Cuadernos 8: En el camino del amor/A lo largo del camino

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A LO LARGO DEL CAMINO


Recordad conmigo, hermanos -escribe San Agustín-, que el Señor dijo: "mientras vivimos en el cuerpo, somos peregrinos lejos del Señor, pues caminamos en la fe, no en la visión” (II Cor. V, 6-7). Y Jesucristo Nuestro Señor, que dijo: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida" (Ioann. XIV, 6), quiso que camináramos no sólo por El, sino hacia El. ¿Por dónde caminamos, sino por el Camino? ¿Y adónde caminamos, sino a la Verdad y a la Vida, es decir, a la vida eterna, la única que merece llamarse vida? 1.

Nuestra vida en la tierra es un peregrinar hacia la patria que Cristo, muriendo en la Cruz, nos ha recuperado. Por eso, siempre estamos llenos de buen ánimo, aun sabiendo que mientras moramos en el cuerpo, estamos en destierro lejos del Señor (...). Tanto ahora en el cuerpo como fuera de él, nos empeñamos en agradarle 2. Y esto exige lucha, esfuerzo, negarse una y otra vez, con mortificación continua, con oración constante, para enderezar todos los sentidos y potencias hacia Dios.


Los obstáculos del camino

En nuestro viaje hacia el Cielo encontramos dificultades, que sin embargo no son insuperables: se vencen cuando hay amor, porque

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quien ama, corre; y cuanto más intensamente ama, más velozmente corre (...). Corramos, pues, con el amor y la caridad, olvidando las cosas de aquí abajo. Este camino requiere gente fuerte, no perezosos. En él abundan los asaltos de las tentaciones; el diablo acecha en los recodos, por todas partes intenta entrar y hacerse dueño. Y a aquel de quien se adueña, le aparta del camino o le hace retrasarse; le lleva a volverse atrás, le impide avanzar, e incluso le saca del camino 3.

Entre los obstáculos patentes, en primer lugar está el amor propio desordenado, que nos acompaña en todo instante, reclamando para nosotros lo que debemos a Dios. También las pasiones están siempre al acecho, como aguardando una excusa, un motivo, para introducirse subrepticiamente en cualquier tarea que emprendemos. De otro lado el demonio -no debemos olvidar que existe y actúa- no cesa en su odio a Dios y trata siempre de buscar el modo de hacernos caer. Sed sobrios y estad en vela -advierte San Pedro-: porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león rugiente alrededor de vosotros buscando a quién devorar 4..

Incluso las circunstancias ambientales, el mal ejemplo de alguien, puede ser ocasión para que no andemos derechamente. En mayor o menor grado, los escollos y obstáculos, y el esfuerzo para superarlos, serán lo ordinario en nuestra vida. Cruz, trabajos, tribulaciones: los tendrás mientras vivas. -Por ese camino fue Cristo, y no es el discípulo más que el Maestro 5.

Es más, la vida interior se fortalece mediante las contradicciones. El Señor se vale de los obstáculos y nos quita las esquinas, arreglándonos, modificándonos, según El desea, a golpe de martillo y de cincel 6, para modelar su imagen en nosotros. De esas pruebas, el alma, con la ayuda de Dios, sale más humilde, purificada, llena de amor. Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar

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esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo de tus alas.

Y te verás libre. -Si perseveras, "subirás". 7.

El peligro del desaliento

Como consecuencia del esfuerzo en la lucha, de esta perseverancia día a día en el camino comenzado, es natural -no hay que extrañarse- que sintamos cansancio. Unas veces puede ser el cansancio físico, incluso el agotamiento del organismo, que no ha de preocuparnos, si alguna vez llegara, pues mientras nuestro corazón esté en Dios, tiene fácil arreglo, con sólo ser sinceros y hacer lo que nos digan.

Pero puede tratarse de otro tipo de cansancio, que no nace del cuerpo, sino del fondo del alma: el desánimo. Enemigo de la perseverancia, hijos míos, es el desaliento. Llegan momentos de lucha, a vuestra edad, y en la madurez y en la vejez. Yo los tengo también. Momentos en los que el alma se siente movida a gritar, con San Pablo, aquellas palabras que para mí son un gran consuelo: veo otra ley en mis miembros, que resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom. VII, 23-24.). Se sienten entonces los ataques de la soberbia y de la sensualidad y las ansias, no de libertad, sino de libertinaje. Y si no estamos precavidos, es entonces cuando aparece en nuestra vida el desaliento 8.

Un desaliento que nace cuando decae el amor a Dios, si no se reponen las fuerzas gastadas en la lucha diaria; porque la vida interior también requiere alimento, como la del cuerpo. Cuando Elías, huyendo de Jezabel, hubo de caminar un día y otro, llegó a sentir que las fuerzas se le acababan. Y al caer agotado, sin poder dar un paso, dijo: ¡Basta va, Yavé! Lleva ya mi alma, que no soy mejor que mis padres. Y echándose

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allí, se quedó dormido. Y un ángel le tocó, diciéndole: "levántate y come". Miró él y vio a su cabecera una torta cocida y una vasija de agua. Comió y bebió y luego volvió a acostarse; pero el ángel de Yavé vino por segunda vez y le tocó diciendo: "levántate y come, porque te queda todavía mucho camino". Levantóse, pues, comió y bebió, y anduvo con la fuerza de aquella comida cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de Dios 9. Igualmente nosotros tenemos que reparar las fuerzas, hemos de acudir a los medios -las Normas y Costumbres- que nos permiten seguir siempre adelante. Si no lo hiciéramos, no nos podría extrañar que se sintiera el desaliento; sería la consecuencia de la debilidad espiritual.

Pero al cuerpo no le basta tomar alimento. Es preciso, sobre todo si se trata de un niño pequeño, que la comida sea adecuada, en proporciones determinadas y a las horas previstas; y, además, que se asimile de verdad, que pase a la sangre y de ahí a todos los órganos. Y lo mis­mo sucede en el orden espiritual. No basta cumplir por cumplir. Debe seguirse amorosamente un plan de vida, hacer delicadamente las Normas, y a su hora; hay que evitar que las distracciones, el desorden o la mala disposición, les resten eficacia.

La tibieza

Esta debilitación de las fuerzas del alma, si no se repara, trae consigo la tibieza: una cierta tristeza por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que llevan consigo 10. El ánimo empieza a sentirse flaco para la lucha; se da cabida quizá a una cierta desesperanza, al comprobar la aparente inutilidad de los esfuerzos, la imposibilidad de acabar de una vez con los obstáculos. Cuando se empieza a caer en este estado, pierden su sentido las palabras del Apóstol: ¿quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el pe-

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ligro, o la espada? (...). Pero en todas estas cosas vencemos con facilidad gracias a Aquel que nos amó 11. Al contrario: crece el horror a lo desagradable, se evita el esfuerzo preciso para obrar el bien, porque cuesta y se presenta muy difícil de alcanzar. Se da entrada al pecado venial, cada vez en mayor medida, hasta acabar -si no se reacciona a tiempo- en la indiferencia ante las cosas de Dios. Un hombre que no quiera hacer nada, apático, va mal. Por lo menos debe tener deseos de hacer algo. Y si no, debe tener deseos de tener deseos: eso ya es hacer algo 12.

El enemigo verdadero está en la falta de lucha, en la ausencia de deseos de santidad, en una deficiente alimentación espiritual y en la presencia no combatida de malos gérmenes, que conducen a un modo habitual de pensar, querer y obrar enfermizo, desganado, a la depauperación del amor de Dios. Este enemigo de la perseverancia es la tibieza. Los tibios tienen el corazón de barro, de carne miserable. Hay corazones duros -yo los he visto, que me perdonen los médicos: iba a decir que los he tocado con las manos-, corazones duros, pero nobles, fríos, pero nobles, que, al acercarse al calor del Corazón de Jesucristo, se derriten como el bronce en lágrimas de amor, de desagravio, ¡se encienden! Y hay otros, que son de barro y se resquebrajan. Son polvo, dan asco. ¡Hijos míos!, ¡Jesús nuestro!, ¡lejos de nosotros la tibieza! ¡Tibios, no! 13.

La tibieza no nace de una caída, por grande que sea, ya que cuando hay humildad y arrepentimiento, cuando hay verdadera contrición, el alma se levanta presto, y aun con nuevo vigor. La tibieza se origina cuando el alma abandona la lucha, porque no está firmemente asida y afincada en Dios, porque descuidó los medios sobrenaturales, como si todo dependiera de sus fuerzas. Por eso puede presentarse cuando, recorridos los primeros pasos en el largo camino de la entrega, se llega a un sitio más estrecho, donde quizá desaparece el entusiasmo humano; cuando comienza a experimentarse sequedad y aridez en las prácticas espirituales, y el alma ve que está aún muy lejos de la santidad. Puede desfallecer entonces, si no aprovecha el alimento espiritual que Dios le

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da a través de los sacramentos y de la vida de oración, si no corresponde con la mortificación y las buenas obras.

En la vida sobrenatural sucede como con las semillas de cebada o trigo que, arrojadas en tierra, no echan raíces inmediatamente, sino cuando pasan el invierno y los vientos; sólo entonces, en el tiempo conveniente nacen las espigas (...). Del mismo modo, en las cosas espirituales, que son tan delicadas y profundas, el hombre progresa poco a poco hasta llegar "al estado de varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Ephes. IV, 13) 14.

Los síntomas de la tibieza

Para combatir la tibieza conviene estar prevenidos, saber cuáles son sus causas, cuáles sus síntomas, cómo podría adueñarse de nosotros.

La primera causa es el amor propio, la soberbia que, al descubrir las propias faltas y miserias, y lo difícil que resulta arrancarlas, puede llevar a una cierta desesperanza, que facilita el abandono de la lucha. También el activismo desmedido, que hace que se descuiden las Normas, o que se cumplan con rutina o desorden, quizá con la excusa de una mayor dedicación apostólica y apariencias de eficacia.

La tibieza cuenta además con otro colaborador: un enemigo pequeño, tonto, pero eficaz, que es el poco empeño en examinarse. Los exámenes están puestos dentro de nuestras Normas por una razón de eficacia. Si tenéis algún momento de escrúpulo, el examen ha de ser muy breve: ¿qué he hecho mal? Perdón, Señor. ¿Qué he hecho bien? Dar gracias. ¿Qué podía haber hecho mejor? Un propósito. Dos minutos, medio minuto. Y el examen particular de la cosa concreta, del punto en que vosotros habéis presentado batalla al enemigo, hace que el enemigo no la presente donde no os convenga. ¡Jamás lo dejéis! 15.. La falta de examen valiente y decidido insensibiliza ante las pequeñas claudica-

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ciones y lleva al desprecio práctico de las cosas pequeñas: las pequeñas raposas que destruyen la viña 16.

El inicio de la tibieza suele caracterizarse por un descuido habitual de las mortificaciones pequeñas, desorden y rutina en el plan de vida, distracciones consentidas en las Normas, propósitos incumplidos por carencia de verdadero interés, y un tono general de falta de lucha, que se manifiesta en un cumplimiento rutinario de las prácticas de piedad. Pero ese estado tiende de suyo a agravarse; por eso advierte nuestro Padre: me duele ver el peligro de tibieza en que te encuentras cuando no te veo ir seriamente a la perfección dentro de tu estado 17.

La tibieza es como una pendiente resbaladiza, que progresivamente va alejando de Dios. Nace una cierta preocupación por no excederse, por quedarse en un cómodo límite, en lo suficiente para no incurrir en pecado mortal, aunque no se lucha contra el venial. Así, poco a poco, se obra por motivos humanos, no se evita la ocasión de pecado, y la pérdida de tiempo es habitual: a un hombre del Opus Dei a quien le sobrara tiempo, hay que considerarlo como metido en la tibieza; sobrenatumlmente hablando, es un lisiado 18.

Cuando se ha caído en la tibieza, toda la vida de piedad resulta una estructura incómoda, que impide moverse con gusto, y nace la tristeza de no poder permitirse satisfacciones vedadas, que acaba por conducir -si no se rectifica enérgicamente- a la indolencia en lo tocante a los mandamientos, la divagación de la mente por lo ilícito 19. Se hacen de mala gana o se dejan los ejercicios de piedad, languidece el afán de proselitismo. No ocuparse del proselitismo sería un síntoma de flojera, de enfermedad y quizá de muerte 20.

Para un alma entregada a Dios, la tibieza -si no se combate a tiempo- lleva a la pérdida de la vocación, porque esto dice la misma Verdad, el testigo fiel y verdadero, el principio de las criaturas de Dios. Conozco bien tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o

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caliente! Mas por cuanto eres tibio y no frío ni caliente, estoy por vomitarte de mi boca 21.

Remedios contra la tibieza

En la Obra es difícil que suceda algo semejante. Ha puesto el Señor tantos medios eficaces a nuestro alcance, que estamos seguros, si los usamos, de llegar al fin del camino: las Normas, la Confidencia, la corrección fraterna y tantas ayudas más, son escudo seguro y a la vez arma certera de combate, que nos mantienen vigilantes, alegres, enamorados de Dios y de su Madre bendita.

Si, a pesar de todo, en alguna ocasión se estuviese a punto de caer en la tibieza, el remedio está bien a la mano: desenmascararla valientemente y recurrir al Señor: di conmigo: ¡no quiero tibieza!: "confige timore tuo carnes meas!” -¡dame, Dios mío, un temor filial, que me haga reaccionar! 22 y acudir a la Virgen Santísima, con confianza de hijos: el amor a nuestra Madre será soplo que encienda en lumbre viva las brasas de virtudes que están ocultas en el rescoldo de tu tibieza 23.

Es ése el momento de recordar que somos peregrinos, y que necesitamos asirnos a la mano que Dios nos tiende, y seguir adelante. En efecto, quienes aman, caminan, pues hacia Dios no se corre con pasos, sino con el afecto. Nuestro Camino busca El mismo a los caminantes. Pero hay tres clases de hombres que detesta: el que se para, el que da marcha atrás y el que se sale del camino. Que nuestro caminar se vea libre y protegido, con la ayuda de Dios, de estos tres tipos de mal.

Otra cosa es que, mientras somos caminantes, unos vayan más lentos y otros más veloces; unos y otros, sin embargo, caminan. Los que se detienen han de ser estimulados, a los que dan marcha atrás hay que hacerlos volver, y a los que se salen del camino hay que llevarlos de nuevo a él; los lentos han de ser motivados y los veloces imitados 24.

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Para nosotros, este adelantar, este seguir siempre en el camino, puede resumirse en la lucha por cumplir las Normas por amor. Hay que estar de centinela, hijos míos, hay que estar alerta. Vosotros diríais perfectamente a otras almas que están en el Opus Dei en qué consiste esta centinela, porque sabéis que estamos vigilantes con sólo cumplir muestras Normas. Lo estoy repitiendo desde el principio: estay seguro de la salvación -de la santidad- de quien cumple las Normas de vida del Opus Dei. Aunque a veces se meta la desgana, y a un alma buena su vida le parezca una comedia, y sea necesario hacer un acto de fe y continuar con la oración .y con el trabajo hasta poner la última piedra del día. ¡No dormir! Porque si no, en medio de lo bueno, vendrá lo malo 25.

Si estamos firmemente apoyados en nuestras Normas y Costumbres, centrados en la Eucaristía, viviendo el espíritu de filiación divina y de confianza en Dios, ninguna dificultad podrá hacernos zozobrar. Y si alguna vez llega el cansancio, podremos superarlo, porque somos hijos de Dios, que nos llamó a su eterna gloria por Jesucristo, y después de que hayáis padecido un poco, El mismo os perfeccionará, fortificará y consolidará 26.

La Confesión contrita y la sinceridad en la Confidencia, la humildad de no ocultar ninguna manifestación de nuestro abandono, es también remedio eficaz, insustituible, querido por Dios, con el que recibiremos ánimo y consejo de quien puede darlo, y el apoyo de su oración y de su mortificación.

Con la ayuda de Dios, tendremos además que esforzarnos en mejorar humildemente en la oración y luchar contra las distracciones, porque cuanto más pensamos en los bienes espirituales, mas nos agradan y más deprisa desaparece el tedio que conocerlos superficialmente provocaba 27. Y volver a poner en práctica las mortificaciones pequeñas, constantes y hechas por Amor. Y saber apoyarse en los demás, porque nunca luchamos solos. Sólo con disponernos a hacer esto, por Amor, hemos alejado la posible tibieza, porque mientras hay lucha, lucha ascé-

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tica, hay vida interior. Y eso es lo que nos pide Dios: esa voluntad de amarle con obras, con obras pequeñas 28

La actitud humilde de un alma que tiene deseos de santidad y sabe que ella sola no puede nada, atrae la gracia de Dios y borra toda sombra de tibieza. Yo habito en las alturas y en la santidad -dice el Señor-, pero también en el contrito y humillado, para hacer revivir los espíritus humillados y los corazones contritos (...). Yo conozco los caminos, y los sanaré y los conduciré y los consolaré. Yo pondré cantos en los labios afligidos. Paz, paz a los que están lejos y a los que están cerca 29.

Confianza, pues: el Señor está cerca, a nuestro lado, para ayudarnos, para confortarnos, para tendernos la mano cuando caemos. Con esta firme persuasión, con humildad de hijos pequeños, que no se apoyan en sus fuerzas, sino en la omnipotencia misericordiosa del Padre Celestial, podremos superar todos los obstáculos. Y llegaremos al final de ese camino, donde el Señor nos espera con los brazos abiertos, para brindarnos todo su Amor. Heme aquí que estoy a tu puerta y llamo: si alguno escuchare mi voz y me abriere la puerta, entraré y cenaré con él y él conmigo. Al que venciere e haré sentar conmigo en mi trono 30.

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(1) San Agustín, Sermo 346, 1.

(2) II Cor. V, 6.9.

(3) San Agustín, Sermo 346 B, 1.4.

(4) I Petr. V, 8.

(5) Camino, n. 699.

(6) Camino, n. 756.

(7) Camino, n. 991.

(8) De nuestro Padre, Meditación, 4-III-1960.

(9) 1 Reg. XIX, 4-8.

(10) Santo Tomás, S. Th. 1, q. 63, a. 2 ad 2.

(11) Rom. VIII, 35-37.

(12) De nuestro Padre, Crónica VII-61, pp. 13-14.

(13) De nuestro Padre, Meditación, 4-III-1960.

(14) Pseudo-Macario, Humiliae 15, 41.

(15) De nuestro Padre, Meditación, 4-III-1960.

(16) Cant. II, 15.

(17) Camino, nº 326.

(18) De nuestro Padre, Meditación, 9-I-1956.

(19) San Gregorio Magno, Moralia 31, 9.

(20) De nuestro Padre, Crónica V-60, p. 10.

(21) Apoc. III, 14-16.

(22) Camino, n. 326.

(23) Camino, n. 492.

(24) San Agustín, Sermo 306 B, 1.

(25) De nuestro Padre, Meditación, 4-II-1962.

(26) 1 Petr. V, 10.

(27) Santo Tomás, S. Th. II-II, q. 35, a. 1 ad 4.

(28) De nuestro Padre, Crónica XII-54, p. 12.

(29) Isai. LVII, 15-19.

(30) Apoc. III, 20-21.