Cuadernos 8: En el camino del amor/El deber de la fidelidad

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EL DEBER DE LA FIDELIDAD


Dios, que nos salvó y nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su propósito y de la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos eternos (1), está empeñado en llevar a término en cada alma la obra de la santificación. Porque El, que quiere que todos los hombres se salven (2), al decretar con voluntad soberana y absolutamente libre su propósito salvífico, lo mantiene inmutablemente vigente, para siempre.

No es Dios un hombre para que mienta, ni hijo del hombre para arrepentirse. ¿Lo ha dicho El y no lo hará? ¿Lo ha prometido y no lo mantendrá? (3). Al contrario: toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo (...). Sécase la hierba, marchítase la flor; sin embargo, la palabra de nuestro Dios permanece para siempre (4). Sus decisiones son inmutables, no pueden cambiar. Y si Dios es siempre fiel y leal a todo cuanto decide, es poderoso para cumplir lo que había prometido (5).


Un pacto de amor

Sin embargo, el Señor ha querido contar con la libre respuesta de cada criatura humana. A cambio de todas las maravillas que preparó

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Dios para los que le aman (6), pide lo poco que el hombre puede voluntariamente dar: su libre cooperación. En la santificación viene a establecerse como un compromiso entre Dios, deseoso de salvar a las criaturas que ha adoptado como hijos, y cada persona, que se dispone a secundar libremente la obra de su Señor. Dios da su gracia, derramando sobre nosotros el Espíritu Santo por Jesucristo Salvador nuestro, para que, renovados por su gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna (7); y el hombre responde: ecce ego, quia vocasti me (8), aquí estoy, porque me has llamado.

Modelo de ese compromiso que Dios establece con cada hombre, es la alianza de Dios con el Pueblo de Israel. Para preparar la llegada del Salvador que había de redimir a toda la Humanidad, Dios eligió a Abraham y al pueblo que de él nació, con el que estableció un pacto. Si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa (9).

El Señor siempre se mantuvo inmutable, fiel a su pacto. Fueron aquellos hombres, pueblo de dura cerviz (10), los que faltaron repetidas veces a la alianza establecida con Dios. Pero el Señor reclama y exige, incluso con duros castigos, su cumplimiento, preparando así la llegada del Mesías, mediador de una alianza mucho mejor, concertada sobre mejores promesas (...). He aquí que vendrán días, dice el Señor, en que otorgaré a la casa de Israel y a la casa de Judá un testamento nuevo, no como el testamento que hice con sus padres cuando los tomé por la mano para sacarlos de la tierra de Egipto; por cuanto ellos no guardaron mi alianza y así Yo los deseché, dice el Señor. El testamento que he de disponer, dice el Señor, para la casa de Israel, después de aquellos días, es el siguiente: imprimiré mis leyes en su mente y las escribiré sobre sus corazones, y Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya no será menester que enseñe cada uno a su prójimo y a su hermano, diciendo: conoce al Señor; porque todos

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me conocerán desde el menor de ellos hasta el mayor, pues Yo les perdonaré sus maldades, y no me acordaré más de sus pecados (11).

Buena parte de la predicación de Jesucristo está ilustrada con figuras que representan al alma leal a los compromisos con Dios: el siervo fiel y prudente (12); el criado bueno y leal en lo pequeño (13); el administrador fiel (14). Como contraste, también aparecen imágenes que simbolizan al alma desleal: los arrendatarios que no sólo incumplen el contrato, sino que maltratan e incluso asesinan al enviado que viene a reclamar su cumplimiento (15). La idea de fidelidad penetra de tal modo el mensaje del Evangelio, que fiel es sinónimo de cristiano, de seguidor de Jesucristo.

Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en El nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor (16). En el Bautismo se hace efectiva en cada alma esta llamada de Dios. Allí, el nuevo cristiano confiesa su fe en Cristo Salvador y promete emprender un nuevo género de vida conforme a esa fe, renunciando a las obras del hombre viejo; Dios, a cambio, con su gracia, nos adopta como hijos, toma a su cargo la santificación de nuestra alma, quedando definitivamente sellados con el Espíritu Santo prometido, que es prenda de nuestra herencia, para la redención de su pueblo adquirido, para alabanza de su gloria (17). Ese sello, imborrable, será siempre -por encima de todas las vicisitudes- una señal que distinguirá al alma que un día se comprometió con Dios.

Manifestación de libertad

Ese compromiso entre Dios y el hombre tiene, además, una característica esencial: está motivado exclusivamente por la caridad. En pri-

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mer lugar y sobre todo por parte de Dios, que nos amó primero (18), y, por el gran amor con que nos amó, aunque estábamos muertos por nuestros pecados, ríos dio vida en Cristo (19). El amor de Dios brilla de modo patente en la filiación divina: mirad qué amor ha tenido hacia nos el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos (20); y adquiere caracteres de verdadera predilección cuando llama con una vocación específica. Parece como si Dios, cuando llama a un alma para hacerla colaboradora suya de un modo peculiar, volviera a establecer con ella un nuevo pacto, un compromiso de amor. Y oí la voz del Señor que decía: ¿a quién enviaré y quién irá de nuestra parte? Y yo le dije: heme aquí, envíame a mí. Y El me dijo: ve (21). Cuanto más alta es la misión confiada, se hace mayor el deber de la correspondencia y, en consecuencia, también es mucho más lo que Dios ofrece. A los miembros del Opus Dei, el Señor nos ha pedido todo: lo que teníamos y lo que podíamos haber conseguido con nuestra juventud. Pero todo eso no es nada, comparado con lo que nos da a cambio: una vida de felicidad en la tierra, y la gloria inefable y eterna del cielo (22).

¿Cómo es posible que una criatura, finita y limitada, pueda comprometer de una sola vez, definitivamente, toda su vida? Hay muchos ejemplos en la historia de la salvación. La Virgen Santísima lo hizo con un fíat (23); San Pablo, con aquel Domine, quid me vis facere? (24) -Señor, ¿qué quieres que haga?-, que pronunció camino de Damasco; nuestro Padre, con aquellas jaculatorias -ut videam!, ut sit!-; que comenzó a repetir desde que tuvo los primeros barruntos de su llamada específica; y cada uno de nosotros, con ese serviam!, con el que respondimos afirmativamente a la vocación de Dios a servirle en su Obra.

Aunque criaturas hechas del barro de la tierra, con todas las limitaciones que la condición humana lleva consigo, somos también imagen

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y semejanza de Dios (25), poseemos un alma espiritual por la que no vivimos inexorablemente anclados al momento presente como los seres irracionales. Si con el recuerdo contemplamos nuestro pasado, con nuestra capacidad de prever y proyectar disponemos de nuestro futuro. Podemos proponernos metas lejanas; valorar, de acuerdo con la experiencia pasada, nuestras posibilidades; prever las circunstancias ventajosas y difíciles; adoptar tal o cual medio; decidir el camino que debe seguirse, manteniendo indefinidamente esa decisión.

El ejercicio pleno de esta capacidad de decidir el propio futuro, tal como se cumple cuando un alma se entrega por entero a Dios, no es sólo un acto libre y responsable, sino su realización más acabada. No es posible aspirar a un bien más alto que Dios, ni encontrar un motivo más noble que el amor divino, ni es factible hacer un uso mejor de la libertad personal, que el de comprometer para Dios la vida entera.

¡Comprometidos! ¡Cómo me gusta esta palabra! Nos obligamos -libremente- a vivir dedicados al Señor por entero, queriendo que El domine, de modo soberano y completo, nuestro ser (26).

Desde el momento en que un alma hace uso de esa facultad de decisión en correspondencia a la llamada divina, ejercitando el derecho a disponer de su futuro, y el Señor acepta y corrobora con su gracia el compromiso, surge el deber correlativo de mantener esa decisión, de serle fiel.

Como la vida humana no es una yuxtaposición de actos independientes e incomunicados entre sí, sino el desarrollo en el tiempo de una criatura corpórea y espiritual, poseedora de un pasado y dueña de su porvenir, la fidelidad con Dios será, pues, un deber global, el despliegue coherente y homogéneo de un acto que fue, porque quisimos, totalizante, único y radical. Ser fiel no es crear cada día un nuevo pacto con Dios, sino mantener y coronar el que ya se estableció de una vez para siempre.

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Señal de madurez

La fidelidad es también una virtud humana, que presupone capacidad de juicio y decisión, aceptando responsablemente todas sus consecuencias. Es signo, pues, de madurez, de no ser ya niños que fluctúan y están zarandeados por todo viento de opiniones (27). La fidelidad es la mayor garantía de que se posee un alto sentido de responsabilidad y de autogobierno.

La fidelidad del hombre a sus decisiones está influida por las limitaciones propias de la naturaleza humana; pero no de un modo absoluto. Es imposible prever con exactitud todas las circunstancias futuras; de modo que a lo largo de la vida pueden surgir nuevos datos, que requieren el ejercicio de la virtud. Por eso el mismo Señor aconseja la prudencia, que se mediten las cosas con seriedad: ¿quién de vosotros, al querer edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos a ver si tiene para acabarla? (...). ¿O qué rey, que sale a luchar contra otro rey, no se sienta antes a deliberar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? (28). De ahí que, cuando se trata de decisiones de tan extrema importancia, que comprometen la vida entera, el Señor da todos los medios para conocer los datos esenciales y las gracias necesarias para ser fiel.

Desde la eternidad el Creador nos ha escogido para esta vida de completa entrega: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem (Ephes. 1, 4), nos escogió antes de la creación del mundo. Ninguno de nosotros tiene el derecho, pase lo que pase, a dudar de su llamada divina: hay una luz de Dios, hay una fuerza interior dada gratuitamente por el Señor, que quiere que, junto a su Omnipotencia, vaya nuestra flaqueza; junto a su luz, la tiniebla de nuestra pobre naturaleza. Nos busca para corredimir, con una moción precisa, de la que no podemos dudar: porque tenemos, junto a mil razones que otras veces hemos considerado, una señal externa: el hecho de estar trabajando con pleno entregamiento en su Obra, sin que haya me-

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diario un motivo humano. Si no nos hubiera llamado Dios, nuestro trabajo con tanto sacrificio en el Opus Dei nos haría dignos de un manicomio. Pero somos hombres cuerdos, luego hay algo físico, externo, que nos asegura de que esta llamada es divina: ven!, sequere me (Luc. XVIII, 22); ven, sígueme (29).

Todo lo demás no son más que cosas accidentales, que no deben empañar la sustancia de nuestra entrega a Dios, pero que exigen precisamente que tengamos el hábito de juzgarlas a la luz de lo realmente esencial, para no desviarnos de la meta. Eso es la virtud de la fidelidad, que tanto mérito tiene ante los ojos del Señor, y que nos hace esperar la vida que Dios dará a los que nunca mudaron de El su confianza (30).

Obstáculos a la fidelidad

La fidelidad sólo puede corromperse si falla el amor. El amor de nuestra juventud, que con la gracia de Dios le hemos dado generosamente, no se lo vamos a quitar al pasar los años. La fidelidad es la perfección del amor: en el fondo de todos los sinsabores que puede haber en la vida de un alma entregada a Dios, hay siempre un punto de corrupción y de impureza. Si la fidelidad es entera y sin quiebra, será alegre e indiscutida (31). Ser fieles no es cuestión de entusiasmo, sino de amor abnegado: tú no has de trabajar por entusiasmo, sino por Amor: con conciencia del deber, que es abnegación (32).

No raras veces, los ataques más fuertes a la fidelidad toman ocasión de los cambios, más o menos profundos, que pueden afectar incluso a una persona madura: fracasos, caídas, crisis afectivas, profesionales, desengaños... Después de una situación de éstas, puede empañarse el horizonte de la lucha ascética; y, en ocasiones, esta actitud puede tener un fundamento objetivo. El peligro está en las falsas conclusiones a

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las que -con una visión pesimista- se podría llegar en esas circunstancias, pensando, quizá, que toda la vida anterior ha estado fundada sobre presupuestos engañosos.

No hay que perder ni la sensatez ni la visión sobrenatural, y menos aún en esos momentos. Dejarlo todo porque se dejó una cosa, es absurdo, no conduce a nada. Es la lógica de un loco. Llevamos un tesoro y, si -por lo que sea- hemos perdido en el camino una parte, incluso considerable, no es ésa una razón para tirar, despechados, lo que nos queda. La actitud más razonable será tomar todas las precauciones -valiéndonos también ahora de nuestra experiencia- para no perder nada más. En las cosas del alma, no hay nada irremediablemente perdido: el cuidado humilde y contrito con que procuremos conservar lo que nos quede, hará que recuperemos -superándolo- lo que hayamos perdido. Pues sucede algunas veces que la intensidad del arrepentimiento del penitente es proporcionada a un estado de gracia mayor que aquélla de la que cayó por el pecado... Por eso, el penitente algunas veces se levanta con más gracia que la que tenía antes (Santo Tomás, S. Th. III, q. 89, a. 2 c) (33).

Otra dificultad para mantener constante la primera decisión, con voluntariedad actual, proviene de las malas inclinaciones y de la misma flaqueza humana: la ley de la carne que resiste a la ley del espíritu (34), en expresión de San Pablo. Como escribe nuestro Fundador, es lógico, por otra parte, que sintamos la atracción, no ya del pecado, sino de esas cosas humanas nobles en sí mismas, que hemos dejado por amor a Jesucristo, sin que por eso hayamos perdido la inclinación a ellas. Porque teníamos esa tendencia, la entrega de cada uno de nosotros fue don de sí mismo, generoso y desprendido; porque conservamos esa entrega, la fidelidad es una donación continuada: un amor, una liberalidad, un desasimiento que perdura, y no simple resultado de la inercia. Dice Santo Tomás: eiusdem est autem aliquid constituere, et constitutum conservare (Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 79, a. 1 c). Lo mismo que dio origen a tu entrega, hijo mío, habrá de conservarla (35).

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Lealtad humana a lo divino

En cualquier circunstancia, hay que ser fieles con Dios, con la Iglesia, con la Obra y con nuestros hermanos, al menos con la misma lealtad que demuestra una persona honrada en la vida social. La fidelidad en el Opus Dei es una virtud absolutamente necesaria, insistía nuestro Padre, que nos confirma en nuestra misión de corredentores con Cristo. Y debemos tener presente que es una virtud humana: hay quienes no son buenos cristianos, que llevan mala conducta, que se portan mal en casi todos los terrenos, pero no toleran un ataque a su madre, porque la defienden con todas sus fuerzas. Hay gentes que son fieles a la patria, otros a la empresa en que trabajan: y muchas veces no son un modelo de otras virtudes.

Yo querría que lleváramos al terreno sobrenatural esa virtud humana de la fidelidad, para ser perseverantes en nuestro servicio a la Iglesia, a las almas, a la Obra, a la vocación. Por eso os pido, hijos míos, que no olvidéis nunca la lealtad humana, que es la base de la fidelidad. De una fidelidad que es felicidad (36).

No podemos dejar de considerar que toda dádiva preciosa y todo don perfecto, de arriba viene, como que desciende del Padre de las luces, en quien no cabe mudanza ni sombra de variación (37). Como a los obreros contratados por el dueño de la viña (38), Dios no nos ha llamado para trabajar sólo una hora, sino hasta que decline el día. Unos son contratados antes, otros después; pero todos han de trabajar hasta el fin de la jornada. Sería poco serio aceptar su invitación, pensando: "cuenta conmigo ahora que el calor no aprieta, que ya veremos cuando el sol esté alto"; sería tener reservas con el Señor, que sin restricción alguna nos ha llamado y destinado a una herencia eterna (39).

Hijos míos, ¡es Dios quien nos espera! Por eso tenemos que comprometernos con alegría, con amor, con ilusión, aunque se presente la circunstancia -o una situación permanente- de ir a contrapelo (40), clamaba

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nuestro Padre. Y añadía: puede costar trabajo ese "compromiso", pero incluso entonces la fidelidad es una obligación gustosa, que no hemos de eludir, aunque exija dejar la vida, aunque suponga sacrificio y esfuerzo. Porque Dios nos necesita fieles (41); siervos buenos que soportan el peso del día y el calor (42).

Cuando haya que rectificar, se rectifica. Para un alma que se ha comprometido con Dios, no hay situación, por dura y difícil que parezca, que no tenga una salida coherente con ese compromiso, pues quien comenzó en vosotros la obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús (43). Lo que se precisa es crecer en humildad, aceptando los propios errores sin eufemismos, y pidiendo perdón por nuestros pecados; Dios nos acoge siempre; pues Yo -nos dice- soy el Señor, y no cambio (44): no se aparta de su decisión de hacernos santos. Humildad y confianza, hijos míos, para dirigir la mirada hacia el camino que Dios nos ha señalado, para comprenderlo rectamente, para seguirlo con lealtad. Una fidelidad así -rendida, entregada- nos dará en todo momento la seguridad de que verdaderamente hemos encontrado a Jesucristo, de que con El estamos cumpliendo la voluntad del Padre, de que es verdadera nuestra respuesta filial a la vocación recibida (45).

¿Para qué valen unas plantas que a los comienzos florecen y poco después se marchitan? No; el Señor exige de los suyos una resistencia constante. No quería que se pudiera decir que todo lo había hecho El, y que no era maravilla ninguna que los Apóstoles fuesen lo que fueron, cuando nada duro tuvieron que sufrir. De ahí que les advierta que la perseverancia es necesaria. Porque si es cierto -parece decirles- que os libro de los primeros peligros, es porque os reservo para otros más graves, y a estos sucederán otros, y mientras viviereis, jamás cesaréis de ser perseguidos. Eso fue lo que quiso darles a entender cuando les dijo: "quien persevere hasta el fin, ése será salvo" (Matth. X, 22) (46).

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Una conquista diaria

Tenemos que vivir nuestra entrega, dijo nuestro Padre muchísimas veces, con voluntariedad actual (47), que es un querer firme, seguro, entero, plenamente consciente y libre; un querer que no se contradice a sí mismo, que es confirmar ininterrumpidamente la convicción de que para nosotros no hay nada más grande y hermoso que la vocación, de modo que todo -como escribía San Pablo- lo tenemos por pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por El perdí todas las cosas (48). Y así, la renovación de la entrega no es volver a tomar algo que ya estaba en desuso. Cuando hay fe, y amor, y esperanza, renovar es -a pesar de los errores personales, de las caídas, de las debilidades- mantenerse en las manos de Dios: confirmar un camino de fidelidad. Renovar la entrega es renovar, repito, la fidelidad a lo que el Señor quiere de nosotros: amar con obras (49).

Desde el momento en que hemos establecido con Dios un pacto de amor, no tenemos ya derecho a replantear la entrega, como si no nos hubiéramos comprometido a nada. Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios (50). Por el contrario, estamos convencidos de que nuestro compromiso de amor con Dios y de servicio a su Iglesia no es como una prenda de ropa, que se pone y se quita: porque abarca toda nuestra vida, y nuestra voluntad -con la gracia del Señor- es que la abarque siempre (51). Es la enseñanza de la Sagrada Escritura: no somos de los hijos que desertan para perderse, sino de los que permanecen fieles para poner a salvo su alma (52).

Para hacer más eficaces nuestros buenos deseos de fidelidad, no deberemos olvidar en ningún momento que llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se reconozca que la sobreabundancia del poder es de Dios y no proviene de nosotros (53).- La fidelidad hasta el fin, la perse-

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verancia que nos abre las puertas del Cielo, es una gracia que no puede merecerse y que Dios otorga por pura misericordia. Porque por gracia habéis sido salvados mediante la fe, y esto no procede de vosotros, puesto que es un don de Dios: es decir, no procede de las obras, para que ninguno se gloríe (54). Sin embargo, no negará el Señor la gracia de la fidelidad hasta el fin, al alma que le ha sabido ser leal en sus compromisos: muy bien, siervo bueno y fiel; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu señor (55). Dios premia la fidelidad constante a través de los afanes cotidianos, con la felicidad eterna del Cielo.

La fidelidad es una conquista diaria, hecha de voluntariedad actual, de un querer que se continúa con constancia. Una gracia que hemos de pedir, para nosotros y para todos nuestros hermanos, con perseverancia y sin desfallecer (56). Un premio inmerecido al que debemos aspirar con afanosa confianza, porque, dice el mismo San Pablo, no es que lo haya conseguido, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si lo alcanzo, puesto que yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús (57).

Procuremos ser leales a lo largo de nuestra vida y si en algún momento sentimos que no lo somos, luchemos, pidamos a Dios ayuda, y venceremos, porque Dios no pierde batallas. Pongamos todas nuestras miserias a los pies de Jesucristo, para que El triunfe: y veréis qué alto queda, y de qué manera nos ayudará a divinizar nuestra vida terrena.

La flaqueza humana nos acompaña aun en los mejores instantes, en los momentos más sublimes de nuestra existencia. Tenemos -para que nada pueda ya sorprendernos- el testimonio del Santo Evangelio. En la Ultima Cena, en aquel clima de efusión de amor y de confidencias divinas, en la reunión de los íntimos, de los más formados, de los predilectos: facta est autem contentio ínter eos, quis eorum videretur esse maior (Luc. XXII, 24): se pusieron a discutir, a pelear entre ellos, sobre quién era el mayor, el más excelente.

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Por eso, cuando sintamos en nosotros mismos -o en otros- cualquier debilidad, no debemos mostrar extrañeza: acordémonos de aquellos que, con su flaqueza indiscutible, perseveraron y llevaron la palabra de Dios por todos los pueblos, y fueron santos. Estemos dispuestos a luchar y a caminar: lo que cuenta es la perseverancia (58).

Pensemos que, si nosotros no nos apartamos, tendremos siempre la ayuda del Señor y de su Santísima Madre. Las dificultades no podrán hacernos nunca vacilar. Resistid firmes en la fe, sabiendo que esa misma contradicción padecen vuestros hermanos que viven en el mundo. Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, después que hayáis padecido un poco, El mismo os perfeccionará, fortificará y consolidará (59).

Escuchemos de nuevo la voz de nuestro Fundador, instrumento fidelísimo en manos de Dios: sed fieles a vuestra vocación, todos los hijos de Dios en esta Obra de Dios. Vivid, con las virtudes sobrenaturales, las virtudes humanas. Llevad la caridad de Jesucristo a todos los caminos de la tierra, caminos divinos de la tierra.

Y extended por todo el mundo el influjo -callado y fértil- de vuestro trabajo de apóstoles, quasi fluvium pacis, como río de paz (Isai. LX VI, 12) (60).

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(1) II Tim. 1, 9.

(2) 1 Tim. II, 4.

(3) Num. XXIII, 19.

(4) Isai. XL, 6-8; cfr. Ps. XXXIII, 9 y 10. (5) Rom. IV, 21.

(6) I Cor. II, 9.

(7) Tit. III, 6-7.

(8) 1 Reg. III, 5.

(9) Exod. XIX, 5.

(10) Exod. XXXII, 9.

(11) Hebr. VIII, 6-12.

(l2)-Cfr. Match. XXIV, 45.

(13) Cfr. Mauh. XXV, 21.

(14) Cfr. Luc. XII, 42.

(15) Cfr. Match. XXI, 33-46.

(16) Ephes. 1, 3-4.

(17) Ephes. 1, 13-14.

(18) I Ioann. IV, 10.

(19) Ephes. II, 45.

(20) I Ioann. III, 1.

(21) Isai. VI, 8-9.

(22) De nuestro Padre, Crónica, 1969, p. 685.

(23) Luc. 1, 38.

(24) Act. IX, 6 (Vg).

(25) Cfr. Genes. I, 26.

(26) De nuestro Padre, n. 269.

(27) Ephes. IV, 14.

(28) Luc. XIV, 28-32.

(29) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 47.

(30) Tob. II, 18.

(31) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 45.

(32) Camino, n. 994.

(33) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 46.

(34) Cfr. Rom. VII, 23.

(35) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n. 12.

(36) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 60.

(37) Iacob. 1, 17.

(38) Cfr. Matth. XX, 1-16.

(39) Cfr. Hebr. IX, 15.

(40) De nuestro Padre, Crónica, 1969, p. 690.

(36) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 60.

(37) Iacob. 1, 17.

(38) Cfr. Matth. XX, 1-16.

(39) Cfr. Hebr. IX, 15.

(40) De nuestro Padre, Crónica, 1969, p. 690.

(41) De nuestro Padre, n. 269.

(42) Matth. XX, 12.

(43) Philip. 1, 6.

(44) Malach. III, 6.

(45) De nuestro Padre, Carta, 11-III-1940, n. 4.

(46) San Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae 33, 5.

(47) Camino, n. 293.

(48) Philip. III, 8.

(49) De nuestro Padre, Crónica, 1969, p. 691.

(50) Luc. IX, 62.

(51) De nuestro Padre, Carta, 11-III-1940, n. 10.

(52) Hebr. X, 39.

(53) II Cor. IV, 7.

(54) Ephes. II, 8-9.

(55) Matth. XXV, 21.

(56) Cfr. Luc. XVIII, 1.

(57) Philip. III, 12.

(58) De nuestro Padre, Carta, 24-III-1931, n.-48.

(59) I Petr. V, 9-10.

(60) De nuestro Padre, Instrucción, mayo-1935, 14-IX-1950, n. 175.