Crecer para adentro/Nacidos de Dios

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NACIDOS DE DIOS (*) (24-VI-1937)

J. M. Escrivá, fundador del Opus Dei

(*) A finales de junio de 1937, el Beato Josemaría predicó un curso de retiro espiritual al pequeño grupo que le acompañaba en su refugio del Consulado de Honduras. El lugar material de aquel retiro fue la pequeña habitación que el Fundador del Opus Dei compartía con cinco personas. Así describía la escena en una carta enviada a sus hijos de Valencia. Como en toda la correspondencia de esa época, sometida a la censura del gobierno, utiliza giros y términos que sólo los destinatarios de la carta pudiesen entender, para no comprometer a nadie si la misiva caía en manos ajenas. Decía: "¿Os acordáis de aquellos encierros de los niños, en casa del abuelo [los días de retiro espiritual en la Residencia de Ferraz], sin más recreo que la azotea? Pues así estamos aquí -venciendo mil inconvenientes- desde la tarde de hoy, jueves, hasta el próximo domingo. Poco, pero no puede ser más. Y algo es algo. ¡Si vierais a Josemaría charlando sentado en un colchón, sin más vestimenta que el pijama, y, por mesa (para el retrato [el crucifijo] y el reloj), apoyando sus patitas sobre un cajón de embalar! Sin embargo, espero que nos divertiremos mucho, y sacaremos el fruto que se debe de estas charlas" (Carta a sus hijos de Valencia, 24-VI-1937; AGP, RHF, EF-370624-1).

Por causas ajenas a su voluntad, ese retiro empezado el jueves 24 de junio se interrumpió enseguida, y sólo pudieron reanudarlo los días 27 y 28 del mismo mes. En total, poco más de dos días, como se dice en otra carta: "Ya acabó el intento de retirar del bullicio a los nenes. Imposible. Dos días, mal contados. Y eso, charlando a todo charlar (...)" (Carta a sus hijos de Valencia, 1-VII-1937; AGP, RHF, EF-370701-2).

En este texto y en los siguientes se recogen las anotaciones de esos días de retiro.

...qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt (116). A los que le recibieron, les dio la potestad de hacerse hijos de Dios, los cuales no nacen de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de querer de hombre, sino que nacen del mismo Dios.

Si de un modo habitual, en estos retiros, procurábamos notar el contraste entre el mundo exterior y el hombre que se esconde dentro de sí mismo para pensar en Dios y en su alma, hoy advertimos que este contraste es más radical, más profundo; el odio a Jesucristo que hay fuera, contrasta con nuestro deseo de servirle y amarle; la inquietud, la fiebre exterior, con nuestra paz interior; la disipación y la agitación externas, con nuestro recogimiento, con nuestros deseos de conocerle y de conocernos.

Sin embargo, es muy fácil que ese desorden, que la terrible revolución actual ha provocado, nos haya contagiado de algún modo. Humanamente hablando era imposible evitar que, por las junturas de nuestro espíritu, se introdujera una parte de la polvareda que esta tremenda sacudida ha levantado. Pues bien, nosotros, ahora, vamos a pasar un paño sobre esa superficie oscurecida de nuestra alma, para darle el brillo que Dios quiere. Trataremos de borrar las salpicaduras que nos han llegado del exterior; porque yo espero de la bondad del Señor que, de nuestro contacto con la suciedad de fuera, sólo hayan podido tocarnos las salpicaduras.

Recordaremos ahora un símil que hemos utilizado otras veces: el del viaje. Cuando una diligencia, por camino carretero, va hacia un destino cierto, ¿qué decide al encontrarse, en las distintas etapas del viaje, en mal estado de funcionamiento? Pues cambiar el tiro, colocar de nuevo el equipaje sacudido por el traqueteo del carruaje, inquirir noticias de aquella cuadrilla de bandidos que vaga por los alrededores... Nosotros hemos de hacer lo mismo; también en nuestro viaje -el viaje de la vida- necesitamos dar un parón de vez en cuando, reponernos, vigilar a los enemigos que acechan para atacarnos ya en cuadrillas -abiertamente-, ya uno solo, de modo solapado. Necesitamos renovar nuestro propósito de seguir sin vacilaciones el camino nuestro, nuestros deseos de luchar y de vencer.

Militia est vita hominis super terram (117). Sí: para vencer, tenemos que luchar. Sólo tras esta lucha, nuestra fe se afirmará hasta ser invencible, y crecerá más recia nuestra esperanza, y arderá con más fuerza nuestro amor: este amor que, pese a todo, nunca ha cesado de latir en nuestro corazón. Vamos, pues, a esmerarnos en el cumplimiento de todos nuestros deberes, hasta de los que parecen menos importantes; vamos a aumentar nuestra paciencia en las contradicciones de cada instante, a cuidar los pequeños detalles. Hemos de hacer más vigoroso nuestro esfuerzo por mejorar; para eso, respondamos a Dios en las pequeñas luchas en que Él nos espera. ¿Por qué quedarse resentidos en los roces con caracteres distintos y opuestos, tan propios de la convivencia cotidiana? ¡A luchar, a vencer sobre nosotros mismos!; ahí es donde nos aguarda Dios.

¿Qué podemos alegar para cruzamos de brazos? ¿Que somos débiles, incorregibles, ignorantes? Pues, así como somos, nos ha elegido Dios para que nos santifiquemos, cumpliendo la misión que Él nos señala. Pero recordad, además, -aunque el suceso es distinto completamente, y también los caminos-, los ejemplos del pasado. En la Edad Media, un hombre débil, Domingo de Guzmán, vence a la revolución que iba a desquiciar a Europa. En la Edad Moderna, frente a aquellos hombres doctos -sabios- que se habían rebelado contra Roma y habían hecho pedazos su manto imperial, frente a Lutero y a Calvino, se alza una mujer, escondida en un convento de Castilla, sin ciencia humana, sin poder, y los derrota (118). ¿Y aquel cojo, sopista en Alcalá, que provoca la risa de todos porque, a sus años, tiene que sentarse con los niños a aprender la Gramática? Luego, en París, ese cojo, el hombre del saco (119), es despreciado, abandonado por los que le prometían su colaboración; ¿y qué? Él sigue adelante y da a Dios aquel instrumento de su gloria, que es la Compañía de Jesús. No caben, pues, las excusas de nuestra flaqueza.

Pensemos, concretamente y sobre todo, que con nuestra fidelidad o con nuestro descuido podemos acelerar o retardar la marcha de esta Obra, que es una manifestación maravillosa de la misericordia de Dios con los hombres. ¡La Obra! No la conocéis, no sabéis lo que tenéis en vuestras manos. Quizá cuando seáis viejos os deis cuenta de lo que significa. Pero ahora considerad que el Señor os ha concedido la merced de elegiros para ser los primeros anillos de una cadena, cuyo último eslabón lo pondrá Dios mismo en el postrer día de los siglos. Debéis, pues, ser fuertes y duros como el acero, con los ojos en los que nos habrán de seguir, continuando hasta el fin del mundo nuestra misión. Pensando en ellos, en la Obra, tiene que robustecerse nuestra fortaleza. Para la misión que Dios nos ha encargado es preciso luchar, luchar sin descanso. Así seremos hijos del Padre celestial, que nacen no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer de hombre, sino de Dios.


(116). Jn 1, 13.

(117). Job 7, 1.

(118). Se refiere a Santa Teresa de Jesús.

(119). De este modo llamaban a San Ignacio de Loyola en Manresa, adonde se retiró por algún tiempo, después de su conversión, por ir vestido con un saco.