Cristianización del mundo

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Por Gervasio, 2.07.2007


Hay instituciones en las que prima lo institucional sobre lo personal, por utilizar la dicotomía de Ruiz Retegui. Una de las más paradigmáticas es el ejército. El ejército tiene por cometido ir ganando batallas y como meta final ganar la guerra. No importa — mejor dicho, sí importa, pero hay que pasar por ello— que muchos soldados y mandos intermedios mueran. Tampoco importa que tengan que morir civiles, que se derruyan edificios y se pierdan obras de arte y se pase hambre y se dispersen familias. Lo que importa es el resultado final: ganar la guerra.

En otras instituciones lo que prima es el bien de la persona. Podría ponerse como ejemplo paradigmático un hospital. La institución hospitalaria tiene por cometido mejorar la salud de cada uno de sus internos. Para mejorar su salud no se repara en medios económicos o de cualquier tipo: quirófanos, medicinas, personal sanitario, unidades de cuidados intensivos, etc. Y todo ello con protección social. Y todo ello aunque se trate de un anciano o de un discapacitado socialmente inútiles. Es inconcebible un hospital sin hospitalizados. No serviría para nada. Habría que cerrarlo. Lo propio habría que decir de un centro de enseñanza. Está en función de los alumnos. Lo propio cabría decir de las Hermanas de los Ancianos Desamparados. Etc. Obedecen a una finalidad precisa.

Los miembros del Opus Dei están al servicio de una causa, en razón de la cual tienen que renunciar a muchas cosas. A los miembros del Opus Dei se les pide entrega. Pero esa entrega no se orienta a unas personas claramente delimitadas: los hospitalizados, los escolarizados, los ancianos desamparados. ¿A quiénes se orienta? ¿Quiénes fueron los beneficiarios de mi dinero y de mi vida y de mi dedicación al Opus Dei? No encuentro respuesta satisfactoria.

Mi percepción personal desde que me incorporé al Opus Dei es que todo lo que se me pidió fue captar nuevos miembros para la institución. Y eso, no sólo a mí, sino a todos. En las tareas llevadas a cabo conjuntamente por personas del Opus Dei la finalidad es siempre la misma: el proselitismo. ¿Es que no cabe la salvación o la santidad fuera del Opus Dei? ¿Tenemos que llevar a toda la humanidad a ser del Opus Dei? A ese respecto recuerdo una conversación entre el fundador y un numerario francés. El Padre se dirigió a él con mucha viveza, fuerza y energía, refiriéndose a Francia:

— ¡Tenéis que crecer! Tenéis que ser ¡miles!

A lo que el francés en cuestión respondió con un poco de sarcasmo:

— ¿Miles? Mejor millones.

Y el fundador le replicó:

— Millones, no. Millones no interesan. ¡Miles!

¿Qué es lo que interesa que haya en Francia o en cualquier otro país? Sólo un cierto número —no millones, miles— de gentes del Opus Dei. ¿Y para qué? Para que ellos lleven las riendas del país. ¿Y todo ello para qué? Para poner a Cristo en la cumbre de las actividades humanas. Imaginad una Francia cuyos hilos los mueve desde Roma el prelado de turno a través de unos miles de gentes del Opus Dei. Quel panorama étonnant!

Recuerdo a un numerario ya fallecido, que se dedicaba al llamado Apostolado de la Opinión Pública allá por los años cincuenta. Imaginaba como panorama ideal y de futuro una situación en la que el fundador —habiendo ya alcanzado su meta de envolver el mundo en papel impreso— decretaba una campaña para que la humanidad viviera más intensamente, por ejemplo, la virtud de la sobriedad en el comer y en el beber. En suma, un mundo en manos de miles de gentes del Opus Dei y esas gentes gobernadas o aleccionadas o aconsejadas por Escrivá. El panorama no puede ser más estremecedor. Soñad y os quedaréis cortos y sin alientos. ¡Qué milenarismo tan de pesadilla!

Pero eso lo digo hoy. Nada más incorporarme al Opus Dei ese panorama me parecía atrayente. Era una visión ilusionante la que Escrivá y sus muchachos me presentaban. Un mundo regido por gente santa, caritativa y justa. Un mundo sin pornografía, en el que por la televisión se predicaba el evangelio y se rezaba el ángelus. Un mundo en el que nunca se ridiculizaba la religión. Etc. ¡Qué bien! ¿Habría llegado ya el milenio? ¿Estábamos ya comenzando el milenio? Yo se lo contaba a mi madre, que desconocía el Opus Dei y estaba muy preocupada por la descristianización de la sociedad. Me respondió:

— Pues eso no puede ser así, Gervasio, porque, si el Opus Dei funcionase como dices que funciona, el mundo tendría que estar mejor.

Hay que dar tiempo al tiempo, pensaba yo. Acabamos de empezar. Pero hoy día tengo que darle la razón a mi madre. Yo me auguraba ese futuro cuando el Opus Dei acababa de comenzar y crecía y crecía. Leyendo Crónica la expansión de la Obra por el mundo por miles parecía una realidad imparable. Pero el tiempo ha pasado y no se perciben signos del advenimiento de ese milenarismo o de un crecimiento del Opus Dei. En Francia siguen como hace treinta años o peor. Son cuatro gatos. En España y otros países que fueron de gran expansión se cierran los centros de estudios. Etc.

Hoy veo las cosas de otra manera. En primer lugar, me horroriza la idea de que poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas consista en que Escrivá, o un sucesor suyo, sentadito en su casa central de Roma disponga un buen día —porque ya ha envuelto el mundo en papel impreso— que todos han de tomar crespillos el viernes de Dolores para mejor vivir la sobriedad, la pobreza, la fraternidad y así salvarse. Pero, al margen de que el milenarismo que nos augurábamos en el Opus Dei hoy lo vea como algo vitando, el caso es que ni llega, ni tiene visos de llegar como suele suceder con los milenarismos. El resultado ha sido una consecratio mundi propia de la Señorita Pepis. Pongo ejemplos.

Nada más pitar —e incluso antes— se me encargaba fichar la biblioteca del centro conforme a unas reglas precisas y complejas. Esas reglas estaban inspiradas en el criterio de que las supremas autoridades del Opus Dei pudiesen disponer en cualquier momento de cualquier libro existente en un centro del Opus Dei. ¡Qué mentalidad acerca de lo que ha de ser un centro del Opus Dei! Por lo demás, ese sistema de catalogación de libros —que nunca se completó— hubiese dado como resultado final algo muy pobre: muchos libros catalogados, pero prácticamente todos repetidos. La anécdota sería intranscendente, si no fuese porque revela el talante y estilo de lo que debe ser un centro del Opus Dei.

Las mujeres del Opus Dei han influido tanto en la moda que al final han tenido que aceptar lo de los pantalones, aunque a regañadientes. Lo propio sucedió con la falda corta. Le oí decir al fundador quitándole importancia a lo de la falda corta.

—Pues ahora lleváis la falda por encima de la rodilla y no pasa nada.

Otro ejemplo: la televisión. La consecratio mundi en tema de televisión acabó en cerrar los televisores —a veces con candado— en los centros de la Obra y en aconsejar, exigir y predicar que no se vea televisión. Algunos pinitos se hicieron en materia televisiva, en el campo cinematográfico y en el de la prensa. El culmen de la consecratio mundi en este campo era don Jesús Urteaga predicando por televisión y editando Mundo Cristiano y folletos de Mundo Cristiano. Decía por aquel entonces don Jesús Arteaga Loidi:

— La televisión no puede quedar en manos de cualquiera. Tiene que ser estatal.

Es demasiado influyente.

En esta misma línea —de lograr una cristianización de la sociedad desde el poder— recuerdo haber escuchado a Escrivá efectuar una reflexión acerca del fracaso de la Armada Invencible enviada por Felipe II para someter a Inglaterra por las armas. No comprendo o son difíciles de comprender —decía— los planes de Dios. Para él lo sobrenaturalmente deseable era que Felipe II hubiese implantado el catolicismo en Inglaterra.

Los numerarios y agregados no van a espectáculos públicos. Tampoco se aconseja frecuentarlos a los supernumerarios y cooperadores. Y dice el menda: ¿Cómo vamos a ser partidarios de un buen cine o de una buena televisión, si lo nuestro es no ver ni cine ni televisión No somos partidarios ni del cine ni de la televisión, ni de los conciertos, ni de los toros, ni de nada que no sean prácticas de piedad, hacer proselitismo y asistir a medios de formación.

El cine y la televisión encierran muchos peligros. Por tanto hay que huir de ellos. En realidad eso ya estaba inventado. Se dio en llamar contemptus mundi. Lo practican principalmente los religiosos. Hay que despreciar el cine y la televisión. Lo propio acontece con las playas. Son origen de pecado. El desnudo es sexualmente atractivo y se acaba cayendo en la tentación. Hay que evitar las playas.

Había un sacerdote que consideraba sumamente inmoral y ocasión de pecado algo que se ve en algunas tiendas de ropa femenina, a saber, una pierna de mujer cubierta con una media. No cabe negar que eso haya podido ser para un concreto penitente motivo de escándalo. Pero se trata más bien de un caso o de unos casos poco corrientes. Si se suprime todo aquello que pueda ser motivo de atractivo sexual para alguien, habría que suprimir demasiadas cosas. Imposible abarcarlo todo. En materia de sexo para algunos la tentación está en las playas, a otro le atrae una pierna de mujer cubierta con una media, para otro la tentación está en ir a Madrid o a otra ciudad grande donde en el anonimato es fácil encontrar locales de alterne. Etc. ¿Hay que prohibir entonces ir a Madrid, prohibir colocar piernas con una media en la tiendas, prohibir ir a las playas? Hay a quien le pone cachondo ingerir alcohol y hay a quien no. Hay quien es homosexual y por lo tanto más que evitar estar a solas con una mujer en una habitación, o en un ascensor o donde sea lo que debe evitar es estar a solas con hombres.

Lo que pasa con el sexo es todavía más variado en otros ámbitos. Hay quien necesita dormir más de ocho horas y hay quien necesita dormir menos tiempo. En tema de comer fuera de casa hay quien lo hace por motivos desinteresados, no egoístas, apostólicos incluso. Y hay quien lo hace por frivolidad. Recuerdo a un numerario —sigue siendo de la Obra— que me encontró aislado y perdido, en mitad de ninguna parte, en una situación profesional difícil. Se quedó a comer conmigo en un restaurante para elevarme el ánimo. Resultado: regañina al llegar a casa, máxime cuando se había recibido una nota en la que se ordenaba a los directores que exigiesen a los pensionistas que sólo muy excepcionalmente almorzasen fuera de casa. Entre lo que indica una nota de la superioridad y las necesidades personales, la elección no tiene duda.

Es verdad que existe el instituto de la dispensa. La dispensa exige alegar justa causa. Y para alcanzarla hay que chillar, clamar y teatralizar las propias necesidades personales que exigen la excepción. Así puede conseguirse, por ejemplo, una dieta de comida especial. Entiendo a los que prefieren abandonar el Opus Dei a tener que vivir exigiendo un perpetuo régimen de excepción.

El problema es que en el Opus Dei vivíamos —éramos gobernados, son gobernados— estadísticamente. En el Opus Dei yo me sentía resultado de una estadística.

— ¡Hijos míos!, decía mucho el fundador.

Yo no soy un hijos —pensaba—, soy un hijo. Por otra parte, mi padre biológico nunca usaba esa expresión “hijos míos”. Ni yo lo llamaba “padre mío” o “padre nuestro” o “nuestro padre”.

— Tú y yo, decía el cura al predicar.

Pero había muchos yoes, escuchando.

— Cada uno de vosotros sabéis.

Pero había muchos cadaunos son sus cadaunadas.

— ¿Qué queréis que os pongan vuestras hermanas mañana que es fiesta?

¿Quién puede contestar a eso? A uno le gustan los calamares en su tinta, al otro la coliflor con cebolla y al de más allá lo buñuelos de viento. El problema se resuelve poniendo algo estadísticamente apropiado. Y eso sí, el día de tus cuarenta años te ponen unos buñuelos de viento importados de allende los mares —eso le da cierta teatralidad— que es lo que se ha decidido que es el detalle personalísimo —cada uno de vosotros sois únicos— en vez de lo que uno desearía, una película de Brigitte Bardot, que estaba mucho mejor que los buñuelos, incluidos los de viento.

Me estoy divirtiendo demasiado. A lo que iba. Decía el fundador a un alumno del colegio romano que leía unas cuchufletas de propia invención en las que en un determinado momento se intercalaba un “rugió la masa”—referida a gentes del Opus Dei —, un equivalente a lo que Sátur llama “la peña”.

— ¡Vosotros no sois una masa! —recriminó tajante el fundador—. A cada uno de vosotros se os trata personalmente.

No éramos una masa, pero todos dimos un rugido masificado de aprobación a sus palabras. Quedamos muy conmovidos ante aquella protesta del fundador, muy convencidos de que nosotros no somos masa, nosotros somos yo. ¡Chúpate esa, marquesa, que las traen de fresa!

No hay propiamente una adaptación del aparato institucional a las personas —como ocurre en los hospitales—, sino una adaptación de las personas a la institución, como ocurre en el ejército. Hay que hacer del ciudadano corriente y moliente un soldado. Es cierto —como decía el fundador— que en el Opus Dei hay una atención personalizada. Cada individuo es tratado personalizadamente; pero en orden a que se adapte a las necesidades de la institución. Los directores y sacerdotes tienen por misión ir forjando en las personas a las que tienen confiadas al perfecto numerario, al perfecto supernumerario, a la perfecta numeraria auxiliar. En eso se hace consistir la santidad. Y a eso se llama trato personalizado: lograr que la persona renuncie a sí misma para convertirse en un peón de la institución.

No acabo de encontrar en qué pasaje, lugar o página del Evangelio se nos aconseja obedecer aquello que nos mande don José María Escrivá de Balaguer. No lo encuentro ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. En el Evangelio hay pasajes relativos a la pobreza y a ser generoso con el propio dinero, así como una alusión al celibato por el reino de los cielos; pero no encuentro ni un solo versículo relativo a la conveniencia de obedecer a Escrivá. Obedecer a Escrivá no me parece un consejo evangélico. Si obedecer a un señor iluminado propicia la salvación, yo —que estoy lleno de luz— voy a poner un chiringuito —y cuando pueda un palacete— con un cartel que diga: “a quien me dé todo su dinero y me obedezca en todo le prometo el cielo”. A ver cuántos pican. Si pican unos cuantos, a lo mejor hasta me canonizan después de mi fallecimiento. No se me podrá negar que no he imitado al fundador del Opus Dei, que es el camino reglamentario para llegar al cielo.

En los nuevos estatutos del Opus Dei de 1982 se define a los numerarios por razón de su disponibilidad. El numerario es alguien de quien los directores pueden disponer plenamente. El que realiza la consecratio mundi no es el numerario a través de su profesión y en su trabajo ordinario, sino los directores que, en la medida en que disponen de numerarios, deciden crear colegios de segunda enseñanza, casas de retiro, la Gran Enciclopedia Rialp, una campaña de sablazos para qué se yo qué, etc. Es algo parecido a lo que sucede en el ejército. Las batallas no las ganan los soldados, sino un general: Napoleón, Wellington, Amílcar Barca, Temístocles, Hernán Cortés… En fin son ellos —los jefes— los que crean y regentan las labores apostólicas. Los laicos del Opus Dei se limitan a cooperar en las labores apostólicas prelaticias. Su dedicación profesional —como médico, funcionario estatal, etc.— acaba siendo poco menos que un estorbo, a no ser que se oriente hacia la propia Obra: psiquiatra o médico de la Obra, empleada doméstica de la Obra, arquitecto de la Obra, banquero de la Obra. Los laicos cooperan. Es lo propio de las prelaturas personales, según los sagrados cánones.

¿Cómo empieza la Obra en un país? No cuando alguien por razones profesionales o de otro tipo se desplaza a ese nuevo país, sino cuando el prelado decide comenzar allí la labor. Y entonces se envía al país en cuestión un equipillo. Mientras no haya misión jerárquica no se considera que haya empezado la labor en el país. El caso de José María González Barredo en Estados Unidos es paradigmático.

— Lo nuestro no es una nueva forma de clericalismo, le oí decir al fundador.

No lo será, pero lo parece. Verde y con asas.

El fundador leyó a los alumnos del colegio romano una carta que le había escrito un numerario en la que éste le decía, en sustancia, que optaba por el sacerdocio a la vista de que en el ejercicio de su profesión le parecía que tenía poco rendimiento apostólico. El fundador interrumpió un momento la lectura para comentar:

—Todas las profesiones son estupendas. Todas valen para ganar almas.

Dijo eso o algo muy parecido. Pero lo que evidentemente se notaba es que lo decía con la boca pequeña. Lo que pretendía recabar de la audiencia —alumnos del colegio romano— era que renunciasen a su profesión y optasen por el sacerdocio. Esa carta apareció posteriormente publicada en la revista Crónica.

Se percibe un gran cambio entre las llamadas Constituciones de 1950 y el llamado Derecho Particular de 1982. Antes el ejercicio de la profesión era lo principal y primordial e incluso los sacerdotes ejercían un trabajo profesional. Por otra parte se rechazaban las obras corporativas. Dicho de otra manera. Antes la figura del sacerdote estaba al servicio del apostolado personal —de amistad y confidencia— de cada socio. La situación ahora parece la inversa. Los del Opus Dei están al servicio de las delegaciones, comisiones, vicarías o como proceda denominar esas unidades de mando.

Aquí entra en juego la idea de apostolado personal dirigido. La expresión no deja de ser chusca. Porque las actividades que uno desempeña — en materia apostólica o de otro tipo— o se generan dentro de uno mismo o provienen de fuera. Eso de apostolado personal dirigido es contradictorio. Pero en el Opus Dei nos tuvimos que acostumbrar a que espontáneamente nos apeteciese aquello que nos mandaban.

—Cuando yo pida un voluntario —nos informó el capitán de mi compañía, durante mi servicio militar— toda la compañía da un paso al frente.

A nosotros sólo nos tiene que apetecer aquello que nos mandan. Por eso todo en el Opus Dei resulta tan artificial: las tertulias y sus temas, las cartas al padre, las correcciones fraternas, los afanes apostólicos, la intención mensual, la enmedatio, el examen particular, el comentario del evangelio, etc. Todo es de cartón piedra.

A propósito del apostolado personal dirigido voy a divertirme un poco.

Lo primero que tuve que generar en mi interior fue la tendencia espontánea a ser proselitista. Como consecuencia traje al centro a un chico que enseguida encajó. Pero me dijeron que no era pitable. Al parecer no daba la talla. Pero en cuanto me fui de esa ciudad, el chico pitó. Yo creo que el cambio de criterio se debió a que el director decidió que pitase con tal de que le pitase a él. Yo ya había marchado y él era el propietario de la presa. Tardé mucho en darme cuenta de que traer una vocación es un trofeo por el que la gente se pelea. Tengo la impresión de que algunos listillos que pasan por proselitistas viven, como ciertos pájaros, de robar presas a otros.

Ese chico que parecía que no valía para el Opus Dei, hoy sigue en la Obra. Me dijeron que tratase, en cambio, al hijo de un acaudalado banquero que más que amigo, era un conocido. En cualquier caso no congeniábamos. A mi no me parecía que tuviese vocación.

— No importa. ¡A tratarlo!

— Pero, ¿no me decías que la cosa consiste en un apostolado personal?

— Si; pero apostolado personal “dirigido”.

El trato con el hijo del banquero no sirvió para nada. No se dejaba.

En un curso de idiomas fuera de España en un centro de la Obra había dos chicos de mi pueblo: uno inteligente, buena persona y de buena familia y otro muy mediocre y bastante paleto. Yo, experto ya en selección, con mucha ingenuidad, le dije al cura:

— Cuando lleguemos España, voy a tratar a Funalito —me refería por supuesto al inteligente—, no al que valía poco. Y va a dar buen resultado, porque usted no le cae muy bien, por esto y lo otro. En cambio estoy seguro de que el sacerdote de allí le va a caer muy bien.

— ¡Ni hablar! Ese chico que dices que vale, no vale. Hay que hacer selección. Trata al otro.

Y como el apostolado personal es “dirigido” y como tenía gracia de estado, pues a tratar al paleto mediocre.

Si alguien tenía título nobiliario, la “directriz” en el apostolado personal no fallaba.

Hablando con el fundador, en cuanto apareció en la conversación un título nobiliario al que el fundador sólo conocía vagamente, me dijo:

— Lo tratarás, ¿Verdad?

Y el director de mi casa, en relación, con otro título nobiliario, me espetó:

—Tienes que tratar a sus hijos.

Como sólo tenía hijas fui dispensado de esa “directriz apostólica”. Lo que yo no entiendo es por qué los hijos de un título nobiliario, por ese mero hecho han de ser “tratados”.

El apostolado personal dirigido es en realidad un apostolado simplemente dirigido. Es personal en el sentido de que no lo realizan máquinas o gatos; pero es un apostolado institucional.

Además no se dirige propiamente a la persona. La institución lo que desea es nobles, banqueros, poderosos. En eso consiste la selección. De cien nos interesan cien no significa que de cien seres humanos nos interesan cien; sino que de cien euros no interesan los cien y ni un euro menos. De cien banqueros nos interesan los cien. De cien hombres poderosos nos interesan los cien. Como decía el fundador:

—No interesan millones. ¡Miles!


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