Experiencias sobre el modo de llevar charlas fraternas, Roma, 2001/Algunos temas relativos al matrimonio y a la familia

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ANEXO III ALGUNOS TEMAS RELATIVOS AL MATRIMONIO Y A LA FAMILIA

Sobre la castidad en el noviazgo

En muchos ambientes, por desgracia, existe una cierta confusión acerca de los criterios morales en las relaciones afectivas entre novios, y no sólo por parte de los mismos interesados, sino también en los padres y educadores. La fuerte presión de un ambiente paganizado hace que incluso personas que han recibido una recta formación doctrinal, lleguen a pensar -quizá no del todo conscientemente- que las normas morales sobre el modo de comportarse en el noviazgo "ya no son tan exigentes como antes", o que hay que ser condescendientes con ciertas prácticas bastante generalizadas, que no son conformes a la ley de Dios.

Para ayudar a las personas que se encuentran en esta situación a formarse una recta conciencia, que les lleve a santificarse en el noviazgo, preparándose con delicadeza y sentido de responsabilidad a crear un hogar limpio, hay que recordar primero que la vocación cristiana exige a todos santidad: no hay cristianos de segunda categoría;

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en el noviazgo un cristiano coherente también ha de buscar la santidad, adecuar su comportamiento a la ley de Dios, sin cesiones de ningún tipo[1]. Sólo quienes se deciden a vivir castamente el noviazgo -luchando reciamente contra las tentaciones y sin hacer equilibrios en la frontera del pecado-, ponen las bases de generosidad necesarias para poder construir después un matrimonio feliz y santo.

Por eso, las muestras de confianza o de afecto entre personas no casadas de distinto sexo no pueden depender exclusivamente de los sentimientos, sino también de la relación objetiva que exista entre ellos. Así como hay unas expresiones propias del amor entre esposos, y otras que son adecuadas entre hermanos y hermanas, así también son distintas las que resultan del simple conocimiento, o de la amistad personal, o del compromiso de contraer matrimonio.

La Iglesia enseña que «la lujuria es un deseo o un goce desordenados del placer venéreo. El placer sexual es moralmente desordenado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión»[2]. Y esto vige también aun cuando no se llegara ni se tuviera intención de llegar a la masturbación o a las relaciones sexuales completas, porque cualquier placer genital directamente procurado o consentido, no ordenado al legítimo acto conyugal, constituye objetivamente un pecado mortal: en este caso, no existe parvedad de materia.

Juan Pablo II señalaba en un discurso a los jóvenes que, «para la preparación al matrimonio, es esencial vuestra vocación a la castidad. (...) El honesto "lenguaje" sexual exige un compromiso de fidelidad que dure toda la vida. Entregar vuestro cuerpo a otra persona sig-

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nifica entregaros vosotros mismos a esa persona. Ahora bien, si aún no estáis casados, admitís que existe la posibilidad de cambiar de idea en el futuro. La donación total, en consecuencia, estaría ausente. Sin el vínculo del matrimonio, las relaciones sexuales son mentirosas, y, para los cristianos, matrimonio significa matrimonio sacramental»[3]. Por tanto, «los novios están llamados a vivir la castidad en la continencia. En esta prueba han de ver un descubrimiento del mutuo respeto, un aprendizaje de la fidelidad y de la esperanza de recibirse el uno y el otro de Dios. Reservarán para el tiempo del matrimonio las manifestaciones de ternura específicas del amor conyugal. Deben ayudarse mutuamente a crecer en la castidad»[4].

Dentro de este marco moral, que es siempre válido, también hay que tener en cuenta que el proceso afectivo entre los novios, por su misma naturaleza, madura y se afianza gradualmente a lo largo del tiempo, en diversas fases más o menos formalmente diferenciadas. Al inicio de su relación, el trato entre esas dos personas es más parecido a la simple amistad; por tanto, en ese periodo, las expresiones de confianza o de simpatía mutua que resultan adecuadas se miden con los cánones propios de la amistad en general.

Hay personas que consideran que cuando se formaliza el noviazgo se afirma ya una seria intención de contraer matrimonio, y eso autorizaría a tener expansiones afectivas más íntimas que las propias de una sólida amistad. Aseguran que esas muestras de cariño surgen y manifiestan el amor que se profesan y que no les suponen un peligro directo contra la castidad. A esto hay que responder que, aunque fuera verdad que esas manifestaciones no constituyan ocasión próxima de pecado -cosa que muchas veces no es así-, permitírselas constituye, por lo menos, una imprudencia seria, pues con ese comportamiento se habitúan a un régimen de intimidad que les expone a tentaciones gra-

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ves y que, en sí mismo, empaña la limpieza de sus relaciones y lleva muchas veces a un oscurecimiento de la conciencia.

Desaconsejar vivamente este tipo de trato no supone pensar mal, ni ver malicia donde no la hay; es, por el contrario, advertir con prudencia -con realismo- el peligro de ofender a Dios y de que la concupiscencia, alimentada por esa intimidad impropia, llegue a presidir las relaciones recíprocas, determinándolas reductivamente por la atracción sexual, lo cual no les une sino que les separa[5]. Comportándose de este modo, llegarían a verse el uno al otro, progresivamente, más como un objeto que satisface el propio deseo que como una persona a la que el amor inclina a darse[6].

También por este motivo, la prudencia cristiana ha aconsejado siempre que la duración del compromiso antes del matrimonio sea relativamente breve. Esto no significa que no deba haber un profundo conocimiento mutuo, sino que para alcanzar ese conocimiento es suficiente una fase más o menos larga de trato y de amistad, previa al establecimiento del compromiso[7].

Ante la perspectiva concreta, real, y relativamente próxima, de matrimonio -aunque no exista la certeza plena de que se llegará a contraerlo- cabe hablar de una nueva situación en la que el compromiso tiene garantías objetivas y externas de estabilidad, como son la edad, la situación profesional, la maduración del conocimiento recí-

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proco, etc. En estas circunstancias, pueden ser moralmente rectas ciertas demostraciones afectivas del amor mutuo, delicadas y limpias, que no encierran ni siquiera implícitamente una intención torcida, y que en todo caso se han de cortar enérgicamente si llegaran a representar una tentación contra la pureza, en los dos o en uno sólo[8]. Estas expresiones de cariño no son "en parte iguales y en parte diversas" a las propias de los cónyuges, sino esencialmente diversas, como es diverso su compromiso del pacto matrimonial, y que por tanto han de estar presididas por el peculiar respeto recíproco que se deben dos personas que aún no se pertenecen.

Algunos moralistas seguros afirman que en el trato entre novios -supuesta una intención no lujuriosa-, sería pecado venial una manifestación de cariño -razonable, pero no necesaria- que produjese un desorden incompleto, si éste es positivamente rechazado; pero sería pecado mortal continuar esa misma acción si incumbiese el peligro próximo de que el desorden se hiciese completo[9]. No es necesario descender a una casuística más detallada, pero sí recordar que no tendría sentido buscar "escapatorias", para justificar más o menos ocultamente la propia concupiscencia. Además, en esta materia, más pegajosa que la pez[10], quien no lucha, con humildad y fortaleza, por

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evitar aun lo más leve, fácilmente acaba por caer en pecados graves o, por lo menos, se sitúa en un estado de tibieza espiritual.

Al tratar estas cuestiones, es preciso recordar que las normas morales no suponen barreras para el auténtico amor humano, sino que indican las expresiones que debe tener en cada momento, si es verdadero amor. De este modo, exaltan su nobleza y su dignidad, queridas por Dios; lo radican en el don de sí, preservándolo del egoísmo; lo transforman, ya antes del matrimonio, en instrumento de santificación; y sientan el fundamento de su estabilidad y fecundidad futuras[11].

Quienes se ocupan de la atención y formación de los Supernumerarios jóvenes han de tener criterios muy claros; no sería suficiente, por ejemplo, hacer las advertencias oportunas cuando se observa que pasan ya alguna dificultad: es preciso adelantarse y prevenir los obstáculos que pueden encontrar, para salir al paso enseguida y poner los remedios a tiempo. En las Confidencias, hay que exigir con firmeza, facilitando la sinceridad con preguntas oportunas y delicadas, para que todos vivan el noviazgo con una gran rectitud moral, buscando seriamente la santidad. Con frecuencia, será preciso recordar que para vivir limpiamente esa situación es necesaria una sólida vida interior -que se alcanza con recurso asiduo a los Sacramentos y las demás prácticas de piedad cristiana-, la petición humilde al Señor y a la Virgen de la pureza de conducta, y una plena sinceridad en la dirección espiritual personal.

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Los Supernumerarios, además de ser conscientes de que Dios les pide que santifiquen el noviazgo, han de considerar también su deber de ser ejemplares ante su novia, ante sus padres, parientes y conocidos[12]. No se puede admitir en ellos un comportamiento frívolo o ligero: en este punto también sólo cabe "o herrar, o quitar el banco". Pues por el mismo hecho de ser cristianos, estamos obligados a rechazar decididamente toda conducta que pudiera menoscabar -aun mínimamente- lo que es propio de un hijo de Dios; así, por ejemplo, hay que evitar situaciones que, aunque en algunos sitios puedan estar muy generalizadas, no son compatibles con la moral cristiana: ciertas muestras de afecto, frecuentar algunos ambientes, viajar novios juntos, modos de vestir poco decentes, etc.[13]

También hay que insistir a los padres en la importancia de su papel en la formación de sus hijos, para que les ayuden en aquellas virtudes que más contribuirán a que se mantengan fuertes y limpios durante el noviazgo. Entre otras, han de educarles en el pudor y en la modestia, que se adquieren -en primer lugar- con el buen ejemplo que les den en sus hogares, y que les permitirán evitar conductas que desdicen de un hijo de Dios.

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Algunos criterios morales sobre la castidad conyugal

Del hecho de que «el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos»[14], nace el correspondiente derecho y deber al acto conyugal, que ha de ejercerse virtuosamente -regido no sólo por la virtud de la castidad sino, en los cristianos, por la fe, la esperanza y la caridad-, sin olvidar una profunda realidad teológica: que el cuerpo ha de ser morada del Espíritu Santo[15].

No hay obligación per se de pedir el débito conyugal, aunque sí la hay de darlo siempre y cuando lo pida el otro cónyuge serie et rationabiliter[16], aunque pueda suponer un sacrificio personal. Y esto por una razón de justicia que es grave, en virtud de la alianza matrimonial, que incluye, entre otros, este punto; por eso afirma la Sagrada Escritura: Uxori vir debitum reddat; similiter autem et uxor viro[17].

La obligación del débito conyugal admite parvedad de materia; por ejemplo, si hay una causa leve para negar el débito y a la otra parte no le supone peligro próximo de incontinencia. Esta obligación no existe si el otro cónyuge pide el débito con intención de abusar del matrimonio.

Conviene tener presentes algunos principios morales básicos sobre el uso del matrimonio:

a) los cónyuges que usan del matrimonio privándolo intencionalmente de su virtud procreadora, obran contra la ley natural y cometen

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un pecado grave ex toto genere suo[18] ;

  • un acto conyugal hecho voluntariamente infecundo, y por eso intrínsecamente pecaminoso, no puede ser justificado por el conjunto de una vida conyugal recta[19];
  • son intrínseca y gravemente deshonestos todos los actos que, en previsión de la unión conyugal, se propongan como fin o como medio hacer imposible la procreación. La sucesiva unión es igualmente ilícita mientras no se remuevan los efectos de aquellos actos o, si éstos fuesen temporal o perpetuamente irreversibles, no hubiese verdadero arrepentimiento del mal cometido[20];
  • también son gravemente ilícitas las acciones que en la realización del acto conyugal, o después, lo destituyan voluntariamente de su capacidad generadora[21];

e) por último, es un crimen gravísimo la interrupción directa del proceso generador ya iniciado: el aborto directamente querido y provocado, aunque fuese por razones terapéuticas[22] .

Como en cualquier otra materia, la cooperación formal, es decir, la que se presta aprobando interna o externamente el pecado, es siempre ilícita.

En alguna circunstancia, ante la obligación moral de evitar males gravísimos -como, por ejemplo, la ruptura de la convivencia familiar, o prevenir el peligro próximo y cierto de adulterio del otro cónyuge- puede ser lícita la cooperación material y pasiva al pecado del otro cónyuge:

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  • la materialidad de esta cooperación consiste en no aprobar externamente ni consentir internamente en el pecado ajeno, aunque no se ha de inquietar la conciencia del cónyuge inocente si se complaciera en lo que hay de natural en la unión en cuanto tal: el cónyuge inocente debe manifestar la propia desaprobación a esos actos, del modo más conveniente en cada caso;
  • la pasividad no se refiere a la unión en cuanto tal: significa que el cónyuge inocente no puede ser el causante de la acción que priva a la unión matrimonial de su orden a la procreación, ni siquiera indirectamente; por ej., quejándose de los inconvenientes que traería consigo un nuevo hijo, etc.[23]

Sobre la posible licitud de la cooperación material y pasiva:

  • puede ser lícita la cooperación de la mujer al acto conyugal, cuando sabe que el marido tiene intención de practicar el onanismo[24];
  • también puede ser lícita la cooperación por causas muy graves cuando el otro cónyuge se ha esterilizado definitiva o temporalmente, ya sea con medios quirúrgicos o por medio de fármacos no abortivos; o cuando pretende realizar la unión conyugal por medio de instrumentos para evitar la procreación;
  • no cabe la cooperación cuando el otro cónyuge pretende realizar una unión sodomítica[25].

Como ya se ha dicho, para la licitud de esta cooperación material y pasiva al pecado del otro cónyuge, es necesario un motivo grave y proporcionado. Cuando estos peligros sean especialmente agudos, la parte inocente puede incluso lícitamente pedir el débito, aun sabiendo que el otro cónyuge abusará casi seguramente del matrimonio.

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Sin embargo, como se deduce de los principios morales establecidos más arriba, estas causas nunca son proporcionadas para hacer lícita la cooperación del varón, cuando la mujer ha tomado antes un fármaco abortivo (por ejemplo, que impide la implantación del óvulo fecundado), pues cooperaría no sólo a un acto conyugal gravemente pecaminoso para la mujer, sino además a un posible aborto; crimen gravísimo y totalmente desproporcionado respecto a los males que se evitarían con la cooperación material pasiva.

Conviene recordar que el fin primario del matrimonio es la procreación y educación de los hijos. El Concilio Vaticano II enseñó que «son dignos de mención muy especial los cónyuges que, de común acuerdo, bien ponderado, aceptan con magnanimidad una prole más numerosa para educarla dignamente»[26]. Y el Catecismo de la Iglesia Católica ha subrayado que «la Sagrada Escritura y la praxis tradicional de la Iglesia ven en las familias numerosas una señal de la bendición divina y de la generosidad de los padres»[27].

Ahora bien, «por válidos motivos los esposos pueden distanciar el nacimiento de sus hijos»[28], limitando el uso del matrimonio a los periodos infecundos de la mujer[29]: la continencia periódica es el único medio lícito -conforme a la naturaleza y a la dignidad de la persona humana- para ejercer la unión conyugal evitando la generación; método que es objetiva y esencialmente diverso de los medios contraceptivos[30].

En todo caso, es patente que la simple licitud no basta por sí sola para asegurar la rectitud moral de su uso: es necesario que el deseo de retrasar los hijos «no sea fruto del egoísmo, sino conforme a la justa

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generosidad de una paternidad responsable»[31]. De hecho, si la continencia periódica se practicase con una mentalidad y actitud anticonceptivas -de rechazo de la vida-, éstas viciarían en su raíz el comportamiento de los cónyuges.

El lícito uso de la continencia periódica radica en la intención y en los motivos por los que se decide practicarla[32]. Y se entiende que esos motivos han de ser necesariamente graves o serios, para resultar proporcionados a lo que se excluye, basándose en ellos: la transmisión de la vida humana, que es uno de los bienes máximos de la creación, a la que, además, están por naturaleza orientados el amor y la unión conyugales[33].

Además, hay que tener presente que «en relación a las condiciones físicas, económicas, psicológicas, sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de recibir un número mayor de hijos, ya sea con la decisión, tomada por serias causas y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido»[34].

En esta materia lo general será mover a las almas a la generosidad y a la confianza en la Providencia divina: que vivan con agradecimiento y rectitud esa participación del poder de Dios, y que no quieran cegar las fuentes de la vida. Hay que ayudarles a que reciban siempre con alegría y agradecimiento los hijos que Dios quiera enviarles. Y, siempre, que no olviden el sentido sobrenatural en la función de

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transmitir la vida y las exigencias de la fe cristiana.

Sobre la custodia de la fidelidad en la vida matrimonial

El matrimonio es el pacto de amor conyugal de un solo hombre y una sola mujer para toda la vida, en virtud del cual «el hombre y la mujer "no son ya dos, sino una sola carne" (Mt 19,6) y están llamados a crecer continuamente en esa comunidad a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total»[35]. Esta exigencia de unidad, profundamente radicada en la naturaleza humana[36], es asumida por Dios en Cristo, que «la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del Matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús»[37]. Este sacramento, decía nuestro Padre, es signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra[38].

El matrimonio se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por la indisolubilidad, pues «esa unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»[39]. «Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que

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el Señor Jesús vive hacia su Iglesia»[40]. Esta comparación de la fidelidad matrimonial con la fidelidad del amor divino muestra que el matrimonio establece entre los cónyuges una fusión natural tan fuerte -no son ya dos, sino una sola carne[41]- que su desintegración es comparable a la desmembración de un cuerpo vivo[42].

La unidad y la indisolubilidad son un querer de Dios y un don precioso, que los esposos han de custodiar celosamente día a día, «por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre (Mt 19,6)»[43]. Además, continúa diciendo Juan Pablo II, «dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de los cónyuges cristianos de nuestro tiempo. Por esto, (...) alabo y aliento a los numerosos matrimonios que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un "signo" en el mundo -un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado- de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre»[44].

De nuestro Padre hemos aprendido el valor santificador y apostólico del empeño por santificarse en la vocación matrimonial. En la

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homilía El matrimonio, vocación cristiana, enseñaba que el matrimonio es una auténtica vocación sobrenatural (...) Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar.
La fe y la esperanza se han de manifestar en el sosiego con que se enfocan los problemas, pequeños o grandes, que en todos los hogares ocurren, en la ilusión con que se persevera en el cumplimiento del propio deber. La caridad lo llenará así todo, y llevará a compartir las alegrías y los posibles sinsabores; a saber sonreír, olvidándose de las propias preocupaciones para atender a los demás; a escuchar al otro cónyuge o a los hijos, mostrándoles que de verdad se les quiere y comprende; a pasar por alto menudos roces sin importancia que el egoísmo podría convertir en montañas; a poner un gran amor en los pequeños servicios de que está compuesta la convivencia díaría
[45].

La vida diaria de quienes siguen la vocación matrimonial está entretejida de sacrificios y de alegrías, de goces y de renuncias: «La realización del significado de la unión conyugal, mediante la donación recíproca de los esposos, llega a ser posible sólo a través de un continuo esfuerzo, que incluye también la renuncia y el sacrificio. El amor entre los cónyuges debe modelarse sobre el amor mismo de Cristo, que ha amado y se ha dado a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de olor agradable (Ef 5,2;5,25)»[46]. «La unión matrimonial y la estabilidad familiar comportan el empeño, no sólo de mantener

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sino de acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se equivocan quienes piensan que al matrimonio es suficiente un amor cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados tienen el grave deber -contraído en los esponsales- de acrecentar continuamente ese amor conyugal y familiar»[47].

La fidelidad cotidiana al amor conyugal, inseparable de una actitud positiva y generosa ante el bien de la vida humana, exige ciertamente esfuerzo y sacrificio, pero no ha de olvidarse que los cónyuges cuentan con la gracia de Dios, que se les otorga -como a todos los cristianos- en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, y con la gracia sacramental del Matrimonio, que les fortalece para que en todas las circunstancias, aun en las más difíciles, sepan mantener y acrecentar el amor, que les llevó a responder a la llamada de Dios al matrimonio. Y tienen también presente el recurso a la oración, y la ayuda que reciben en la dirección espiritual personal. Por eso, nuestro Padre enseñaba también que el amor de los cónyuges cristianos -sobre todo si son hijos de Dios en el Opus Dei- es como el vino, que se mejora con los años y gana valor... Pues el amor vuestro es mucho más importante que el mejor vino del mundo. Es un tesoro espléndido, que el Señor os ha querido conceder. Conservadlo bien. ¡No lo tiréis! ¡Guardadlo![48].

Como en cualquier género de vida, las dificultades en la vida matrimonial se superan con la ayuda de Dios y por amor, de modo que las mismas pruebas sirven para confirmar y acrecentar el cariño mutuo: Durante nuestro caminar terreno, el dolor es la piedra de toque del amor. En el estado matrimonial, considerando las cosas de una manera descriptiva, podríamos afirmar que hay anverso y reverso. De una parte, la alegría de saberse queridos, la ilusión por edificar y sacar adelante un hogar, el amor conyugal, el consuelo de ver cre-

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cer a los hijos. De otra, dolores y contrariedades, el transcurso del tiempo que consume los cuerpos y amenaza con agriar los caracteres, la aparente monotonía de los días aparentemente siempre iguales. Tendría un pobre concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que, al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban. Precisamente entonces, cuando los sentimientos que animaban a aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y hondo, más poderoso que la muerte (cf. Cant 8,6)[49].

En general, las dificultades más graves -objetivas o subjetivas- para la felicidad matrimonial proceden de la soberbia. Nuestro Padre lo advertía con fuerza a los esposos: el enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia[50]. Y esto porque, ante los errores personales, la soberbia violenta a la memoria, la oscurece; el hecho se esfuma, o se embellece, y se encuentra una justificación para cubrir de bondad el mal cometido, que no se está dispuesto a rectificar; se acumulan argumentos, razones, que van ahogando la voz de la conciencia, cada vez más débil, más confusa[51]. Además, no es infrecuente que el deterioro de las relaciones afectivas entre los esposos también venga provocado o seguido por relaciones sentimentales extramatrimoniales, que ofrecen la falsa promesa de una nueva felicidad o de la serenidad que se ha perdido durante un periodo de tiempo más o menos largo. Y hay que estar atentos, porque esas infidelidades pueden comenzar por pequeñas compensaciones.

Sea cual sea la causa, las dificultades han de resolverse poniendo los medios humanos y sobrenaturales, pero «sin falsificar ni comprometer jamás la verdad»[52], pues, en esas circunstancias en que el hori-

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zonte de la felicidad conyugal aparece empañado, puede insinuarse la tentación de pensar -equivocadamente-, que no es posible mantener la unidad hoy y ahora, o que no podrá serlo en el futuro; o que toda la vida matrimonial anterior ha estado fundada sobre presupuestos engañosos, retrotrayendo las dificultades del momento presente al inicio mismo del compromiso. Y, en consecuencia, plantearse como "remedio" de las dificultades presentes la ruptura de la relación conyugal, aduciendo que "probablemente" nunca llegó a existir un verdadero vínculo matrimonial.

En esta situación -como en otras semejantes-, si las disposiciones personales no son completamente rectas, si no se procura luchar contra todo aquello que sea contrario a la fidelidad conyugal, si no se es humilde y sincero con uno mismo, es muy fácil encontrar argumentos y razones para reinterpretar falsamente la realidad del propio matrimonio, resaltando con parcialidad lo que conviene a las pasiones y olvidando cuanto no interesa valorar. De ese modo, aunque al principio la conciencia haya reconocido la necesidad de mantener el verdadero bien de la fidelidad -porque Dios lo quiere y porque se aceptó libremente al contraer el vínculo-, puede terminar prefiriendo el bien aparente de una "solución" contraria a la fidelidad conyugal.

A quien pasara por un estado de este tipo, habría que ayudarle a considerar de nuevo que, para quien está casado, mantener y defender el vínculo libremente contraído no es una carga sino precisamente la base segura para edificar su propia vida: la fidelidad es el único camino para responder a la vocación matrimonial y para encontrar la auténtica felicidad temporal y eterna. Las alternativas de aparente felicidad y de paz al margen del querer divino, que pueden resultar fuertemente atractivas en momentos de dificultad, son radicalmente falsas e ilusorias, y no tardan en manifestarse como inquietud profunda, fragilidad y -lo muestra la experiencia- en la multiplicación de uniones contrarias al matrimonio, basadas sólo en el sentimiento, que, entre

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otros males, provocan gravísimos daños en los hijos y en todo el tejido social[53].

Además de los atropellos que se puedan cometer en los casos concretos, este equivocado modo de proceder está acarreando otro gravísimo daño de tipo social: fomentar en muchos fieles el error de considerar que es lícito recurrir al tribunal eclesiástico para solicitar la nulidad del matrimonio, cuando existe sólo la simple sospecha de que pueda haber sido nulo, sin tener en cuenta el grave deber de custodiar la fidelidad matrimonial[54].

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Si se tiene presente que el matrimonio «representa un verdadero camino vocacional para la gran mayoría de la humanidad», es lógico deducir que «en la evaluación de la capacidad o del acto de consentimiento necesarios para la celebración de un matrimonio válido, no se puede exigir lo que no es posible pedir a la mayoría de las personas». Se trata de una visión realista del hombre, «como realidad siempre en crecimiento, llamada a realizar opciones responsables con sus potencialidades iniciales, enriqueciéndolas cada vez más con su propio esfuerzo y con la ayuda de la gracia»[55].

Esta presunción favorable a la validez de la unión conyugal, es decir, que se ha de suponer siempre que el matrimonio es válido mientras no se pruebe lo contrario[56], no es sólo la aplicación de un principio general del derecho, sino también una consecuencia perfectamente en sintonía con la realidad específica del matrimonio. El bien de los cónyuges, muy en especial el bien de los hijos, y el bien de toda la sociedad y de la Iglesia, mueven la conciencia en la dirección de salvar la unión conyugal y, en su caso, llevarla al matrimonio válido. Existe el deber de poner -siempre, y más aún ante las dificultades- todos los medios posibles no sólo para mantener la vida conyugal cuando hay un matrimonio válido[57], sino también para, si fuera el caso, buscar la sanación de una situación matrimonial irregular, que pueda ser objeto de una convalidación[58]. Este espíritu responde al más elemental sentido común y cristiano.

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A los esposos que se encuentran con dificultades serias en su convivencia conyugal, se les ha de ayudar a alcanzar un recto planteamiento cristiano de su situación; y a poner los medios humanos y sobrenaturales para cumplir la voluntad de Dios, es decir, custodiar la fidelidad a su vocación matrimonial. En concreto, conviene recomendarles que:

  • fortalezcan su vida espiritual, mediante la práctica de los sacramentos, la oración y la ayuda de la dirección espiritual[59];
  • consideren de nuevo el sentido cristiano del matrimonio y el valor de la fidelidad conyugal[60];
  • examinen las causas de las dificultades -egoísmo, soberbia, etc.- y los medios que han de poner para conservar, aumentar y madurar el afecto conyugal, superando los obstáculos que se hayan podido introducir contra ese amor[61];
  • procuren rechazar la idea de que la separación o la ruptura serían la solución para sus dificultades, ya que han sido llamados por

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Dios a ser santos en la fidelidad a su unión matrimonial, y tienen el grave deber de poner todo el esfuerzo para conseguirlo: apartarse del camino querido por Dios, supondría poner en juego su felicidad terrena y eterna a cambio de -en el mejor de los casos- una satisfacción pasajera;

e) aunque se trate de una situación muy difícil, acompañada de una separación de hecho, deben buscar, con esfuerzo y sacrificio, la reconciliación, para recomenzar la vida conyugal: y esto mucho más aún si han tenido hijos[62].

Si los esposos que atraviesan graves dificultades hubieran pensado ya en la posibilidad de intentar una causa de nulidad, además de lo ya dicho, habría que:

  • hacerles considerar que, si bien pueden existir situaciones en las que un matrimonio aparente, con toda veracidad, puede ser declarado nulo por los tribunales eclesiásticos, conforme a lo establecido por el Derecho de la Iglesia, es difícil pensar que se pueda comenzar a "dudar" recta y razonablemente de la validez del propio matrimonio después de años de haberlo contraído y precisamente en momentos de dificultad, a menos que hayan surgido hechos o circunstancias graves, nuevos y no conocidos antes[63];
  • prevenirles ante la posibilidad real de que los sentimientos originados por las contrariedades que encuentran -las pasiones, el amor propio, etc.- pueden fácilmente oscurecer y deformar el propio juicio de conciencia; por eso, deben pedir a Dios humildad para ver, con cla-

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ridad y con verdad, la historia real de su relación esponsal, tomándose todo el tiempo que sea necesario -por la gravedad de la materia- para no dejarse engañar por la proyección de su actual estado de ánimo sobre el momento del consentimiento;

c) señalarles que, aun cuando la duda sobre la validez del matrimonio hubiera surgido legítimamente, la línea de conducta que exige la moral cristiana es:

  • poner todos los medios para recuperar y mantener la rectitud de conciencia -afectada muy probablemente por la situación difícil en que se encuentran-;
  • custodiar la fidelidad conyugal;
  • si es el caso, intentar la convalidación o la sanación del matrimonio, teniendo en cuenta que las obligaciones de justicia y caridad entre los cónyuges son muy fuertes, lo mismo que las que corresponden al bien de los hijos, y sin olvidar el bien común y el peligro de escándalo;

d) si, puestas por obra todas estas consideraciones, se mantuviera el deseo de ir a los tribunales, junto al reconocimiento de la habilidad jurídica para impugnar el matrimonio acudiendo al tribunal eclesiástico[64], habría que darles los consejos morales oportunos. A saber:

- por la singularidad y la gravedad de la materia, la decisión personal de acudir a ese proceso exige estar convencido en conciencia de que objetivamente es al menos posible la existencia de una verdadera nulidad[65];

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  • es preciso asesorarse con personas no sólo técnicamente expertas en este campo, sino profundamente imbuidas de espíritu cristiano sobre la verdad del matrimonio y su indisolubilidad: y esto porque el derecho a pedir la declaración de nulidad no puede concebirse como una facultad que podría ejercitarse al margen de una atenta valoración de sus requisitos;
  • es necesaria la disposición de someterse al juicio de la Iglesia, sin pretender anticipar ese juicio: incluso si tuviera certeza moral subjetiva de la nulidad del propio matrimonio[66], la persona debe someterse también en el ámbito externo a la sentencia, y no puede pasar a nuevas nupcias mientras no lo autorice la Iglesia;

- ni aun en el caso de una declaración de nulidad, se pueden olvidar los compromisos adquiridos con el otro cónyuge y con los hijos: la sentencia no "anula" esos deberes[67].

En la dirección espiritual personal, además de tener en cuenta todo lo anterior, podría ser necesario dar al interesado consejos imperativos -es decir, aquéllos que expresan y ayudan a descubrir algo que constituye de por sí un deber moral, imperado por la ley de Dios y la recta conciencia de la misma persona- con el fin de que abandone la decisión de recurrir al tribunal eclesiástico para conseguir una sentencia de nulidad, haciendo ver muy claramente el deber de conciencia de no proseguir ese proceso, o de poner todos los medios para oponerse a la declaración de nulidad que pretende ilegítimamente el otro cónyuge, o la de obtener la convalidación y reconciliación.

Quienes intervengan en la dirección espiritual de una persona en estas circunstancias han de estar muy unidos en los criterios de fondo: cualquier fisura puede perturbar mucho a quien ya se encuentra con-

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fundido y generalmente deseoso de encontrar apoyo para hallar una solución a sus dificultades. Además, es preciso compaginar una gran paciencia y comprensión, con toda la fortaleza necesaria, para orientar -desde el primer momento- a recomponer la vida matrimonial y conseguir la plena reconciliación de los cónyuges. Lo exige la santidad del matrimonio, el fin del sacramento, la estabilidad de la familia, el provecho de los hijos y de los mismos esposos, el bien de la Iglesia y de la sociedad[68].

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Referencias

  1. El amor humano es una aventura estupenda. Yo lo sé, por el amor divino, que es mucho más, pero es compatible con el amor humano; con el amor humano santo, como el vuestro. Os digo que os queráis, que os tratéis, que os conozcáis; os digo que os respetéis mutuamente, como si cada uno fuera un tesoro que pertenece al otro (de nuestro Padre, palabras tomadas en una tertulia, 11-II-1975, en Catequesis en América, III, p. 95).
  2. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2351.
  3. Juan Pablo II, Discurso, 6-II-1993, n. 5.
  4. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2350.
  5. Cf. Juan Pablo II, Discurso, 24-IX-1980, n. 5.
  6. Cf. Juan Pablo II, Discurso, 23-VII-1980, n. 3.
  7. El noviazgo, es mejor que no sea largo. Casarse es una cosa muy sería y muy buena: es un Sacramento. ¡Pero tenemos tantas debilidades! Yo suelo emplear siempre la misma frase, porque indica con una claridad meridiana el peligro: que la sensualidad no corte las alas del amor... ¡Que tú puedas mirar a tu novia de frente, sin avergonzarte! Y que rella te pueda mirar a ti siempre con alegría, con entusiasmo; que no se ponga colorada como ante un cómplice... (...). De modo que tenéis que guardaros: no seáis tontos: no envilezcáis vuestro cariño (de nuestro Padre, palabras tomadas en una tertulia, 19-VI-1974, en Catequesis en América, I, p. 463).
  8. En este sentido, hay que tener en cuenta también que hay acciones que pueden producir, con mayor o menor probabilidad -algunas con práctica seguridad- un ejercicio incoado o incluso completo de la facultad generadora. Cuando se realizan esas acciones sin pretender el desorden sexual probable o seguro, sino buscando otra finalidad, se dice que ese desorden o lujuria objetiva es querida sólo indirectamente.
    En estos casos, el criterio moral general es muy claro: es lícito realizar esas acciones si hay causa o motivo proporcionado y se ponen los medios para no consentir en el desorden una vez producido; son, en cambio, pecado, si no existe ese motivo proporcionado.
  9. Cf. A. Lanza -P. Palazzini, Theologia Moralis, Appendix de castitate et luxuria, p. 219, n. 3,b).
  10. Camino, n. 131. El noviazgo debe ser una ocasión de ahondar en el afecto y en el conocimiento mutuo. Y, como toda escuela de amor, ha de estar inspirado no por el afán de posesión, sino por espíritu de entrega, de comprensión, de respeto, de delicadeza (Conversaciones, n. 105).
  11. Como recordaba el Papa a los jóvenes: «La castidad -que significa respetar la dignidad de los demás, porque nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 4,19)— os lleva a crecer en el amor hacia los demás y hacia Dios. Os prepara a realizar la "mutua donación" (cf. Const. past. Gaudium et spes, n. 48)- que está en la base del matrimonio cristiano. Y -cosa aún más importante- os enseña a aprender a amar como Cristo ama, dando su vida por los demás (cf. Jn 15,13).
    No os dejéis engañar por las palabras vacías de quienes ponen en ridículo la castidad o vuestra capacidad de autocontrol. La fuerza de vuestro futuro amor conyugal depende de la fuerza de vuestro empeño por aprender el verdadero amor, una castidad que comporta el abstenerse de toda relación sexual fuera del matrimonio» (Juan Pablo II, Discurso, 6-II-1993, n. 5. Vid. también Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 11).
  12. A mí me gusta dar un consejo muy práctico en estos temas: cuando estés con tu novia, imagínate que os encontráis delante de tu madre y de la madre de ella (...). Más aún: estás en la presencia de Dios Nuestro Señor, que es más importante. De modo que quiérela mucho, pero tenle un respeto muy grande.
    ¡Ojalá el noviazgo no sea muy largo! Pero si no hay más remedio, ¡qué le vamos a hacer!, tendrás que ser heroico. Y, por si acaso, te voy a dar otro consejo: tú, en frío, dile a tu novia que tenga preparadas dos buenas bofetadas, por si en algún momento te propasas
    (de nuestro Padre, palabras tomadas en una tertulia, XI-1972, en Dos meses de catequesis, II, p. 729).
  13. No olvidéis que está Dios Nuestro Señor delante, que os ve, que os oye. (...) Como quieres mucho a esa criatura, a la que has escogido para madre de tus hijos, que nunca te avergüences de este amor. Respétala. No la querrás menos: la querrás más. Y el Señor, de esta manera, bendecirá en un día próximo ese matrimonio, y lo hará luminoso, alegre, feliz, y será un amor que irrumpirá hasta el Cielo (de nuestro Padre, palabras tomadas en una tertulia, 11-II-1975, en Catequesis en América, III, p. 95).
  14. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.
  15. Cf. 1 Cor 3,16-17; 6,19-20.
  16. Para que haya verdadera obligación de justicia, la petición ha de ser seria y razonable. Seria: no un simple deseo del que se desiste sin dificultad ante la mínima objeción. Razonable: como corresponde a un acto humano, realizado en la forma debida; no, por ejemplo, un acto antinatural o en estado de ebriedad (cf. Prümmer, Manuale Theologice Moralis, III, n. 695).
  17. 1 Cor 7,3.
  18. Cf. Pío XI, Ene. Casti connubii, 31-XII-1930: AAS 22 (1930) p. 559; Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 11.
  19. Cf. Pablo VI, cit, n. 14.
  20. Cf. Ibid.
  21. Cf. Pío XI, Ene. Casti connubii, cit., p. 560.
  22. Cf. Pablo VI, Ene. Humanae vitae, n. 14.También hay que explicar claramente el gravísimo pecado que supone el uso de píldoras de efecto contraceptivo-abortivo.
  23. Cf. Pío XI, Ene. Casti connubii, cit. p. 561.
  24. Cf. S. Poenitentiaria, 3 aprilis 1916.
  25. Cf. S. Poenitentiaria, 3 aprilis 1916.
  26. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 50.
  27. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2373.
  28. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2368.
  29. Cf. Discurso de Pío XII a las comadronas (20-XII-1951) y Pablo VI, Ene. Humance vitae, n. 16.
  30. Cf. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 32.
  31. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2368.
  32. Refiriéndose a estas razones, Pío XII empleó las frases «casos de fuerza mayor», «motivos morales suficientes y seguros», «motivos graves», «motivos serios, razones graves, personales o derivadas de las circunstancias exteriores», «motivos serios y proporcionados», «inconvenientes notables». Más tarde, Pablo VI utilizó las expresiones «serias causas» y «justos motivos».
  33. Cf. Juan Pablo II, Audiencia General 5-IX-1984, una de las que dedicó a comentar la Enc. Humance vitíe y en la que trata expresamente de este tema.
  34. Pablo VI, Enc. Humanae vitae, n. 10.
  35. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 19.
  36. Cf. ibid.
  37. Ibid.
  38. Es Cristo que pasa, n. 23.
  39. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 48.
  40. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 20.
  41. Mt 19,6.
  42. El Ritual de este sacramento refleja tanto la radicalidad del compromiso que adquieren los esposos, para el bien de ellos mismos y para la procreación y educación de los hijos que Dios quiera mandarles, como la existencia de un vínculo que trasciende la voluntad humana. Así, en la primera de las fórmulas previstas en el Ritual, cada uno de los contrayentes dice: «Yo, N., te quiero a ti, N., como esposo(a) y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida». Después, el sacerdote añade: «El Señor, que hizo nacer en vosotros el amor, confirme este consentimiento mutuo, que habéis manifestado ante la Iglesia. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
  43. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 20.
  44. Ibid.
  45. Es Cristo que pasa, n. 23.
  46. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 5-II-1987, n. 6.
  47. Juan Pablo II, Homilía, 8-IV-1987.
  48. Hogares luminosos y alegres, p. 27.
  49. Es Cristo que pasa, n. 24.
  50. Hogares luminosos y alegres, p. 32.
  51. De nuestro Padre, Carta 24-III-1931, n. 36.
  52. Juan Pablo II, Exhort. apost. Familiaris consortio, n. 20.
  53. Entre las primeras manifestaciones de descristianización de una sociedad se encuentran la legislación y la práctica divorcistas -se presentan siempre falazmente, como presuntos remedios a situaciones matrimoniales insostenibles-, que traen consigo consecuencias devastadoras para las personas y las familias. Por desgracia, esa mentalidad ha penetrado también en algunos ámbitos eclesiásticos, que pretenden resolver situaciones de grave dificultad, que atraviesan algunos matrimonios, mediante una falsa "pastoral" que consiste en la instrumentalización del recurso a la declaración de nulidad, de manera que los cónyuges recuperen su "libertad" y puedan incluso contraer nuevas nupcias.
    La aplicación abusiva de las normas canónicas refleja una mentalidad que, en el fondo, considera nulo todo matrimonio que humanamente haya fracasado. Ciertamente -dicen- "el matrimonio cristiano es indisoluble, pero cuando fracasa, posiblemente es que había sido nulo, porque una de las partes no tenía la suficiente madurez psicológica para asumir las obligaciones, etc." Si se parte de este presupuesto, es relativamente sencillo "descubrir" una incapacidad en una o ambas partes, acudiendo a explicaciones psicológicas o médicas de variado tipo.
  54. En tales planteamientos, por un lado, no se distingue adecuadamente entre la esencia del matrimonio -las personas unidas por el vínculo- y su plena realización existencial -la vida matrimonial-; esta última es vista como constitutiva de la existencia del matrimonio, de modo que un fracaso de la vida conyugal es considerado como desaparición del vínculo matrimonial o, también, como la señal de que nunca existió realmente. Juan Pablo II ha señalado a este propósito: «El fracaso de la unión conyugal jamás es en sí mismo una prueba para demostrar la incapacidad de los contrayentes, que pueden haber descuidado, o usado mal, los medios naturales y sobrenaturales a su disposición, o pueden no haber aceptado las limitaciones inevitables y el peso de la vida conyugal, por un bloqueo de naturaleza inconsciente, o por leves patologías que no afectan a la sustancial libertad humana, o por deficiencias de orden moral. La hipótesis sobre una verdadera incapacidad sólo puede presentarse en presencia de una seria anomalía que, independientemente de cómo se la defina, debe afectar sustancialmente a la capacidad del entendimiento y/o de la voluntad del contrayente» (Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 5-II-1987, n. 7).
  55. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 27-1-1997, n. 5.
  56. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1060: «El matrimonio goza del favor del derecho; por lo que en la duda se ha de estar por la validez del matrimonio mientras no se pruebe lo contrario».
  57. La declaración de nulidad de un matrimonio emitida por un tribunal eclesiástico nada tiene que ver con un divorcio más o menos disimulado: el tribunal no rompe el vínculo matrimonial, sino que declara que nunca existió. Ninguna autoridad, tampoco en la Iglesia, puede disolver un matrimonio sacramental, rato y consumado. Si el vínculo entre cónyuges cristianos fue válido en su origen (rato), y el matrimonio ha sido consumado, ninguna autoridad puede "anularlo" o disolver la unión ante Dios.
  58. Por eso, como regla general, salvo que razones graves lo impidan, se ha de inducir a los interesados a convalidar su matrimonio: cf. Código de Derecho Canónico, can. 1676.
  59. Los matrimonios tienen gracia de estado -la gracia del sacramento- para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura -por un motivo humano y sobrenatural a la vez- las virtudes del hogar cristiano (Conversaciones, n. 108).
  60. Es importante que los esposos adquieran sentido claro de la dignidad de su vocación, que sepan que han sido llamados por Dios a llegar al amor divino también a través del amor humano; que han sido elegidos, desde la eternidad, para cooperar con el poder creador de Dios en la procreación y después en la educación de los hijos; que el Señor les pide que hagan, de su hogar y de su vida familiar entera, un testimonio de todas las virtudes cristianas (Ibid., n. 93).
  61. La convivencia es posible cuando todos tratan de corregir las propias deficiencias y procuran pasar por encima de las faltas de los demás: es decir, cuando hay amor, que anula y supera todo lo que falsamente podría ser motivo de separación o de divergencia. En cambio, si se dramatizan los pequeños contrastes y mutuamente comienzan a echarse en cara los defectos y las equivocaciones, entonces se acaba la paz y se corre el peligro de matar el cariño (Ibid., n. 108).
  62. Ciertamente, el Código de Derecho Canónico contempla para ciertos casos la posibilidad de la separación: por ejemplo, en caso de adulterio (cf. can. 1152 § 1). Sin embargo, no es siempre ésta la solución mejor, como el mismo Código señala al recomendar encarecidamente la no separación, por caridad cristiana y teniendo presente el bien de la familia, y alabar al cónyuge inocente que readmite al otro a la vida conyugal (can. 1155).
  63. Como ya se ha dicho, la sola presencia de dificultades, aun graves y duraderas, ni es motivo razonable para comenzar a poner en duda la existencia del matrimonio, ni pone de manifiesto una incapacidad de prestar el consentimiento.
  64. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 1674.
  65. Como es lógico, este convencimiento ha de ser fruto de un juicio de la conciencia recta, por lo que se ha de ponderar, ante Dios y con la ayuda de su gracia: 1) si contrajo matrimonio con claro conocimiento y voluntad de lo que hacía y quería; 2) si está o no convirtiendo las dificultades actuales, por dolorosas y graves que sean, en indebidas causas de nulidad; 3) la causa real que le mueve al proceso; 4) los daños que puede ocasionar al otro cónyuge, a los hijos y a la misma sociedad.
  66. En este caso, hay que tener en cuenta que esa certeza subjetiva le impediría también en cierto modo vivir la respectiva relación como conyugal.
  67. También por esa razón, antes de iniciar un proceso de nulidad hace falta haber agotado los medios para la convalidación y la sanación.
  68. Naturalmente, es distinto el caso -más bien raro- de un matrimonio que se descubre inválido y no convalidable (p. ej., por bigamia).