Anexo a una historia/Los que se van

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LIBRO: EL OPUS DEI - ANEXO A UNA HISTORIA


LOS QUE SE VAN

No voy a asegurar -sería una ingenuidad- que todo el que se va de la Obra lo hace obligado por las incoherencias internas de ésta y por una razón de fidelidad a su propia vocación. Tampoco en esto la Obra es una excepción entre las familias religiosas de la Iglesia; la falta de vocación, la incapacidad para la convivencia y el trabajo, el egoísmo, etc., han sido siempre los motivos de muchas defecciones, sobre todo en los primeros años de una vida de entrega.

Pero sí afirmo tajantemente que en la Obra abundan las salidas por motivos que nada tienen que ver con los anteriores.

Muchas veces se achaca a esta crisis de vocaciones de la época en que vivimos. Años revueltos y confusos, dicen. "En todas partes hay defecciones, la Iglesia esta trastornada, en la Obra las tiene que haber también como lógica consecuencia." "Aunque -siguen explicando- son muchas menos que en otras instituciones." Siempre es bueno, pienso yo, tener niños a mano para echarles las culpas.

Me atrevería a afirmar que el caso de la Obra es, precisamente, el más opuesto a este tipo de reacción que se está dando en tantas otras congregaciones y que se expresa, por lo general, en afanes de cambio, de revisiones, de reforma. En la Obra -en mi caso por supuesto y también en muchos otros que conozco-- la razón ha sido la necesidad de exigir que se viva lo que se dice. Necesidad de que la Obra sea realmente lo que en teoría se declara ser, lo que de ella se aprobó, lo que se cuenta a los de fuera y luego se vive de tan distinta manera.

Algunos años antes de dejar la Obra yo era directora de la administración de un centro de ejercicios espirituales y de formación de numerarias auxiliares de la Obra, llamado Molinoviejo, cerca de Segovia. En una ocasión me llegaron una serie de resoluciones emanadas de mis directoras superiores para que, como si fuera cosa mía, yo las pusiera en práctica sobre las personas que de mí dependían. Las estudié detenidamente y, como me parecían ilógicas (no veía la posibilidad de que sirvieran de ayuda para nadie), decidí pedir consejo al sacerdote de la Obra que llevaba la dirección espiritual de aquel centro. Me conocía bien. Le expuse mis dudas y, ante mi sorpresa, me aconsejó que renunciara a la lógica, porque "en la Obra la lógica no cuenta". Pero no se puede renunciar a la lógica -le argumenté-; sin lógica dejamos de ser personas razonables, dejamos de ser libres y carece de sentido la responsabilidad. Me contestó, por toda respuesta, que lo sentía por mí, pero que me habían dado "en la línea de flotación". Bien sabía él que no había otra posibilidad. Y no la hubo. No la ha habido para muchos. Hace ya bastantes años, no hubo ni siquiera para un Consiliario (se llama así la persona que, en cada país, es la autoridad máxima dentro de la jerarquía interna; es siempre un sacerdote) y antes secretario general del Opus Dei, muy conocido en la vida pública española. Cuando dejó la Obra le hicieron comprometerse a abandonar España, para que no se conociera su caso, para que siguiera incólume el prestigio de la Asociación. Ejemplo este que traigo a colación para demostrar que la crisis en la Obra no es cosa de hoy ni de ayer, que no depende tanto de situaciones circunstanciales como de su propio planteamiento interno.

Todos los miembros de la Obra, antes de emitir los votos de pobreza, castidad y obediencia que los ligan perpetuamente con la Institución, están obligados a pronunciar los llamados "juramentos promisorios". (Últimamente denominados preparación a la fidelidad.) Con ellos el socio se compromete a velar por el espíritu de la Obra, y a comunicar con total sinceridad a los directores inmediatos todo lo que juzgue que puede ir en contra de ese espíritu.

Esos juramentos y esos votos perpetuos -son la llamada "fidelidad"- se hacen al cabo, como mínimo, de siete años de permanencia en la Obra. Las fases anteriores -la "admisión", la "oblación"- son sólo períodos de prueba. A partir de la fidelidad la persona está realmente en condiciones y con derecho (que es deber) de ser y hacer el Opus Dei.

Además, algunos socios y asociados, cuidadosamente seleccionados por los directores centrales y por el Padre para tareas de gobierno y de formación de los restantes socios, repiten esos juramentos más específicamente determinados, comprometiéndose a una especial y delicada vigilancia sobre la integridad y la autenticidad del espíritu de la Obra. Esos socios se llaman "inscritos".

Pero cuando, por imperativo de esos juramentos que nos obligaban en conciencia, quisimos cumplir ese deber de vigilancia, nos encontramos una y otra vez con que había que callar. Nadie, nadie que no fuera el propio fundador y aquellos que estaban dispuestos a ser su "eco fiel", tenían nada que decir, nada que hacer personalmente. Nadie, por prestigiosa que sea la ejecutoria de sus servicios a la Obra, tiene nada que hacer, excepto ser portavoz, altavoz y transmisor o, simplemente, receptor.

Pretender ejercer el compromiso antes aludido sólo sirve para estrellarse contra él. Para que deje de merecer toda esa confianza que el ser invitado y seleccionado para ello había supuesto tu fidelidad, y pasar a pertenecer a una especie de "lista negra" que, a partir de entonces, hará a una incapaz de ser propuesta para un cargo de responsabilidad. No hay otra postura ni otra solución: o se olvida todo lo que choca y se tiene fe "ciega" en el Padre, por todo y ante todo, o hay que irse. Y cada vez con menos impedimentos se está imponiendo este tipo de selección, de liminación facilitada, que libera a la Obra de reacciones internas comprometedoras. ¿Que se salen más? No importa. Ya se cubrirán esas defecciones bajo una explicación "adecuada".

Lo decía un socio de la Obra, sabio y anciano, que murió hace unos años: el lema para perseverar tiene que ser "rezar, callar, trabajar y sonreír". Y eso, y así, para hombres y mujeres que consideran como piedra de toque de su vocación la secularidad, la condición de personas de la calle, normales y corrientes.

En teoría, se llega a la Obra "para ser sobrenaturales-siendo muy humanos": para seguir siendo lo que se era, con todas tus posibilidades al servicio de Dios y de los demás por Dios, viviendo un cristianismo pleno y consecuente, inteligente y secular. Que en la práctica, se encuentra luego con la tremenda despersonalización a que te someten, con la "imposibilidad de ser secular" que ello implica, y con "la falta de libertad responsable" a que todo ello reduce. ¿Por qué estamos fuera? Por eso, por todo eso. Porque dentro y desde dentro no hay nada que hacer. Porque dentro todo lo que no sea reducirse a ser manipulado es insolencia, es soberbia, es tentación diabólica. Hay que agradecer, aplaudir, alardear y pregonar lo que dicen y sólo lo que dicen, hay que difundir y fomentar los sucesos anecdóticos positivos, con estilo realmente ingenuo y pueril, aun a costa de sacar de donde no hay. No se trata tan sólo de ahogar el mal en abundancia de bien, sino de ahogar y ocultar todos los hechos reales y humanos que no interesen al montaje. Todo lo que no se enfoque así es prueba de "mal espíritu", término éste de clara raigambre dictatorial que, como espada de Damocles, pesa sobre el encogido ánimo de los socios.

Estamos fuera porque dentro, en ese aislamiento cada vez mayor, en el que no cabe enterarse de nada, excepto de aquello que ha sido filtrado y seleccionado por los directores, no puede mantenerse una vida realmente secular y auténtica. Por "discreción" no se puede hablar, ni comentar con los de dentro ni con los de fuera. No se puede, es imposible, mantener una vida sencilla y normal. Son muchos los prejuicios, son enormes las prohibiciones, son excesivos los condicionamientos.

Si se pretende mantener la manera de ser, el estilo propio, apoyado en la fuerza de las posibilidades de cada uno, la convivencia se hace imposible. Se parte de la base de que no hay nada que comunicar, nada nuevo que aportar: lo único es lo que "transcurra" únicamente por los caminos trillados de siempre. Cabría estudiar por qué la TVE tiene tanto predicamento en las casas de la Obra; creo que la razón puede estar en que todos prefieren enfrascarse ante un programa anodino antes que iniciar una conversación vacía y sin sentido. Las tertulias, concebidas como momentos de expansión en una convivencia familiar, se convierten así en unos momentos agobiantes y tediosos, llenos de sonrisas huecas que no logran disimular la falta de intimidad.

En la Obra -dice el fundador- "está la farmacopea para todo". Una farmacopea que ha de ser compatible con ese "si importa, ¿qué pasa? si pasa, ¿qué importa?" que antes he comentado. Con lo cual, si lo que pasa no importa, ¿qué objeto tiene asociarse? ¿Qué valor tiene una medicación interna? Nunca pasará de ser un simple "slogan" hueco.

"A hijos distintos, trato distinto", "cada uno como si fuese único": palabras, slogans, citas del Padre que se quedan en soluciones estereotipadas, en prevenciones, en praxis encasilladoras y anquilosantes. Para todos lo mismo, y "al pie de la letra".

Si una persona está pasando una crisis y quieren retenerla porque conviene, se le permitirán todos los caprichos (tipo de ocupación, descansos, lugar de residencia, etc.) con tal que eso la haga ceder. Lo que no está autorizado es la valoración de las circunstancias que llevaron esa persona a la crisis, para evitarlas en lo sucesivo. En la Obra se recurre con frecuencia a medios extraordinarios mientras se descuidan los ordinarios. Se cuentan y suenan las atenciones deslumbrantes, y se procura que éstas creen una imagen de la benevolencia de la Asociación, pero por debajo de ese relumbrón quedan ahogadas y disimuladas desatenciones diarias y primordiales, de mucha mayor entidad y repercusión.

Siempre, y una vez más, la apariencia: la Obra ha de ser, ha de mostrarse de una manera determinada, esplendorosa, triunfante, sin ningún fallo. Las personas sólo son útiles si contribuyen a ese brillo; ¿a qué precio? Al que sea. Los socios han de estar constantemente en guardia -una guardia, yo diría, enfermiza- para no sentir ni consentir nada que no sea lo que la propia Obra les propone o les pide. "Personas en medio del mundo " pero de un mundo distinto, alejado, irreal, exclusivo de la Obra. Cercado, cerrado, suficiente por sí mismo y para sí mismo, pregonando una tarea común de salvación de todos (los de fuera), pero "escafandrados", para no tener que compartir ni que contribuir. Contribuir en tantas cosas ordinarias y buenas, que son las causas comunes de los católicos.., no, la Obra no contribuye, no participa; su campo es la Iglesia, pero su parcela ha de quedar bien separada, distinguida.

Lo importante en la Obra es formarse, recibir y asimilar bien el espíritu. La formación de la Obra preocupa y ocupa a infinidad de personas, que dedican a esta tarea muchas horas diarias. Formación empapada de un enorme dogmatismo: todo se selecciona y se acota según Monseñor Escrivá determina, concibe y aprueba, a lo que las personas se han de someter sin la más mínima posibilidad de objeción: a título de humildad, de docilidad, de "conditio sine qua non" para ser fieles. Las clases, las charlas, los medios de formación, muy abundantes y constantes, son, a la vez, intocables e inmutables. En ellos jamás se puede intervenir para preguntar, objetar u opinar sobre algún punto: la silenciosa y reverente escucha es la única actitud admitida. ¡Qué sintomático resulta, y qué esclarecedor, ese rechazo institucional del diálogo!

Formación y su complemento: la dirección espiritual. En la Obra enseñan que la dirección espiritual compete primordialmente a los seglares, a los que hay que abrir la conciencia semanalmente en la llamada "confidencia" o "charla". También se insiste en que la misión de los sacerdotes de la Obra estriba sólo en la confesión sacramental, en la predicación y en algunas labores de formación. En la confesión sacramental el sacerdote ejerce, por decirlo así, una dirección espiritual complementaria. Cada casa tiene asignado un sacerdote, que es el confesor ordinario (me refiero concretamente a las casas de mujeres, pues ignoro si en los centros de varones tienen en eso un régimen similar o distinto). Disciplina común contenida en el Código de Derecho Canónico para las casas de religiosas. Las asociadas tienen la obligación de pasar a confesarse con él cada semana o, al menos, pasar a recibir su bendición. Si alguna olvida esta norma, se le recuerda "persuasivamente".

Existe para salvaguardar la libertad de que no sea únicamente el confesor ordinario de la casa o centro el obligado, existe la denominación de otro sacerdote -llamado extraordinario- que sustituye periódicamente al ordinario. Dado el caso, y por dificultades especiales, se puede solicitar permiso para confesar con otro sacerdote, si es de la Obra; pero cuando la asociada acude a solicitar el preceptivo permiso a la directora, ésta procura disuadirla con múltiples razones: no hay que ser diferente de las demás, todos los sacerdotes de la Obra son iguales y van a decir las mismas cosas, etc. Si esos argumentos no convencen y la interesada se muestra recalcitrante, cabe dentro de lo posible que se llegue a pensar que su petición oculta motivos inconfesables. Son rarísimos los casos en que se concede tal permiso, y, si se logra, no faltan presiones a la asociada para que vuelva cuanto antes a la normalidad del rebaño..

Confesarse con un sacerdote que no sea de la Obra lleva consigo connotaciones mucho más graves. Una de las primeras cosas que se enseñan a las recién llegadas -e incluso a los que, sin pertenecer a ella, reciben su formación-, es en frase del Padre: "Podéis confesaros con quien queráis, pero quien obrara así demostraría no tener el espíritu del Opus Dei y me daría un gran disgusto. La ropa sucia se lava en casa." Insistiendo en el tema, Monseñor Escrivá ha elaborado una significativa teoría, que repite constantemente en todos los medios de formación: como dice Cristo en el Evangelio, no todos son buenos pastores del rebaño. Unos son asalariados y cobardes, que huyen al ver venir al lobo y permiten que éste destroce las ovejas. El Buen Pastor, por el contrario, se preocupa de su rebaño, lo mima y lo protege. Explica que el Buen Pastor es el Padre y, por delegación, el sacerdote de la Obra destinado a cada centro. Todos los demás, "todos", son asalariados, que entrarían a saco en el alma del socio o asociada que consintiera en tal tentación. No tienen gracia de Dios para darle consejos, desconocen el espíritu de la Obra y, aunque fuera con buena fe, conducirían esa alma al descamino. Por tanto, un miembro de la Obra que acude a un sacerdote ajeno a ella demuestra una total falta de espíritu y ha iniciado el camino de la defección. "Deja al Buen Pastor para ir al salteador y extraño."

No exagero lo más mínimo: a lo largo de mis años en la Obra son tantas las veces que he oído todo eso, que incluso creo estar repitiendo palabras textuales, aunque no las entrecomille.

Tener sacerdotes de la propia organización para atender a los socios es, en principio, una suerte. Lo que ya no parece tan positivo es esa pretensión de exclusivismos que denigra a los restantes sacerdotes de la Iglesia de Dios y constituye, entiendo yo, un no pequeño abuso de la autoridad con respecto a las asociadas de la Obra. Una Obra -lo repito una vez más- que predica que sus miembros son cristianos corrientes y que ama su libertad por encima de todo.

Volviendo al tema: en la Obra se dice que los sacerdotes ejercen dirección espiritual. Si por dirección espiritual se quiere entender repetir en el confesonario los mismos slogans y los mismos tópicos que se machacan en meditaciones y charlas, entonces sí, los sacerdotes de la Obra son directores espirituales, pero si por dirección espiritual se entiende una orientación cuidadosa y atenta a las circunstancias personales de cada individuo, entonces, categóricamente, no. Los sacerdotes, más que nadie, saben que su misión en el confesionario es ser únicamente portavoces del Padre so pena, en caso contrario, de verse apartados de este ministerio.

No son cosas que cuente por "cotilleo", sino porque creo que son un conjunto de realidades, vividas, que pueden ayudar a entender por qué algunos estamos fuera de la Obra. Y lo estamos no porque no podemos aceptar esos planteamientos para nosotros mismos -quizá para alguno asumirlos hubiera sido un sacrificio personal meritorio- sino porque no nos parece honrado ser un eslabón más de la cadena que consiente semejantes sistemas para imponerlos a otros que vendrán detrás de nosotros.

Y dejamos la Obra, "a pesar de los pesares", como tanto gusta repetir a Monseñor Escrivá. De los pesares que supone el desgarrón de no poder encontrar una solución distinta dentro. De que por ello se nos considere desertores, de que todos se nos definan en contra. De que se explique, se pregonen y se consientan (los directores especialmente) causas y motivos tan opuestos a los reales de nuestra desvinculación. De que se nos una a ese grupo confuso de defecciones "en razón de los tiempos", sin que nadie quiera avalar nuestra verdad. De que haya quienes -por ejemplo un conocido numerario del Opus Dei-, aprovechando su renombre público y en un medio de difusión público también, afirmen que no conocen ningún motivo razonable por el que se haya tenido que marchar ningún socio de la Obra.

Somos muchos, bastantes más de los que se supone, quienes, antes que consentir esa clase .de sistemas, hemos preferido buscar una postura de acción y reacción desde fuera, a pesar de los pesares. A pesar, además, de tener que romper con tantas amenazas y coacción aplicadas a nuestra conciencia, so pretexto de que nuestros motivos carecían de fundamento.

Después de todo, estamos fuera porque, de hecho, no nos importa demasiado lo que puedan difundir de nosotros, "el qué dirán": no buscamos el prestigio de tejas abajo. No nos resultan suficientes las compensaciones humanas, el seguir compartiendo honores, amistades, prestigios colectivos, etc., a costa de renunciar a unos planteamientos de vida hechos de cara a Dios. Los mismos que un día nos movieron, "a pesar de los pesares", a vincularnos, y que ahora nos llevan a no querer comulgar con ruedas de molino. Convencidos de que hacer la Obra es una cosa y otra bien distinta vivir de un mito personal, aunque ese mito se llame Monseñor Escrivá de Balaguer.

Fidelidad creo que sólo puede ser sinónimo de lealtad. Y nada más lejos de ello, entiendo yo, que la comedia de consentir sin asentir, de la misma manera que el inhibicionismo so protesta de fidelidad.

"Ay de vosotros, hipócritas", dice Jesús. Me estoy refiriendo a lo que en general puede ser la comedia de "representar" sin realmente compartir. Hipócrita se opone a consecuente.

Indudablemente la postura del publicano resulta a Dios mucho más agradable que la del fariseo "a pesar de los pesares". Me remito al Evangelio: "El fariseo, puesto en pie, oraba así en su interior: "¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres ni tampoco como el publicano ese. Ayuno dos días en semana, pago el diezmo de todo lo que poseo." El publicano empezó quedándose a distancia, no osaba levantar siquiera los ojos al cielo sino que golpeaba su pecho y decía: "¡Oh Dios!, apiádate de este pecador." Os digo que éste bajó a su casa justificado y no aquél..." (5. Lucas 18,9,15).

Nuestra postura (la de los desvinculados por los motivos que me ocupan) quizá tenga que ser la del publicano, sobre todo considerada bajo el prisma de la Obra. Al fin y al cabo honrosa y merecedora postura, al menos de cara a Dios.


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