella me dijo que también así que decidió acompañarme; no sabía cómo resolver la situación porque de seguir con ella hacia la universidad no haría la visita y si la hacía, era decirla que antes quería pasar a la iglesia, tanto me metí en pensar la solución que ella se dio cuenta y me preguntó por qué estaba tan nervioso, le dije una tontería –ahora no me acuerdo qué- y aproveché para invitarla a que me acompañara. Se sorprendió, pero aceptó así que fuimos. A todo esto pedí a toda la corte celestial que ninguno del centro me viera entrar o salir de la iglesia con mi compañera, al salir me agradeció el haberlo hecho porque me dijo que tenía mucho tiempo de no rezar. No obstante, en mi interior sabía que había hecho algo malo y como no quería que se convirtiera en un sapo en mi conciencia, lo comenté en la charla, para qué lo hice, fue mi primer interrogatorio a fondo.

Dejé de frecuentar las reuniones literarias poniendo miles de excusas, al principio me las creyeron, luego ya no y por último pasaron de mí, ciertas asignaturas obligaban a realizar trabajos en grupo y a esas asistía pero a cuenta gotas, era un tormento el consultarlas y claro, debía mentir, podría decir que desde el inicio hay algo que en la Obra te enseñan muy bien y es a mentir. Porque mientes al decir que no puedes ir por X o Y motivos para eludir el asistir a lugares o actividades fuera del centro, te llegas a formar una coraza que facilita el decir cualquier cosa para dejar integro el nombre de la Obra, no decir la verdad del por qué no puedes y permite forjar una doble moral que luego no causa escrúpulo alguno.

Otro cambio fue pasar de la libertad de leer lo que quisiera a la restricción en la selección de la bibliografía necesaria para las investigaciones que debía realizar, los exámenes que debía rendir y en fin, todo lo que implicaba lecturas. Cuando era de San Rafael, veían los libros que llevaba para estudiar y no me decían más que cuidara las lecturas, porque podían ser ofensa a Dios o a la Iglesia su contenido, pero nunca me explicaron que dentro había un índex y que debía consultar lo que leía. Al pitar esto empezó a funcionar a la perfección, cada libro era escrutado por los encargados de hacerlo, cada examen era motivo de desasosiego para mi porque muchos de los libros no los podía leer por ser 6, así me pasé toda la universidad y hasta perdieron un libro que me habían dejado y por consiguiente, tuve que mentir para justificar su perdida ante el legítimo propietario del ejemplar. Esto continúo en mi vida profesional y adelanto el comentario que al salirme, he tenido que ponerme al día en muchos autores prohibidos y para mi sorpresa, no encuentro nada contrario a Dios ni a la Iglesia en sus contenidos ¿o es que ahora soy más laxo en esa materia?.

Un hecho vino a contrastar mi vida como agregado y por tanto en medio del mundo durante mis años de universidad. Al segundo curso se matricularon unas monjas, aquello fue como cuando se coló furtivamente una mujer en un monasterio de Monte Athos, buena parte de las fuerzas “progresistas” protestó ante aquel atropello que iba contra el carácter laico de la universidad. Se dijo de todo, se comentó hasta más no poder y se decidió dejarles bien claro a las reverendas que su llegada no era grata para un sector consecuente del estudiantado. Aquello lo veía yo con cierto reparo porque sabía que si habría la bocota, antes que las monjas, me hacían pasar a mí por la pira que parecía querían construir en el centro del patio, porque vaya la tirria que le tenían mis compañeros a la Obra, ahora les doy la razón.

Llegó el día de la incorporación de las reverendas madres al aula, no sé si alguno ha leído un libro de Salvador de Madariaga –perdonad siempre le confundo el apellido- titulado “Hernán Cortés”, pues bien, la escena fue calcada a la llegada de los frailes franciscanos que aparecieron por Tlaxcala para iniciar la evangelización, porque todos pensamos que serían como las madres que protagonizan la película “sonrisas y lágrimas” (“la novicia rebelde” para América Latina), no obstante llegan tres sencillas mujeres con una especie de uniforme, sin cofia ni nada, calzando unas sandalias y más monas que pa que, desplegando risas, encanto y buen humor. Por supuesto que dejaron a todo el personal de una pieza y no hubo protestas ni nada, al final aquello pareció más el recibimiento que le hicieron los camaradas de Pepón al Obispo, cuando éste visito el pueblo y el alcalde dispuso que le recibieran con “educada indiferencia”.

¿Por qué cuento esto? Por la sencilla razón que aquellas hermanas estaban más en el mundo que yo, mientras ellas llevaban un testimonio cristiano real sin cosas raras pero sin abandonar su condición de religiosas, yo tenía que vivir como en un claustro en medio del mundo. Para decirlo con palabras de Morgana, mi celda era la calle, pero quería convertir en una celda las relaciones con todas las personas de la calle, lo que suponía el meter a todos en el aro de las restricciones aparentemente cristianas y excluir a un importante sector de los habitantes de la calle y en este caso me refiero al trato con las mujeres.

Estas hermanas vivían una naturalidad impresionante, saludaban de beso a todos y a todas, reían con soltura con todos y todas, trabajaban con todos y todas, servían realmente a aquel o aquella que lo necesitara y dieron muestras de tal entrega por sus compañeros hasta en grado heroico. Jamás desdeñaron un libro, lo leían todo, asistían a todo menos a los zafarranchos que organizaban los compañeros de los cuales me enteraba de oídas porque no podía acudir aunque quisiera. Las hermanas tuteaban a todo el mundo y mientras ellas lo hacían, yo tenía que tratar a mis compañeras de usted, lo cual no hice por temor a la pira que he aludido anteriormente.

Estas religiosas sí habían hecho votos y los cumplían porque nunca dejaron de hacer patente su condición de religiosas, no obstante no andaban detrás de las chicas para “pescarlas”, más de alguna asistió a los retiros que ellas organizaban y también algún compañero “progre”; regresaban encantados y relajados, aunque a la semana ya estuvieran organizando más de algún movimiento estudiantil que implicaba cierre de calles, movilización de todos y un sin fin de actividades más. Cuando esto se daba, acudía a escondidas como Nicodemo a brindarle ayuda a mis amigos, en cambio las hermanas estaban ahí, acompañando a todos y todas, llevándoles agua, preparando toallas –paños- con agua y vinagre para mitigar el escozor producido por las bombas lacrimógenas. En pocas palabras: ellas daban la cara. En cambio su servidor todo lo hacía a escondidas, la vez que se enteraron en el centro sufrí otro interrogatorio más y un seguimiento de mis pasos estilo KGB.

Asimismo la formación calaba y me oponía a la ideología que sustentaba aquel movimiento revolucionario de masas, los consideraba enemigos de la fe, ateos empedernidos y todo eso, a más de alguno intenté sacar de ese modo de solucionar los problemas pero como eran mis amigos, ahí estaba aunque no como ellos hubieran querido. Mientras tanto las hermanas no andaban con discursos moralistas y tremendistas de los castigos divinos a los que organizaban estas alargadas, sino todo lo contrario. Alguno dirá que eran seguidoras de la teología de la liberación, algo de verdad hay en ello, pero al pensar en estas santas mujeres, caigo en la cuenta que ellas siguen en su congregación, muy felices y contentas, no tienen esa risa falsa, hechiza y sin sentido, sino muy natural y distendida.

Ahora viene el contraste que he señalado anteriormente. Según se me dijo al llegar –como dice una canción “de casa”- mi situación no había cambiado nada, seguía siendo el mismo, en aquella época estudiante universitario, así también no era religioso sino que laico, como los demás y debía santificarme y santificar a los demás en el bullicio de la calle, sin hacer cosas raras; en cambio los religiosos si hacían cosas extraordinarias para dar testimonio del cumplimiento de los consejos Evangélicos. Pero como he apuntado, en la práctica, las religiosas que estudiaron conmigo, sin dejar de serlo, estaban más en el mundo que su servidor, tenían más clara la forma de moverse en el mismo y ninguna de las circunstancias las hacía cambiar su manera de ser, su carisma, sino todo lo contrario, parecía que aquella espiritualidad se amoldaba como un guante a la mano a la realidad cotidiana.

Sobran las palabras y reflexiones finales ante lo que he comentado y que me ha tocado vivir, por supuesto que sin ánimo de forzar los datos, porque no deseo precipitarme en juicios de valor sin antes haberlos contrastado con la realidad, con el hecho, con el fenómeno social que supone la vida dentro de la Obra.



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